Segundo premio del IV Premio de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», Yolanda Casamayor

Lunes, 9 de enero de 2023.

En la tercera convocatoria del III Premio Complutense de Traducción universitaria «Valentín García Yebra» se presentaron veintidós candidaturas en inglés, alemán, francés, italiano, ruso, chino, sueco y coreano.

El jurado, compuesto por José Manuel Lucía Megías, Antonio Martínez Pleguezuelos, Mercedes Rodríguez Fierro, María Enguix Tercero, Carlos Fortea Gil e Isabel García Adánez, después de constatar la calidad de las traducciones presentadas y de analizarlas, así como los informes que las acompañan, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Ramon Soler Sambartolomé con el texto Mizora: Una profecía, de Mary E. Bradley Lane.
  • Segundo premio: Yolanda Casamayor, con fragmentos de Kenneth Grahame.
  • Tercer premio: Marta Bernal con un fragmento de Emma, de Jane Austen.

Fragmentos de Kenneth Grahame, traducción de Yolanda Casamayor

(Texto original)

La verdugo

Capítulo I

Era una mañana soleada y agradable de un mayo medieval, un mayo a la antigua usanza de lo más típico, y el consejo del pueblecito de Sainte Radegonde se había reunido, tal como acostumbraba a esa hora, en la pintoresca sala superior del ayuntamiento para despachar los asuntos habituales del municipio. Aunque corrían los albores del siglo XVI, los miembros del consistorio guardaban un notable parecido con aquellos que constituyeron asambleas similares en los siglos XVII, XVIII e incluso XIX, en cuanto a la ausencia general de cualquier tipo de característica, a menos que una desalentadora futilidad preponderante pudiera considerarse como tal. En realidad, todo el carácter de la estancia parecía concentrarse en la joven que se encontraba de pie ante la mesa, erguida, pero con actitud serena, frente a los miembros en general y al señor alcalde en particular; una muchacha hermosa y delicada que rondaba las dieciocho primaveras, cuya grácil y espigada figura se veía realzada con gran acierto por la discreta elegancia del luto que la cubría.

—Bueno, caballeros —decía en aquel momento el alcalde—, creo que este asuntillo está… hummm… en perfecto orden y solo restaría… hummm… repasar los hechos. Como saben, el pueblo ha sufrido recientemente la desgracia de perder a su verdugo, un caballero que, si me permiten decirlo, llevó a cabo las tareas del oficio con esmero y presteza, y procuró la más plena satisfacción a todos aquellos con los que… hummm… se relacionó. No obstante, el consejo ya ha expresado, mediante el pésame oficial, su opinión respecto a las… hummm… sorprendentes virtudes del difunto. Sin duda, también conocen el carácter hereditario del cargo, que está vinculado a una determinada familia del municipio, siempre y cuando alguno de sus integrantes esté dispuesto a aceptarlo. Tengo el acta delante y, según parece… hummm… todo está en orden. Es cierto que quizás en esta ocasión el consejo ha creído oportuno reunirse para valorar y examinar los derechos de solicitud, dado que el infortunado ejecutor ha dejado solamente una hija, esta que ahora se encuentra ante ustedes; sin embargo, me complace informarles de que Jeanne, la joven en cuestión, haciendo gala de una generosidad que solo puedo calificar como extraordinaria, nos ha ahorrado cualquier tipo de problema a este respecto al reclamar formalmente el puesto familiar, con todas sus… hummm… obligaciones, privilegios y honorarios; y su petición parece estar… hummm… del todo en orden. Por tanto, no cabe más que, dadas las circunstancias, declarar a la candidata en cuestión elegida con todas las de la ley. Ahora bien, antes de… hummm… tomar asiento, me gustaría dejarle bien claro a la… hummm… legítima demandante que, si el encomiable deseo de evitarle problemas al consejo en este asunto la ha llevado a sacar una… hummm… conclusión precipitada, tiene todo el derecho a reconsiderar su postura. En el caso de que determinara no presentar solicitud alguna, la sucesión del puesto recaería al parecer sobre su primo Enguerrand, al que todos conocen de sobra por su trabajo como abogado en los juzgados del pueblo. Si bien debo admitir que hasta ahora el joven no ha cosechado demasiados éxitos en la profesión que ha escogido, no hay ninguna razón por la cual un mal letrado no pueda convertirse en un magnífico verdugo y, en vista de la estrecha amistad (¿podría hablarse incluso de relación?) que existe entre los primos, cabe la posibilidad de que esta joven, llegado el momento, disfrute en la práctica de la sustancial remuneración derivada del cargo sin necesidad de cumplir con unas obligaciones que, para algunas muchachas, podrían resultar desagradables. Y, de este modo, aunque no sería la rosa en sí… hummm… ¡podría estar cerca de ella!

