Leer con ojos nuevos, Nuria Barrios

Lunes, 5 de junio de 2023.

De todas las definiciones posibles de la traducción elijo hoy la que da Andrés Neuman en su libro Barbarismos: Único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo. Yo era lectora y escritora antes de convertirme en traductora, pero el oficio me enseñó a leer y a escribir de una forma distinta, de una forma mejor. Cada traducción lleva la impronta de su autora, su modo de entender la profesión. El mío está íntimamente ligado a mi manera de concebir la lectura. O, más bien, a cómo la traducción me enseñó a leer. Adelanto que escribiré este artículo en genérico femenino porque las mujeres somos mayoría en el oficio y porque el genérico masculino hace tiempo que demostró ser poco genérico y muy masculino. Utilizar el genérico femenino no es fácil, pero sí necesario. Exige desprenderse de un yo gastado. Traducirse. Anular la versión anterior como una mala traducción.

La mayor parte de mis lecturas han sido traducciones. Antes de aceptar mi primer encargo, siempre había leído con una confianza ciega, como si cada cuento, cada novela, cada libro de poesía, cada ensayo, cada libro de filosofía que abría hubiese salido directamente en español de la mano de sus autores. Leer por primera vez con ojos de traductora puso fin a la confortable inocencia en la que había vivido: no existía tal cosa como un texto original y su reflejo en un espejo. No existía espejo. Confieso que al comprobarlo sentí vértigo.

Descubrí con cierta turbación que hasta entonces había acomodado las lecturas a mis deseos, a mis angustias, a mis anhelos. Al leer nos leemos en realidad a nosotras mismas y pasamos de puntillas sobre el texto. La traducción exige aventurarse en la intimidad, no necesariamente cómoda y siempre laboriosa, de una obra. Al interpelar mi forma de leer, este oficio me convirtió en una lectora distinta. Más incisiva. Más exigente.

La inmersión de quien lee por placer un texto es diferente a la de quien lee para traducir. La lectora por placer se adentra en las páginas como quien entra en un lago para nadar, agita los pies a veces más rápido, a veces más despacio, se detiene para dejarse llevar por la corriente, hace el muerto –o se hace pasar por Ofelia, ya que estoy escribiendo en genérico femenino– y sale del agua si se cansa o no está de humor. La traductora sabe que ese entretenimiento le está vedado. Ella ha de sumergirse en el lago y permanecer en él hasta atravesarlo.

Quien lee por placer está pendiente sobre todo del impacto que le genera el texto: el desasosiego, la inquietud, la ternura, la excitación, la tristeza, el asombro, el rechazo. Es una actividad absorbente que no admite más deseo que seguir leyendo. Sin embargo, cuando una persona lee para traducir solo está pendiente del texto: de sus atractivos y de sus trampas. Sobre todo de sus trampas.

Atenta al sentido, a los juegos de palabras, al simbolismo, a las intenciones, la traductora avanza por la obra para que nada se pierda: el sentido, el ritmo, la música. Simone Weil definió la cultura como «educación de la atención». La traductora ha de leer con ojos de lince y oídos de murciélago. Sin embargo, a pesar de su actitud vigilante y activa, ha de aceptar el texto sin jamás cuestionarlo. Es una de las numerosas paradojas del oficio.

Su lectura es ajena a la velocidad de quien lee por placer, a la gozosa experiencia de tener entre manos un libro que no se puede soltar hasta terminarlo. La vivencia del tiempo de quien traduce es la opuesta. Puede pasar horas, incluso días delante de una página, de un párrafo, de una frase, incluso de una palabra para captar su verdadero sentido. A las cuestiones que plantea la lectura se añaden los interrogantes que el propio acto de traducir pone sobre la mesa: es preciso hallar la palabra adecuada, la expresión justa, la solución que mejor se aproxime al original. Cuestionar, reflexionar, decidir.

