Texto ganador del IV Premio de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», Ramon Soler Sambartolomé

Lunes, 10 de octubre de 2022.

En la tercera convocatoria del III Premio Complutense de Traducción universitaria «Valentín García Yebra» se presentaron veintidós candidaturas en inglés, alemán, francés, italiano, ruso, chino, sueco y coreano.

El jurado, compuesto por José Manuel Lucía Megías, Antonio Martínez Pleguezuelos, Mercedes Rodríguez Fierro, María Enguix Tercero,  Carlos Fortea Gil e Isabel García Adánez, después de constatar la calidad de las traducciones presentadas y de analizar las mismas y los informes que las acompañan, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Ramon Soler Sambartolomé con el texto Mizora: Una profecía, de Mary E. Bradley Lane.
  • Segundo premio: Yolanda Casamayor, con fragmentos de Kenneth Grahame.
  • Tercer premio: Marta Bernal con un fragmento de Emma, de Jane Austen.

Mizora: Una profecía. Un manuscrito hallado entre los documentos privados de la princesa Vera Zarovitch. Fiel y verdadero testimonio de su paso por el interior de la Tierra, en que se refieren al detalle el país y sus habitantes, sus tradiciones, sus costumbres y su forma degobierno, de Mary E. Bradley Lane. Traducción de Ramon Soler Bartolomé

(Texto original)

III

Por eso he sido tan explícita en detallar las circunstancias de mi llegada a la tierra de Mizora o, lo que es lo mismo, al interior de la Tierra, no sea que algún incrédulo se atreva a dudar de la veracidad del relato.

Pues sin duda algo de extraordinario tiene que una mujer se haya visto envuelta, por pura casualidad y sin intención o deseo ninguno de hacerlo, en el descubrimiento de una tierra que los exploradores y los científicos han pasado años buscando en vano. Pero así se habían presentado las cosas y, en señal de benevolencia, me he esmerado porque el mundo en general y la ciencia en particular saquen el máximo provecho de este accidente mío, de modo que he tenido a bien ir anotando observaciones del país, del clima y de sus bienes, y muy en especial de sus gentes.

Tropecé con la mayor dificultad a la hora de aprender el idioma. Yo apenas era capaz de imitar la entonación tan melodiosa con la que hablaban, acostumbrada como estaba al tosco acento del norte. Así pues, hubieron de transcurrir unos cuantos meses hasta que al fin superé dicho problema lo suficiente como para hacerme entender o, al menos, como para mantener una conversación sin sentir pudor. La manera en la que se formaba aquella lengua era simple y tampoco resultaba muy complicada de entender, por lo que al poco tiempo yo ya leía con soltura y me deleitaba escuchando el idioma. Mas antes de llegar a tal punto pasé meses entremezclándome con sus gentes, tiempo durante el que di oídos a unas conversaciones de melodiosas jerigonzas en las que me era imposible participar y de las que no comprendía absolutamente nada. Todo lo que descubrí sobre sus habitantes en ese periodo fue a través de la observación. Por ello no tardé en deducir que no me encontraba en un seminario —en nuestro sentido de la palabra—, sino en un instituto superior de Ciencias Experimentales. Las muchachas de allí —pues yo había supuesto que eran chicas— resultaron ser en realidad mujeres y madres, y ya habían cumplido una edad que sin duda en nuestro caso se asociaría con la decrepitud, las arrugas y la imbecilidad. Todas ellas se dedicaban a la Química Aplicada y su trabajo consistía en fabricar comida a partir de los elementos. No me extraña que todavía gozasen de la salud y la agilidad propias de la eterna juventud, si la tierra y las impurezas que se esconden en nuestra comida eran algo inaudito en la suya.

