Reflexiones (y algún intento de decálogo) sobre el vínculo entre traducción y edición de mesa, II, Ana Camallonga

Viernes, 21 de julio de 2023. 

El 4 de mayo de 2023, dentro del ciclo «ACE Traductores presenta», tuvo lugar la mesa redonda «En la piel del lobo: pasearse entre la traducción y la edición de mesa» en la Casa Orlandai de Barcelona. Allí, las traductoras y editoras técnicas Ana Camallonga y Ana Mata Buil compartieron su experiencia dentro y fuera de diferentes sellos editoriales y describieron diversas labores relacionadas con la publicación de un libro traducido (escritura, traducción, corrección, dirección editorial, edición de mesa o edición técnica…) y cómo se retroalimentan. De esa charla nacen estos dos artículos, que las dos Anas, en un juego de espejos, ofrecen a VASOS COMUNICANTES.

 

 En este doble paseo por la traducción y la edición de mesa, el de Ana Mata y mío, yo escribo desde la visión de quien ha pasado (al menos de momento) más años como editora de mesa, y como editora en general, que como traductora y correctora autónoma, lo que hace que en ocasiones aún siga pensando más en lo que le conviene a la editorial (o, por decirlo a las claras, en lo que le convenía a mi yo del pasado) que en lo que me conviene a mí ahora, o al colectivo de colaboradores externos en general. Digamos, por reformularlo de otra forma, que mi trayectoria me ha dado una perspectiva única desde los dos lados de la barrera que me permite entender bien las necesidades de un editor y ajustarme a ellas al máximo como colaboradora, para beneficio, diría yo, de ambas partes.

¿Qué hace un editor de mesa?

Pongámonos primero en la piel del editor. La coordinación editorial es un trabajo difícil de describir en pocas palabras. Cuando me tocaba hacer una lista de las funciones del puesto —porque había una vacante, por ejemplo, y era necesario anunciarla—, siempre pensaba que la enumeración de elementos no parecía corresponderse con el trabajo cotidiano que tenía ante mí y que parecía consistir, sobre todo, en apagar fuegos.

¿Cuáles son esos fuegos? El principal para una técnica editorial, que es el puesto en el que empecé —y que podría corresponderse al de editora de mesa— es el cumplimiento del plan editorial. En mi caso, los proyectos me llegaban ya contratados y yo me ocupaba, junto con el departamento de realización —encargado de la maquetación y de externalizar las revisiones de pruebas—, de que ese texto llegara en los plazos marcados a imprenta.

Dicho así, no parece gran cosa. Pero, a efectos prácticos, eso significaba que de cada libro había que realizar una petición de contrato que reflejara las condiciones pactadas por el editor, contratar a un traductor en el caso de las traducciones y a un corrector en todos los casos, y pactar las entregas de forma que todo llegara en los plazos pautados por el calendario y con un gasto que no superara lo presupuestado. También había que gestionar los derechos de las imágenes (en caso de que el libro las llevara), revisar la corrección de estilo y la correcciones de pruebas, escribir los textos de cubierta, supervisar las pruebas de diseño de cubierta (o vivir con la infamia de que por tu culpa hubiera un error en una cubierta por los siglos de los siglos), dar la aprobación final a cubierta e interior y proporcionar a prensa y marketing todo lo necesario para la promoción del libro.

Yo coordinaba entre 30 y 40 libros al año (hay quien maneja muchos más), lo que quería decir que en un momento dado podía estar, a la vez, cerrando la cubierta de un libro a punto de ir a la imprenta, solicitando el contrato de una traducción que se publicaría al año siguiente, preparando el pliego de imágenes de un libro que saldría en medio año y revisando la corrección ortotipográfica de un libro ya en proceso avanzado de edición. Todo ello en medio de procedimientos burocráticos enrevesados y reuniones inacabables, y con un flujo de emails tan activo en la bandeja de entrada que el verdadero reto era no pasarse el día contestándolos.

El salto a editora júnior supuso dejar de lado algunas de las tareas más administrativas (la solicitud de contratos o la gestión de determinados programas de gestión editorial, por ejemplo) y asumir otras de más responsabilidad. Como por ejemplo la elaboración, para cada libro, de un documento interno, destinado a los departamentos de marketing, diseño y comunicación, con la sinopsis, los argumentos de venta, los referentes, las ideas para la cubierta y la disposición del autor a hacer promoción, entre otros muchos elementos. Era algo así como la biblia o el carné de identidad de cada libro y, en muchas ocasiones, dado el volumen de trabajo, lo único que sabrían de ese proyecto muchos de los implicados en su elaboración y promoción.