En toda traducción se escapan matices, pero esa pérdida, que alimenta las futuras traducciones, camina asimismo de la mano de los descubrimientos. El primero y más importante se da en la lectura; es entonces cuando es preciso captar la voz de quien ha escrito el texto original, su visión del mundo y de los otros, su música y su sentido, el eco de su expresividad, para hacerla renacer en el seno de una nueva expresividad.

La traductora es la primera lectora. Esa excitación de ser la primera es uno de los placeres del oficio. Incluso cuando el libro ha sido traducido en otras ocasiones, yo leo como si nadie antes que yo se hubiera adentrado en él. La traducción exige perder la propia voz para transmitir la voz de quien ha escrito la obra y, al mismo tiempo, defiende la singularidad de la lectura. Es otra de las paradojas de este oficio fascinante. El texto se abre ante la traductora con todas sus posibilidades, sus secretos, sus sorpresas. Le brinda la oportunidad de acercarse a él como nadie antes lo ha hecho. Por eso dice Octavio Paz que «cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único».

El viaje de la traducción se inicia en la lectura. Si, como decía Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, cada lectura abre una nueva interpretación, una traducción distinta. No existe un análisis definitivo, una revelación final. El valor de una obra literaria no está tanto en lo pronunciado como en lo sugerido, lo que no se puede transcribir, lo que habita en el texto y lo transforma. Aunque la lectura de la traductora es extremadamente exigente, pues quedará fijada en un texto, es interpretación. Las palabras son abstracciones y despiertan en cada persona asociaciones e imágenes distintas. A pesar del nombre «montaña», ninguna montaña se parece a otra. Una palabra no es solo la sonoridad de sus sílabas, sino las asociaciones semánticas que esa sonoridad despierta. La lectora traduce el texto a su privado e imaginario lexicón.

Al igual que no existen dos lecturas idénticas, no existen dos traducciones idénticas. Cada obra es susceptible de un número indefinido, tal vez infinito, de traducciones. Las traducciones sucesivas son la manera en que mujeres y hombres conversan con la misma a lo largo de la historia. Cambia la lengua, cambia el contexto, cambia quien lee y cambia quien traduce. Nuestra propia lectura es un ejercicio cambiante: no entramos igual en una obra a los quince años, a los cuarenta o a los sesenta. Cuando leemos nos leemos a nosotras mismas y ese «nosotras» es un concepto en constante mudanza.

Cada versión habla tanto de la ambigüedad del texto y su potencial interpretativo como de la perspectiva singular de quien lo traduce. La traducción es, al mismo tiempo, reproductiva e innovadora. Una repetición original. Como la ficción no es fabulación, sino confabulación, la traducción será, a su vez, interpretada por lectoras nuevas en una incesante rueda vital que subraya lo variable frente a lo inalterable, lo leve frente a lo compacto, lo diverso frente a lo único, lo fluido frente a lo fijo.

Tan solo se conoce un caso de exégesis unánime: la historia de la Septuaginta, la Biblia de los Setenta, la primera traducción de la Biblia del hebreo al griego. Setenta y dos sabios judíos viajaron a Egipto en el siglo III a.C., trabajaron por separado en setenta y dos casas distintas y acabaron su cometido en setenta y dos días. Las setenta y dos versiones resultaron milagrosamente idénticas. Aquella unanimidad traductora no ha vuelto a darse en la historia.

¿Existe una perspectiva de género al traducir? ¿Existe una perspectiva de género al leer?

Sin duda. Quien traduce no es un dispositivo de transmisión impersonal, sino una persona situada en un tiempo y un espacio y, en gran medida, determinada por su tiempo y por su espacio. Una persona con un cuerpo y una voz. Encontrarse a distancia del poder, de la voz oficial que ha sido históricamente la masculina, como sigue siendo en gran medida el caso de las mujeres, permite leer de otra manera. Leer de otra manera implica la posibilidad de traducir de otra manera, ampliar el eco del idioma de origen en el idioma de destino, descifrar desde una perspectiva distinta. Es una cuestión de matices, es cierto, pero en literatura los matices tienen una trascendencia enorme.