También averigüé que, en el caso de necesitar lluvia, la obtenían artificialmente lanzando enormes descargas eléctricas al cielo. Descubrí que no criaban ganado y que tampoco usaban animales de ningún tipo, ni para alimentarse ni para cualquier otra labor. Aprecié una tendencia general al deporte al aire libre y creo que el objetivo que perseguían era desarrollar la máxima capacidad, tanto pulmonar como muscular. La cantidad de aire que una mizoriense era capaz de aspirar suponía toda una proeza. Lo hacían llamar su «estimulante mental», y aseguraban que después de tal ejercicio se les afinaban considerablemente las facultades. De donde yo vengo, lo normal es despertar o estimular la mente con una buena taza de café bien cargado u otra bebida igualmente agradable al paladar…

Pero lo que me pareció desproporcionado para unas gentes de gustos tan refinados como los suyos fue el tamaño de las cinturas de aquellas muchachas. De todas las que medí, ni una sola bajaba de los setenta y seis centímetros de contorno, y ya bastante raro era encontrarse con una tan fina. Antes, yo pensaba que una cinturita de avispa le sumaba hermosura al aliño femenino… ¡Ay, si alguien les enseñase a conseguir esa figura! Pero viví allí tanto tiempo que, al final, una cinturilla así me acabó pareciendo una deformidad repugnante. Para ellas, unas caderas anchas eran el auténtico signo de belleza, pues así se aseguraban una mayor capacidad pulmonar, y si ellas se desvivían por algo era por el tamaño y la salud de sus pulmones. Incluso llegué a ver cómo una, que no pasaría del metro cincuenta, esbozaba una sonrisa de orgullo cuando hubo inspirado más de tres litros y medio de aire. Y yo, que medía uno sesenta y cinco, a duras penas lograba llenarlos con poco más de tres. En mi país se me había tachado de extraordinariamente membruda y, comparándome con las demás, supe que tenía un torso mucho más ancho y fornido que el de una mujer promedio.

Aunque dejando de lado todo aquello, todavía me sorprendió más que en esa tierra los hombres brillaran por su ausencia. Me paseé por el imponente edificio sin traba ni vigilancia alguna. Las puertas no tenían ni un solo cerrojo ni un solo pestillo. Allí tenía por costumbre visitar una galería inmensa decorada con retratos y esculturas de mujeres; mujeres bellísimas y de apariencia honorable. Todas mujeres. Que fuesen rubias, un hecho sin duda bastante peculiar, no me impresionó tanto. El ir y venir de desconocidas era constante y, aun así, de entre todos aquellos rostros nunca asomó el de un varón.

En mi país me habían acostumbrado a contemplar al hombre como una necesidad vital. Ocupaba todos los gabinetes de gobierno y era también quien hacía y deshacía en la vida doméstica. Me parecía imposible, así pues, que un país entero o un gobierno pudiesen salir a flote sin el consejo o el socorro masculinos. Pero el corazón de cualquier hombre hubiese anhelado un lugar así, por muy insensible que el susodicho en cuestión fuese hacia la belleza y el encanto femeninos. Las riquezas abundaban aquí y allá. Hasta el más quisquilloso estaría satisfecho con el clima. No había palabras para describir las frutas de los vergeles y de los huertos. El pan procedía del laboratorio y no del sudor que exigía el campo. Allí no sabían lo que era el esfuerzo; nuestro esfuerzo, un esfuerzo mundano, humillante y agotador. La Ciencia era la maga que había acabado con todo aquello. La Ciencia, algo que a nuestras cortas entendederas les resultaba tan formidable y solemne, les había sido favorable a estos seres rubicundos y les había concedido la llave que abría los secretos mejor guardados de la naturaleza. La buena apostura de estas mujeres me resulta algo imposible de retratar. Ni siquiera en la más noble de sus artes los griegos estuvieron a la altura, pues aquella belleza residía también en su inteligencia, tanto que no existía ningún arte que lograse captarles la esencia. Y todavía engalanaban sus encantos con exquisitos atuendos, a menudo elegantes sobremanera. Las gemas que lucían emanaban un lustre cegador. La más singular era de un color rosado muy pálido, translúcida como las aguas cristalinas y más resplandeciente que un diamante pulido. Solo un coro celestial hubiese igualado sus voces tan armoniosas. Ninguna dríade había deambulado nunca por los frondosos senderos del bosque con la gracia de la que hacían gala al moverse. Y todo aquello se quedaba entre miradas femeninas; unas miradas preciosas y llenas de encanto, eso sí.