Entonces alcalde volvió a sentarse, riéndose entre dientes de la pequeña galantería, que los más instruidos del consejo procedieron a explicar en detalle a los más obtusos.

—En primer lugar, señor alcalde —dijo la joven con tranquilidad—, permítame agradecerle lo que a todas luces ha sido fruto de una impresión gentil pero mal planteada por su parte; y dispense también que le corrija acerca de los motivos que me han llevado a solicitar el puesto sobre el que, tal como ha reconocido, poseo derecho hereditario. Con respecto a mi primo, sus conjeturas relativas a los sentimientos que nos unen son enormemente exageradas y me atrevo a añadir que, conociendo el temperamento del susodicho, no se encuentra capacitado para embellecer ni dignificar un cargo de tal envergadura. Un hombre con un éxito tan mediocre en una profesión trivial y de menor exigencia difícilmente brillará en un oficio que requiere puntualidad, concentración, juicio… En definitiva, todos los atributos que conforman a un buen hombre de negocios. Pero esa no es la cuestión. El motivo por el cual reclamo lo que me corresponde, caballeros, es sencillo y confío en que razonable, de modo que espero que no se malinterprete. No quiero depender de nadie. Estoy dispuesta a trabajar y tengo capacidad para hacerlo; tan solo reivindico un derecho común a toda la humanidad: el acceso al mercado laboral. ¡Cuántas mujeres pobres y trabajadoras sin duda aprovecharían esta oportunidad que la fortuna, por azar de nacimiento, despliega ante mí! ¿Acaso debería, con una falsa deferencia hacia ese parecer tradicional que proclama lo que es adecuado y lo que no, rechazar un oficio artesanal que promete tanto satisfacción artística como una habilidad? No, caballeros; tan solo pido un salario justo por una jornada laboral justa. Pero no puedo aceptar menos ni consentir que se me prive de mis derechos… ¡ni siquiera por los restos hipotéticos de un posible favor entre primos!

Se apreciaba cierto tono de desdén en su hermosa voz de contralto mientras terminaba de hablar; el propio alcalde le lanzó una mirada de aprobación. No era un hombre adinerado y tenía una numerosa familia de hijas, de modo que los sentimientos de Jeanne le parecían del todo apropiados y loables.

—De acuerdo, caballeros —comenzó a decir con energía—, entonces lo único que hay que hacer es…

—Disculpe, señor alcalde —le interrumpió maese Robinet, el curtidor, que había permanecido sentado con una expresión pétrea al estilo de la lagartija Bill durante toda la disertación—, pero ¿se puede saber cómo va a ser la joven aquí presente el verdugo oficial de este, nuestro pueblo?

—Oiga, vecino Robinet —contestó el alcalde un tanto malhumorado—, supongo que usted tiene orejas como los demás; también conoce el contenido del acta y ya le he asegurado que está… hummm… en perfecto orden. Además, es casi la hora de comer…

—¡Es que es inaudito! —protestó el sincero Robinet—. ¡Nunca se ha hecho algo así, al menos que haya llegado a mis oídos!

—¡Vaya! —dijo el alcalde—. Supongo que para todo hay una primera vez. Los tiempos han cambiado, ¿sabe? Ahora se habla del progreso del intelecto y… hummm… de ese tipo de cosas. Hay que adaptarse a los tiempos, ¿no se da cuenta, Robinet?, ¡adaptarse!

—Bueno, yo… —comenzó a decir el curtidor.

Pero esta vez nadie escuchó su opinión acerca de la condición física o espiritual de la joven, pues el nítido contralto interrumpió sus objeciones.

—Si no hay nada más que decir, señor alcalde —observó la muchacha—, no quiero continuar abusando de su valioso tiempo. Propongo empezar a ocuparme de las tareas propias del cargo mañana por la mañana, a la hora habitual. Asumo que los honorarios se calcularán a partir de esa misma fecha y, por mi parte, efectuaré la solicitud trimestral de rigor correspondiente a las retribuciones adicionales que se acumulen durante el periodo. Como verá, estoy familiarizada con la rutina. ¡Buenos días, caballeros!

Y mientras salía de la cámara del consejo, con la pequeña cabeza bien erguida, incluso el curtidor sintió que con ella se iba gran parte del sol de mayo que aquella mañana se dignaba a cubrir de dorado sus deliberaciones.