De editora júnior pasé a editora sénior, que es alguien que asume ya tareas de valoración y contratación de originales, propone nuevos títulos y autores, y acompaña a los autores durante el proceso de escritura. Un editor sénior también representa a la editorial en ferias y presentaciones de libros. El siguiente paso es asumir la dirección editorial, que ocupa la persona que traza la estrategia editorial del sello y se responsabiliza a menudo de las contrataciones de más envergadura.

Hasta allí, informo, ya no llegué. Me quedé en editora sénior. Reconozco que me daba pena, a medida que avanzaba en el escalafón, ir perdiendo el contacto con el texto. Un editor sin duda toma decisiones importantes sobre el libro (si se publica o no, para empezar), pero entra quizá menos en los detalles, en el día a día, que era lo que a mí más me gustaba hacer o al menos sentía que era lo que estaba capacitada para hacer mejor. Lo que supongo que explica en parte mi salto al otro lado.

De mis años como editora de mesa, me quedo sobre todo con dos colecciones. La primera es Destino Clásicos, dedicada a rescatar esa maravilla que es el fondo de Destino, con autores como Ana María Matute, Miguel Delibes, Josep Pla, Joan Sales, George Orwell, Rafael Sánchez Ferlosio o José Luis Sampedro. Aprendí mucho con esa colección, en una época en la que yo era muy novata, porque me dejaron hacerla muy a mi aire —podía escoger las imágenes que aparecían en las guardas y escribir largos textos de solapa— y porque trabajaba con textos que admiraba desde siempre. La segunda colección es Odiseas, de Península, heredera de la mítica Altaïr, con autores como Xavier Aldekoa, Xavier Moret, Mikel Ayestaran, Nicolas Bouvier, John Dos Passos, Ramón Lobo, Bruce Chatwin, Jordi Esteva, Juan Goytisolo… En esa colección es donde me curtí buscando autores españoles que encajaran en lo que buscábamos y aprendiendo a transmitir mis impresiones sobre un texto sin herir la sensibilidad de nadie, uno de los mayores retos a los que se enfrenta un editor.

Disfruté también mucho en esa etapa de la posibilidad de contratar a traductores a los que admiraba, tótems de la traducción como María Teresa Gallego Urrutia, Celia Filipetto, Concha Cardeñoso o Rafael Carpintero Ortega. Y a otros muchos que entonces estaban casi empezando, como Carles Andreu, Marc Jiménez Buzzi, David Paradela o Palmira Feixas, y de los que aprendí mucho.

Una propuesta de decálogo

 Todo lo que he contado hasta ahora no ha sido más que un largo prolegómeno para llegar al meollo de la cuestión: ¿qué era lo que yo buscaba en los traductores y correctores cuando mi trabajo era contratarlos? O, dicho de otro modo: ¿de qué forma mi pasado como editora de mesa me ha ayudado a ser la mejor colaboradora posible, o al menos el tipo de colaboradora con la que a mí solía gustarme trabajar?

Este es el resumen de algunos de los principios que intento que rijan mi actividad como traductora y correctora. Sin olvidar el primero de todos, que es realizar un buen trabajo, claro.