De entre las mujeres que conocí durante mi estancia en Mizora —quince años en total—, jamás distinguí un rostro avieso ni un cuerpo poco agraciado. Y, aunque en mi tierra no habían faltado alabanzas en pro mi faz y figura, yo me sentía tosca y contrahecha al lado de la gracia y la perfecta simetría de estas encantadoras criaturas. El principal atractivo emanaba de sus gestos. Y era el fuego divino del Pensamiento lo que les alumbraba todos y cada uno de los rasgos, sobre los cuales hubiésemos pensado, al contemplar la Venus de Cnido, que eran todo lo que le faltaba a aquella escultura de mármol sin parangón. Las emociones les surcaban las facciones al igual que las ondas se forman sobre el agua de un arroyo y tenían los ojos como dos límpidos pozos de ternura, en donde hasta el más mínimo impulso de su naturaleza traslucía sin reservas.

«A los hombres esto les parecería un paraíso», pensé para mis adentros. Y, de igual modo, me pregunté: «¿Por qué no hay ninguno que sea el dueño y señor de todo esto?».

En mi mundo, al hombre se le consideraba —o él mismo se había hecho considerar— un ser superior. Se había autoproclamado Gobierno, Ley, Juez, Jurado y Verdugo. Era quien administraba las recompensas y las condenas, según dictasen su conciencia o su juicio. Era activo y beligerante siempre que se tratase de conseguir y atesorar todo lo bueno para sí. Era indispensable. Y, sin embargo, allí se erguía una nación de mujeres justas, sumamente justas, que se las arreglaba perfectamente sin los hombres y que cultivaba las artes y las ciencias mucho más allá del límite imaginado del conocimiento y el talento humanos.

En lo sucesivo detallaré algunos de sus más notables avances.

Así, me es imposible describir la sensación que me iba invadiendo a medida que pasaban los meses y veía cómo las ocupaciones activas de una sociedad tan próspera se desarrollaban tranquilamente, sin ningún tipo de complicación, en ausencia de la inteligencia y la sabiduría masculinas. Aparte de mis preguntas por desconocimiento del idioma, la singular falta de varones comenzó a torturarme la imaginación, de lo misteriosa que me resultaba. E incluso con mayor razón aún después de visitar un pueblo bastante alejado, donde solo había escuelas y facultades para las jóvenes del país. Fue entonces cuando me encontré con un tropel de criaturas… También todas niñas. Por eso no es de extrañar que la primera pregunta que hice fuese: «¿Y los hombres?».

IV

Me enviaron al Instituto Nacional para que así avanzase en el estudio de la lengua. Sin duda fue el favor más grande que me hubiesen podido conceder, ya que gracias a ello se abrió ante mí un campo del saber vastísimo. El sistema educativo de Mizora era un tanto peculiar y, como constituía el principal interés del país, me detendré a describirlo antes de proseguir con el relato…

Todas las instituciones educativas eran públicas, así como los libros y otros enseres. El Estado era la madre caritativa que todo lo procuraba y que, a cambio, no les pedía a sus hijas más que tiempo y dedicación. A las alumnas se les exigía un nivel de excelencia que en mi opinión era alto en demasía y, una vez alcanzado, cada cual escogía la ciencia o la ocupación con que más diestra se sintiese, pues a ella debía entonces consagrar su vida.

Los honorarios que las profesoras ganaban eran mucho mayores que los de cualquier otro cargo público. El de la directora del Instituto Nacional, por ejemplo, superaba al de cualquier miembro de la realeza que yo hubiese escuchado; pero, como la educación era de fundamental interés en Mizora, no me fascinó siquiera. Deseaban asegurar los grandes talentos para fines educativos, cosa que no hubiese podido ser de otro modo, ya que eran las mujeres de dicha posición las que gozaban de tales honores y emolumentos. Ser docente en Mizora significaba convertirse, así pues, en alguien de suma importancia. Eran como nuestra aristocracia.