[…]

El veintiuno de octubre

En términos de cultura general y talento, todos los niños nos encontrábamos más o menos al mismo nivel. Es verdad que siempre elegían a uno en cualquier momento, de forma inesperada y sin tener en cuenta sus preferencias, para que batallase contra las flexiones de algún estúpido idioma que había muerto merecidamente tiempo atrás; mientras que a otro, basándose en alguna supuesta tendencia artística sin ningún fundamento, podían mandarlo de buenas a primeras a practicar escalas y ejercicios y a rociar las absurdas teclas con lágrimas de cansancio o de rebelión. Sin embargo, en las disciplinas comunes a ambos sexos, consideradas necesarias incluso para aquellos cuya mayor ambición era chasquear un látigo en una pista de circo (como geografía, por ejemplo, aritmética o las agotadoras actividades de los reyes y las reinas), ninguno de nosotros se hubiese dignado a sobresalir. En realidad, independientemente de cuales fueran nuestros talentos individuales, era la obstinada determinación general de gandulear y escurrir el bulto la que en cierto modo nos mantenía a todos a un nivel tan uniforme: el de la ignorancia atenuada por la insubordinación.

Por suerte existía una amplia variedad de materias, de carácter más saludable que las mencionadas, que podíamos escoger libremente y que nos habríamos negado a considerar educación. Con ellas cada uno podía seguía su propio rumbo, alcanzando a menudo tal cantidad de conocimientos especializados que a nuestros ignorantes mayores les parecía simplemente extraordinario. Para Edward, los uniformes, pertrechos, colores y consignas de los regimientos que formaban el Ejército británico poseían un encanto especial. En cuanto a las divisas, las conocía a la perfección; estaba familiarizado con los galones, las insignias, las medallas y las estrellas; se sabía hasta los nombres de la mayoría de los coroneles al mando y podía desperdiciar horas y horas de sol tendido boca abajo en el césped, haciendo caso omiso de pájaros y bestias, escudriñando una lista del ejército hecha trizas. Mis dotes eran de una naturaleza distinta: abarcaban, a mi parecer, un espectro más amplio y flexible. Bien podían los dragones alardear con su verde Lincoln o los fusileros colocarse una faltriquera sobre los pantalones de tartán, que no iban a cosechar ningún interés o comentario por mi parte. En cambio, si buscabas información detallada acerca de la fauna del continente americano, yo era la persona indicada. Dónde se revolcaban los bisontes y con qué propósito, cómo se atrapaba a los castores y se acechaba a los pavos salvajes, el manejo del oso gris y las formas harto opresivas de la boa constrictora (en definitiva, las guaridas y las costumbres de todo cuanto escarbaba, se pavoneaba, rugía o serpenteaba entre el Atlántico y el Pacífico); estos fueron algunos de los conocimientos que adquirí en mi campo. Los demás reconocían por completo mis aptitudes. Supongamos que alguien traía a casa un libro sobre una cacería de osos y la emoción electrificaba el ambiente. Antes de nada yo tenía que decidir si el rastro se había descrito y seguido correctamente, de modo que la obra pudiera recibir plena aprobación. Podía ocurrir que un escritor se hubiese labrado un nombre en el mundo civilizado gracias a sus tramperos y al realismo de sus bosques y no le sirviese para nada. Si la composición del pemmican no era la adecuada, yo condenaba su logro y no se volvía a saber de él.

Harold apenas contaba con una edad suficiente como para poseer su propia materia especial. Tenía cierto instinto, desde luego, y aplicado a la anidación de las aves era lo más parecido a una profecía. Mientras los demás solo sospechábamos, suponíamos o insinuábamos con poca convicción en qué lugares del vecindario podía haber huevos, Harold se iba derecho al arbusto, a la rama o al agujero exacto como si llevara consigo una varilla de zahorí. Pero esa facultad se circunscribía en la categoría de los meros dones y no debía equipararse ni a la sabiduría de Edward sobre las divisas ni a la mía sobre las costumbres de los perritos de las praderas, ambas adquiridas mediante el arduo estudio y los dilatados viajes a nuestros lugares de ensueño: la Lista del ejército y las obras de Ballantyne.

[…]

Dies Iræ

Esos días inolvidables que desfilan en procesión, con la cabeza asomando entre la neblina de años muertos hace ya mucho tiempo, tienen en su mayoría los ojos bien abiertos, como el diente de león que desde el amanecer hasta el ocaso se ha bañado en la luz del sol. Sin embargo, aquí y allá entre sus filas marcha un desamparado que está ciego, al modo del cristal enturbiado de una ventana donde las gotas de lluvias torrenciales se han mezclado y escurrido, ocultando el sol y los pájaros que vuelan en círculos, los campos serenos y el histórico jardín; ciego por la salpicadura de una desgracia que no se ha comprendido ni se ha analizado, sentida solo como algo corpóreo en los efectos de sus sacudidas.

