Intraducibilidad del Quijote, Jordi Fibla

Obra de José María Sbarbi y Osuna (Cádiz 1834-Madrid 1910), sacerdote, filólogo y musicólogo.

Lunes, 26 de febrero de 2024.

En mi artículo «El desdén de Zeda» sobre un diálogo de Azorín en el que dos escritores, Equis y Zeda, discuten los pros y los contras de ser traducidos, Zeda acaba por presentar como argumento de su postura, contraria a que se traduzcan sus obras, el hecho de que Sbarbi ha demostrado que el Quijote es intraducible.

Cuando José María Sbarbi publicó su libro Intraducibilidad del Quijote, en Inglaterra existían cinco versiones de la obra más célebre de Cervantes, la primera de 1620 y la última, la llamada de Jarvis-Smollett, publicada en 1755. Más de ciento veinte años después de que apareciese esta última, un curioso personaje llamado Alexander J. Duffield estaba preparando una nueva. El hombre tenía serias dificultades. Había pasajes, giros, expresiones completamente incomprensibles para él, pero no quería ver cómo se las habían arreglado sus antecesores. Él no era un traductor profesional, pero ¿acaso lo fue Tobias Smollett, cuya versión era la más leída por los británicos? No, incluso algunos expertos aseguraban que Smollett no sabía español y que empleó a un equipo de negros conocedores de la lengua para que revisaran, saquearan o plagiaran, según el criterio de cada estudioso que abordaba el caso, la versión que hiciera Charles Jervas (también llamado Jarvis) en 1742.


Cuando José María Sbarbi publicó su libro Intraducibilidad del Quijote, en Inglaterra existían cinco versiones de la obra más célebre de Cervantes, la primera de 1620 y la última, la llamada de Jarvis-Smollett, publicada en 1755


Duffield, por lo menos, había aprendido el español, aunque no de una manera ortodoxa, académica, sino en el transcurso de sus viajes por España y durante los años que pasó en Bolivia y Perú ejerciendo su profesión de ingeniero de minas. También había realizado varios viajes a Australia con el propósito de introducir allí alpacas, un herbívoro muy versátil que llegaría a gozar de gran popularidad en las pequeñas granjas australianas. Sin embargo, Duffield no tuvo éxito en esa empresa. Lo imagino en las largas travesías, ya en su camarote, ya acomodado en la popa del barco, con su muy manoseado ejemplar del Quijote lleno de subrayados a lápiz, interrogantes y signos de admiración al margen, comentarios en lo alto de la página y notas al pie. A Duffield le apasionaba Cervantes, aunque quizá no tanto como a José María Sbarbi.

Este señor era tan versátil como las alpacas o como el mismo ingeniero de minas que trató en vano de enriquecerse vendiéndolas en Australia. Presbítero, organista que trabajó como tal en varias catedrales españolas y maestro de capilla en algunas de ellas, autor de obras importantes sobre refranes, proverbios y adagios castellanos, adoraba a Cervantes, sobre quien había escrito un libro, Cervantes teólogo, y no había dudado en atribuirle la autoría de La desordenada codicia de los bienes ajenos, subtitulada Antigüedad y nobleza de los ladrones, novela picaresca de un Carlos García de quien no se sabía nada, por lo que el nombre se consideraba seudónimo de algún autor conocido. Actualmente, aunque no hay apenas datos sobre él, se sabe que el tal García existió realmente y fue él, no Cervantes ni ningún otro, el autor de esa novela.

Duffield, al que había abandonado un periodista y autor de obras sobre asuntos españoles, Henry Edward Watts, que inició con él la nueva traducción del Quijote (y publicó la suya siete años después de que apareciera la de Duffield; el motivo por el que los dos ingleses cervantófilos rompieron es otro de los misterios de la pequeña historia literaria), publicó una carta en el tercer número de la prestigiosa Crónica de los cervantistas en la que exponía las dificultades con que tropezaba y le impedían avanzar en la traducción.

Esta carta desencadenó una polémica, pero no entre Sbarbi y Duffield, sino entre Sbarbi y José María Asensio, al que no le gustó nada que el presbítero respondiera desdeñosamente en La Ilustración Española y Americana diciendo que el presunto traductor inglés se ahogaba en un vaso de agua y que las auténticas dificultades del Quijote que Duffield no mencionaba lo hacían intraducible, tanto al inglés, que, según él, es la más apta «para recibir en su seno y amasar en su estructura, mediante las leyes de la transfusión lingüística, la obra maestra del Manco de Lepanto», como a cualquier otra lengua. Pero incluso aunque el inglés, en opinión de Sbarbi, sea tan apropiado para la traducción del Quijote, «pensar que este puede ser vuelto a un idioma extranjero conservando todos los primores y bellezas de sus giros propiamente cervánticos, de sus idiotismos y refranes, de lo intencionado de ciertas palabras, de lo histórico y local de otras, y de mil y mil cosas más, es pensar en lo excusado, porque, en tal concepto, el Quijote es intraducible». De modo que, para Sbarbi, todas las versiones que se han hecho a lo largo de los siglos son sucedáneos, pseudotraducciones.

La postura del presbítero organista sobre la traducción es similar a la que tendría Nabokov en el siglo XX. Apartarte de la literalidad para traducir un texto vertido a una lengua distinta de la original que sea legible y comercializable es un fraude. La postura de José María Asensio, historiador, periodista y cervantista, es la contraria y la expresó en una réplica a Sbarbi publicada en la Revista de España y titulada «¿Puede traducirse el Quijote?» Asensio no negaba las enormes dificultades de traducción que presenta la obra, aunque afirmaba que la transmisión de su esencia no es complicada. La fábula es llana y clara, y sin gran trabajo puede hacerse comprender a los lectores de todos los países. Otra cosa es la imitación del lenguaje, el estilo, la elocución, empresa dificilísima, desde luego, pero no imposible. Basta con ver la popularidad de la obra en todos los países, cómo se entusiasman con ella y saborean su lectura los que tienen la dicha de leerla en castellano, como los que la conocen solamente por traducciones, más o menos fieles. Asensio sigue en esto la opinión de cervantistas como Joseph-Michel Guardia: «la traduction la plus infidèle ne peut entièrement defigurer Cervantès». Todo lo contrario de lo que piensan Sbarbi y el señor Zeda del diálogo azoriniano.


 

Desde la fecha de su publicación (1876) hasta hoy, solamente en inglés se han hecho otras dieciséis versiones


 Sbarbi respondió a la réplica de Asensio con un libro de 347 páginas, Intraducibilidad del Quijote, y el curioso subtítulo Pasatiempo literario o apuntes para un libro grueso y en folio. El afable y socarrón (como descubrirá quien eche un vistazo a ese mamotreto) presbítero no llegó a escribir el libro grueso y en folio y su Intraducibilidad del Quijote cayó en un olvido casi absoluto, y digo casi porque Azorín lo resucitó fugazmente una madrugada de 1959, mientras que desde la fecha de su publicación (1876) hasta hoy, solamente en inglés se han hecho otras dieciséis versiones. No está nada mal como respuesta a la afirmación de Sbarbi y Zeda de que el Quijote es intraducible.

 

 Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra.