Traducción y prensa cultural: la invisibilidad del traductor en la crítica de traducción. Arturo Vázquez Barrón (y II)

Viernes, 18 de noviembre de 2022.

Publicamos aquí la segunda parte del artículo de Arturo Vázquez Barrón. La primera parte se puede leer aquí.

 

III

Pero la realidad nos rebasa. El crítico literario considera, y lo hace sentir con fuerza, que lo único importante es que el texto traducido esté escrito en «buen español». Marcial Fernández, escritor y editor mexicano, publicó en Milenio Diario hace ya algunos ayeres una implacable y por demás ingenua reseña en la que denuncia la traducción al español que Rafael Carpintero hizo de Nieve, la obra del premio Nobel 2006, el turco Orhan Pamuk.[1] Recupero este antiguo caso por el valor ilustrativo que tiene, aunque hay que insistir en que abundan en la actualidad los ejemplos parecidos.[2] Es implacable por el tono de superioridad, moral e intelectual, con que señala las «imperfecciones» de la traducción, e ingenua porque adopta un tono regañón, muy parecido al de nuestros antiguos manuales de redacción, cuya finalidad última era que la gente aprendiera a «escribir bien». Esta reseña ilustra de manera puntual la crítica más común, la que se practica desde la perspectiva «autorizada» del corrector de estilo, y que funciona a partir de un sistema de binomios absolutamente convencionales: bien escrito/mal escrito; bien dicho/mal dicho; elegante/cacofónico, fluido/torpe, etcétera. Veamos lo que dice el crítico Fernández en torno a que los primeros enunciados de la traducción desconciertan. Primero cita a Carpintero: «El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve».

Y luego suelta la sentencia:

En apenas cuatro líneas hay tres cacofonías, palabras de más, duplicidad y repetición de verbos que se podrían evitar con facilidad y, con ello, darle a esa proposición la fluidez necesaria para una lectura sin contratiempos. […] Los verbos «pensaba» y «estaba», copretéritos y cacofónicos por su terminación «aba», se arreglan con escribir el primero en pasado: «pensó». […] El adverbio «inmediatamente» es prescindible, e incluso, cuando se le borra, la idea que se quiere apuntalar gana en fuerza expresiva. […] Tampoco es necesaria la duplicidad «habría llamado», con «llamaría» es más que suficiente y mata la cacofonía en «ado», por lo que en la nueva traducción, la de un español incierto a un español legible y rítmico [todos los subrayados son míos], solo queda por resolver la cacofonía «llamaría» y «sentía».

Es decir, llama «nueva traducción» a los arreglos de redacción que propone para que nuestra buena lengua no sufra, acosada por la «mala redacción» del traductor. Y prosigue:

Tales cacofonías, duplicidades y triplicidades innecesarias de verbos, repeticiones de un mismo verbo para acciones distintas —que lo único que denotan es pobreza de lenguaje— se extiende a lo largo de la obra, así como una extraña puntuación y una todavía más extraña esquizofrenia en la voz gramatical, [lo que] da por resultado que dicha voz múltiple acabe por ser un estorbo para una lectura placentera. […] La redacción, de igual manera, abusa del «ya»: «…los caminos ya cerrados», «…el pijama ya puesto», etcétera, cuando ese adverbio no tiene otra cualidad que ser paja, una mancha en el texto que las más de las veces le resta fuerza a la idea que se busca decir.

La connotación moralizante de las adjetivaciones de Fernández es obvia, y la palabra «mancha» no deja de ser ilustrativa. Casi podemos imaginar al crítico Fernández elevar la mirada al cielo y exclamar: «Hay traducciones que cruzan el pantano y no se manchan. Mi traducción es de esas». Por lo demás, resulta ilustrativo observar la enorme cantidad de creencias petrificadas que salen a flote en este tipo de acusaciones: «pobreza de lenguaje», «extraña puntuación», «estorbo para una lectura placentera», etcétera. Queda clarísimo que Fernández no se las está aplicando al Nobel Pamuk sino al inepto traductor Carpintero, que no atina a conectar dos palabras en español sin producir catástrofes. Para confirmar esta pureza de lenguaje «necesaria» en toda traducción, Fernández nos explica que en inglés el adjetivo se coloca antes del sustantivo, y que por esa razón la traducción de Carpintero parece más una «transcripción literal del inglés al español, [que] del turco al español», y da un ejemplo, según él, contundente: «…las nevadas calles de Kars», cuando en español debería decir «…las calles nevadas de Kars». A pesar de su contundencia, podemos especular que el crítico no habla ni media palabra de turco, por lo que queda un misterio, ese sí, muy difícil de resolver: ¿de dónde saca las agallas para aseverar con tal frescura semejantes barbaridades?

Sé muy bien que este ejemplo es un exceso en sí mismo. Pero decidí retomarlo porque pone de manifiesto la gravedad del asunto. Por una parte, no hay ninguna alusión convincente a la lengua turca ni a la cultura en la que está enclavada la obra original, y por la otra, nada tampoco que nos hable de las características de Pamuk como escritor, o de su estilo y sus formas expresivas particulares. Tampoco asoma la menor alusión a si el traductor es un buen conocedor de la lengua y la cultura turcas, o si tiene en su haber otros libros traducidos de este autor, o si por lo menos está familiarizado con él. Tampoco aparece por ninguna parte la conexión entre original y traducción, es decir, la condición sine qua non que podría llevarnos a comprender las razones de una eventual «puntuación extraña» o de una «todavía más extraña esquizofrenia en la voz gramatical». El resultado es que no habrá quien, después de leer esta reseña, tenga ganas de leer las traducciones de Rafael Carpintero y, si nos ponemos optimistas, tal vez las de nadie más.