Martha fue la precursora y, aun así, en realidad no tuvo la culpa. De hecho, ahí radicaba parte del problema: no había nadie responsable a la vista a quien poder culpar y redimir. Solo una circunstancia desdichada e impalpable con la que lidiar. Habíamos acabado de desayunar, el sol nos reclamaba, imperioso como el clamor del heraldo con su trompeta; corrí hacia ella escaleras arriba con un cordón roto en la mano y allí estaba, llorando en una esquina, con la cabeza reclinada sobre el delantal. No se le pudo sonsacar nada, excepto una sucesión de afligidos sollozos que no iban a ser suficientes, que golpeaban y herían como una paliza física. Mientras tanto, el sol se impacientaba y yo quería mi cordón.

Las pesquisas en el piso de abajo revelaron la causa. Al parecer, el hermano de Martha había muerto —su hermano Billy, el marinero—; se había ahogado en uno de esos mares lejanos y desconocidos que soñábamos navegar algún día. Habíamos conocido bien a Billy y le teníamos aprecio. Si se anunciaba una próxima visita de Billy a su hermana, contábamos los días hasta la llegada. Cuando por fin se oía su alegre voz en la cocina y bajábamos entre gritos, primero le hacíamos mostrar los brazos tatuados, siempre objeto de regocijo, envidia y asombro renovados; después le pedíamos que hiciera trucos, malabares y curiosos a la par que temerarios ejercicios de gimnasia y, por último, venían las historias, que contaba una tras otra y tras otra hasta la hora de irse a dormir. Nunca hubo nadie como Billy entre los de su entorno y ahora se había ahogado, por lo que decían, y Martha estaba abatida y… y yo no conseguía otro cordón. Me dijeron que Billy ya no volvería nunca más; miré a través de la ventana en dirección al sol, que, sin falta, volvía todos los días y sus noticias no significaron nada en absoluto para mí. El dolor de Martha me afectó un poco, pero solo porque el hecho de verlo y oírlo producía en mi interior un dolor sordo y profundo imposible de localizar. Además, todavía quería mi cordón.

[…]

Una odisea de los mares

Sucedió que un día nos visitaron unas señoras que no eran en modo alguno del tipo al que estaba acostumbrado. Hasta donde pude enterarme, sufrían un agravio y consideraban al Hombre responsable de sus lamentos; a los Hombres en general y al Hombre en particular. (Aunque las palabras solo se enunciaron por vía oral, pude apreciar claramente la H mayúscula en la avinagrada pronunciación).

Por supuesto, yo no estaba presente de forma oficial, por así decirlo. Más abajo, en el submundo de las patas de las sillas, las alfombras y los enveses de los sofás, me centraba en resolver mis propios problemas de suelo mientras ellas charlaban muy por encima de mi cabeza mostrándome la misma consideración que a la pata de una silla o incluso a algo de una jerarquía inferior. Sin embargo, yo escuchaba atentamente todo el rato, con esa deferencia respetuosa que se les concede a las apreciaciones de los adultos hasta que uno adquiere cierta experiencia.

Parecía una acusación bastante grave, tal y como la planteaban. En cuestiones de delicadeza, amabilidad y adecuado reconocimiento, así como de gusto y sensibilidad estética, éramos un completo fracaso, creaciones con barba y pantalón mal ejecutadas por una naturaleza inexperta; por lo que comencé a sentir que me hundía en la alfombra de pura anemia espiritual. Pero cuando una de ellas, con un movimiento de la falda, abatió a todo un regimiento de mis valientes soldaditos de plomo y ni se disculpó ni tan siquiera se ofreció a ayudarme a revivir la línea de combate, no pude evitar pensar que su delicadeza y amabilidad hacia los demás todavía dejaban mucho que desear. Y eso mismo le dije, en un tono bastante franco.

Ese fue mi fin, desde el punto de vista social. Comportarse de forma grosera con los invitados era un pecado imperdonable y en dos segundos ya me habían ordenado que me fuera y me dirigía malhumorado a la isla de Santa Elena del cuarto de juegos.

[…]

 

Yolanda Casamayor (Santa Coloma de Gramenet, 1981) es licenciada en Traducción e Interpretación por la Universitat Autònoma de Barcelona. Completó sus estudios con un máster en Traducción Científico-Técnica y, más recientemente, con un posgrado en Traducción Literaria, ambos cursados en la Universitat Pompeu Fabra. Se dedica en exclusiva a la traducción desde 2007 y, aunque su trabajo ha estado vinculado sobre todo a la rama científico-técnica, por sus teclas han pasado todo tipo de textos y material audiovisual, que traduce de inglés y portugués a castellano y catalán. En el ámbito de la traducción literaria, ha traducido y corregido profesionalmente obras teatrales y dedicó su trabajo de posgrado al análisis y la traducción de dos relatos de Ursula K. Le Guin. Su intención es abrirse camino en el mundo de la traducción editorial.