En 2013, la rabina francesa Delphine Horvilleur publicó un ensayo, En tenue d’Ève : Féminin, pudeur et judaïsme, donde señalaba la traducción errónea en la Biblia de un pequeño término hebreo, tzela, como «costilla» y no como «al costado». La lectura de Horvilleur es revolucionaria y tiene importantes consecuencias: la mujer pasa de ser un ente subordinado, un objeto al servicio del varón, a ser un sujeto igual al varón. El error, conservado y defendido, ha legitimado una sociedad patriarcal con una estricta primacía del hombre sobre la mujer.

Durante largo tiempo los textos de las tres religiones monoteístas han sido leídos, editados y comentados exclusivamente por hombres. Es legítimo preguntarse si sus metáforas y su lenguaje habrían sido diferentes si la lectura hubiese sido realizada por hombres y por mujeres. ¿Acaso no sufren esas lecturas un exceso de «textosterona»? No es casual que quien ha señalado la traducción errónea del término tzela haya sido una mujer. Tampoco parece casual que, una vez señalado, el error haya sido minimizado como una anécdota.

He aprendido a traducir traduciendo. No he pasado por facultades ni talleres ni escuelas del oficio. La preparación académica quizá me hubiese ahorrado dificultades, pero cada persona encuentra su camino y ese no fue el mío. Me he enfrentado a la larga lista de problemas que es cada traducción sin más herramientas que mi instinto lector y mi experiencia de escritora. Mi auténtica escuela, más que la escritura, ha sido la lectura. Se aprende a escribir leyendo y escribiendo. Se aprende a traducir leyendo y traduciendo. Fui lectora antes que escritora y traductora, y es muy probable que, si un día dejo de escribir y de traducir, siga leyendo. Fui una lectora voraz, la traducción me ha hecho una lectora más pausada y atenta; no sé cómo será la lectora en que me convertiré. Pero la que fui, la que soy y la que seré compartimos una certeza: los libros son nuestra manera fundamental de conversar con los otros y de relacionarnos con el mundo. También son mi manera esencial de relacionarme conmigo misma.

A lo largo de mi vida he leído traducciones mejores y peores, pero igual que el viento solo habla a través de las hojas de los árboles, es a través de las obras traducidas como yo he escuchado y escucho la voz de los escritores, que me hablan y se hablan unos a otros. Traduzco con la responsabilidad de lo que quedará escrito y con la certeza simultánea de la fugacidad de mi trabajo. Para que cada traducción sea mejor que la anterior ha de ser mejor asimismo cada nueva lectura. Leer con ojos nuevos es un sabio lema para este oficio, tan similar a la vida.

 

Fotografía de Eloy Muñoz

 

Nuria Barrios es escritora, traductora y doctora en Filosofía. Es autora de las novelas Todo arde, El alfabeto de los pájaros y Amores patológicos; de los
libros de relatos Ocho centímetros, El zoo sentimental y Balearia, y de los libros de poemas La luz de la dinamo, ganador del Premio Iberoamericano de Poesía
Hermanos Machado, Nostalgia de Odiseo y El hilo de agua, ganador del Premio Ateneo de Sevilla. Su último libro, el ensayo La impostora. Cuaderno de traducción
de una escritora ha ganado el Premio Málaga de Ensayo. Es la traductora al español del novelista irlandés John Banville/Benjamin Black y de la poeta estadounidense Amanda Gorman. Su última traducción es Los muertos, de James Joyce.

 

1 Comentario

  1. Gemma

    Gracias por este artículo tan interesante. Disfruté una barbaridad leyendo tu ensayo La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora. Lo he compartido y recomendado en numerosas ocasiones.