Así las cosas, la crítica de traducción, tal como la leemos actualmente en los espacios de la prensa cultural, tiene por delante grandes trechos por recorrer para dejar de excluir al principal responsable de su objeto de análisis: o bien nos condena a pasar frente a todos sin que nadie se entere de que existimos y la traducción queda reducida a una especie de nuevo original de sospechoso origen metafísico, o bien nos aniquila blandiendo manuales de buena conducta redaccional, de los que se usan para redactar «textos elegantes». Las diversas formas en que se ha venido pensando y construyendo la crítica de traducción, las escuelas, las corrientes, los marcos teóricos, todo queda excluido. La situación es grave, si pensamos en los miles de lectores de traducciones que solo disponen de este tipo de reseñas para orientar sus lecturas y, lo que es más grave aún, si pensamos en que el sector editorial, principal revisor-censor de la literatura traducida, la mayor parte del tiempo echa mano (y sin darnos derecho a apelar) de estos mismos criterios bipolares cuando se trata de evaluar traducciones que está en sus manos publicar.

Detalle de «Naturaleza muerta con libros y un reloj de arena» (c. 1630-1640), artista español anónimo, Gemäldegalerie, Berlín.

 

IV

Termino con una propuesta que valdría la pena empezar muy pronto a discutir: la crítica de traducción, sin importar cuál sea su enfoque traductológico o su metodología, debe formar parte del diseño curricular de los programas de formación de traductores, sobre todo los de especialización y posgrado. En cualquier plan de estudios de letras modernas, por ejemplo, la crítica literaria es algo que desde hace mucho se da por sentado y a nadie sorprende que tenga un lugar muy bien establecido en las disciplinas de la estética y en una lógica académica que entiende la literatura (de originales) como digna de iluminarse con sus propios paradigmas críticos. De ahí que la formación, el entrenamiento y la especialización de críticos de traducción resulten ya inaplazables. Si bien es necesario que en el ámbito profesional se abran espacios de reflexión y discusión en torno a la práctica de la crítica de traducción, también se requiere empezar a formar especialistas capacitados para ejercerla. Un crítico literario tiene gran sensibilidad y un sentido estético muy desarrollado para juzgar las cualidades y los defectos de una obra, pero eso no le alcanza para desarrollar las competencias que exigen el análisis y la apreciación de una traducción. Sobre todo si su intención última es ayudar a entender los porqués de esa traducción. Y nosotros, traductores, por el simple hecho de serlo, tampoco las reunimos. Habrá que apostarle fuerte a que la crítica de traducción empiece a practicarse, ya es hora, desde una perspectiva profesional seria y de calidad.

 

Notas

[1] «Un Nobel que parece novel», Milenio Diario, México, 31 de octubre de 2006.

[2] Vale la pena leer el intercambio que tuvieron crítico y traductor respecto de esta crítica. Remito al artículo en el que el mismo Rafael Carpintero habla al respecto. Lo publicó en su blog El Carpintero Traductor: https://rafaelcarpinterotraductor.wordpress.com/2011/04/19/nievekar/

 

Arturo Vázquez Barrón (Ciudad de México, 7 de agosto de 1956). Traductor literario (francés/inglés > español) egresado del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores (ISIT, 1982) y del Programa para la Formación de Traductores (PFT) de El Colegio de México (1988). Traductor independiente dedicado a la formación de traductores literarios de 1984 a la fecha, y desde 1990 investigador en traductología y en técnicas didácticas aplicadas a la enseñanza de la traducción literaria del francés al español. Ha impartido talleres de traducción literaria, seminarios de traductología y de crítica de traducción en el Instituto Francés de América Latina (IFAL), en el Instituto Superior de Intérpretes y Traductores (ISIT), en la Maestría en Didáctica de la Universidad Veracruzana, en El Colegio de México, así como en diversas instituciones extranjeras. En mayo de 2016 el Gobierno de la República Francesa lo inviste con el grado de Caballero en la categoría de las Palmas Académicas por sus 38 años de trayectoria como formador de traductores literarios y sus aportaciones a la promoción de la cultura y la literatura francesas. En octubre de 2016 funda la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli), de la que es presidente para el periodo 2017-2023. En 2019 recibe el Premio Italia Morayta en la categoría de Trayectoria en Traducción. Como traductor literario independiente, traduce para diversas casas editoriales y publicaciones periódicas. Ha traducido y publicado, entre otros, a Roland Barthes, Albert Camus, Aimé Césaire, Jean Cocteau, Claude-Louis Combet, Jean Echenoz, Safaa Fathy, Jean Genet, Marcel Jouhandeau, Koulsy Lamko, Pierre Michon, Bernard Noël, Antoine de Saint-Exupéry, Annie Saumont, Michel Tournier y Marguerite Yourcenar.