  •  Planteo plazos realistas. Si propongo una fecha de entrega, la cumplo, y si no puedo cumplirla por cualquier motivo (porque a todos pueden pasarnos cosas), aviso con tiempo suficiente. Las fechas de entrega, una vez fijadas, no son orientativas, ni una primera propuesta. De la entrega de un traductor depende a menudo que un corrector pueda ponerse a corregir ese mismo día, o que alguien en el taller de fotocomposición empiece a maquetar.
  • Soy transparente. Si creo que algo no podré hacerlo, por tiempo, porque supera mis capacidades o porque, por la razón que sea, considero que no soy la persona adecuada para ese trabajo, lo digo. Sé que, a la larga, jugará a mi favor. Mucho más que entregar un trabajo mediocre, al menos.
  • Asumo con deportividad las correcciones, e intento aprender de ellas. Lo mismo vale para reconocer errores, en caso de haberlos cometido. Sin flagelarse, pero siendo consciente de que la perfección no existe, y de que hay elementos muy subjetivos en la corrección de estilo que hacen difícil establecer un límite entre una mala y una buena revisión.
  • Intento dar soluciones, no problemas. Como traductora, resuelvo por mi cuenta las dudas que puedan surgirme, a menos que sea algo que crea que debe decidir la editorial. En este último caso, de las opciones posibles planteo cuál es la que yo escogería, por si quiere tenerse en cuenta mi criterio. Lo mismo vale, puede que más, en el caso de la corrección: intento resolver, no pasar la pelota. Si el editor de mesa o el corrector de pruebas no están de acuerdo con mi solución, que la cambien.
  • Actúo de forma profesional. Pese a que tengo la suerte de trabajar a menudo para editores que son además amigos, no los llamo a la oficina en horas de trabajo y les cuento mi vida. Y si tengo dudas insalvables relacionadas con el trabajo que tengo entre manos, las agrupo y las envío de golpe, no en forma de goteo, ni por WhatsApp a horas intempestivas.
  • Doy prioridad a los clientes que me dan trabajo de forma continuada. Si un cliente me trata bien, pongo sus necesidades por encima de las de los demás clientes.
  • Pido lo que necesito, ya sea un plazo más amplio, una tarifa mejor o tener acceso al autor. El editor muchas veces no se ha metido tan a fondo en el texto como yo y no sabe que quizá requiera más tiempo o una mayor intervención de la que está prevista. Si ese es el caso, hay que decirlo. No hay premios por sufrir en silencio.
  • Me adapto a las condiciones técnicas y de presentación que se me piden. Lo veo como una manera de aprender nuevas formas de trabajar, y no como una imposición o como un intento de cambiar mis hábitos. Lo mismo vale para cualquier oportunidad de formación que se me ofrece: seguro que puede aprenderse algo nuevo.
  • No antagonizo, al menos de entrada. La persona con la que hablo a menudo es solo una pieza del tablero, y la única que puede ponerse de tu lado. Actuar, de buenas a primeras, como si fuera el representante de Satán en la tierra no va a servir de nada. Más bien todo lo contrario.
  • Es interesante ser, como colaborador, proactivo. Proponer libros, traducciones, autores. Sin forzarlo y ser pesado, pero sí procurar ser alguien que no se limita a reaccionar, sino que está atento a lo que pasa a su alrededor.

 

Un camino válido

Ser traductora y correctora por cuenta propia no había sido nunca un objetivo para mí (sobre todo porque con veinte años no tenía otro que conseguir un trabajo, cualquier trabajo, e independizarme), pero, ahora que me veo en ello, tengo cada vez más claro que empezar trabajando en una editorial puede ser un buen camino para conseguirlo, y uno, además, bastante transitado.

El trabajo editorial no solo te enseña de primera mano cuál es el proceso de elaboración del libro y cuáles son las tareas externas más demandadas (hubiera dado mi reino por un buen redactor en más de una ocasión, la verdad), sino que te proporciona contactos, ese bien tan preciado cuando se empieza, te permite hacer tus pinitos —siempre hay algún material de prensa o texto de contra que traducir— y te hace, en general, un callo en la vida la mar de útil para, a la hora de pasar al otro lado, ver con una mayor perspectiva las ventajas y los inconvenientes de ese salto. Que de todo hay.

Fotografía de Xavier Torres Bacchetta

Ana Camallonga (Barcelona, 1979) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona y el segundo ciclo de Periodismo en la Universidad Pompeu Fabra. Trabajó como periodista durante un tiempo en Europa Press y en otros medios, tras lo que entró en el Grupo Planeta como miembro del equipo de prensa de Seix Barral. De allí pasó a técnica editorial y luego editora júnior en Destino y, varios años después, a editora sénior en Península, siempre dentro del mismo grupo. En 2019, cursó el posgrado en traducción literaria de la Barcelona School of Management, se hizo autónoma y desde entonces es traductora y correctora por cuenta propia. El último de la docena de libros (todos ellos de no ficción) que ha traducido es La consultora, de Walt Bogdanich y Michael Forsythe.

2 Comentarios

  1. Isabel HM

    ¡Qué visión más completa del proceso y qué bonito tu decálogo! ¡Gracias, Ana!

  2. Gemma

    Gracias por tanta honestidad y sabiduría, Ana. He disfrutado muchísimo leyendo tu artículo. Y no puedo estar más de acuerdo con los principios que aplicas en tu actividad profesional.