Cada estado disponía de un instituto gratuito cubierto con fondos públicos, en donde, a su vez, cada departamento de Ciencia, Arte o Mecánica contaba con las instalaciones necesarias para llevar rigurosamente a cabo tal o cual instrucción. Todos los costos de una alumna —inclusive la pensión completa, el vestuario y las expensas de viaje que se requiriesen— corrían a cargo del Estado. Permítaseme recalcar que quien poseía y controlaba las vías férreas en su totalidad era la administración pública, por lo que el precio de los viajes venía aprobado por ley y no variaba de una zona a otra del país.

El Instituto Nacional en que ingresé pertenecía también al Estado. Allí se enseñaban los mayores logros por lo que a artes y ciencias se refiere, así como también las otras industrias de Mizora. Allí estaba la nata y flor de la educación. Allí la científica, la filósofa y la inventora tenían a su disposición los medios y los aparejos que sus estudios e investigaciones requiriesen. Allí la artista y la escultora concebían sus obras más exquisitas, y a menudo tenían acceso a estudios propios. Las directoras, las profesoras adjuntas y las demás docentes se elegían por votación. Los institutos de un estado no tenían costo alguno para las alumnas de otros estados que deseasen estudiar allí, pues Mizora se asemejaba a una gran familia. Y, así, tenían claro que era responsabilidad de cada ciudadana ofrecer todo el respaldo y la ayuda posibles para que el resto adquiriese ilustración, conscientes de que los beneficios obtenidos repercutirían directamente tanto en ellas mismas como en el bien común. El Instituto Nacional tenía las puertas abiertas para quien quisiese entrar sin importar su edad, con la sola condición de haber pasado por una formación previa antes de acceder a una esfera intelectual tan elevada. Todas las bondades estaban a disposición de todo el mundo, para que cualquiera pudiese acercarse y beber de la fuente pública, donde la copa resultaba apetecible y el agua dulce. «Pues la educación —me explicó una de las profesoras de mayor rango—, es la base de nuestra elevación moral, de nuestro gobierno, de nuestra felicidad. Si aflojamos las riendas de nuestro tesón, si restringimos los medios y los incentivos que conducen a la educación, seremos nosotras mismas quienes nos aflojemos y acabemos sumidas en la ignorancia, en la corrupción moral. Somos conscientes de la importancia de la educación pública. Con frecuencia a las mentes más privilegiadas les cuesta germinar, y no demuestran tener ninguna aptitud especial durante las primeras etapas de su enseñanza. Por eso suelen marcharse sin haber sobresalido y, cuando el tiempo les comienza a despertar las inquietudes del intelecto, simplemente han de escribir una solicitud para entrar en una facultad, aprobar un examen y que las admitan. En caso de no estar preparadas, pueden regresar a la escuela. Aquí entendemos la ennoblecedora influencia de la educación universal en el sentido más amplio de la palabra; cuanto más elevada sea la cultura de un pueblo, más seguros serán su gobierno y su felicidad. Una nación próspera es siempre una nación bien educada… Y cuanto más gratuita sea dicha enseñanza, todavía más rico se volverá el país en cuestión».

La directora del Instituto Nacional era la científica más influyente del país. La glorificaban por su posición, mucho más de lo que la hubiesen podido glorificar por su fortuna. De hecho, aunque se aceptaba que la riqueza tenía una serie de ventajas, lo cierto es que la gente le tenía menos estima que a otras cosas. Nunca escuché que hablasen bien de alguien en referencia a si era «acaudalada», pues siempre se decía: «Es toda una erudita, o una mecánica, o una artista, o una profesional de la música. O una experta de la floricultura, o de las labores domésticas. O una química de primera categoría». Pero nunca un «Es riquísima».

La idea de que el gobierno asumiese la responsabilidad de la enseñanza como una madre que asegura el interés de sus hijas era algo que me cogía de nuevas y, aun así —me sinceré conmigo misma—, era un sistema que podría resultar beneficioso para otros países aparte de Mizora. En aquel mundo del que yo había emigrado tan misteriosamente, la enseñanza era un privilegio exclusivo de los ricos y, por muy avanzado que estuviese, ningún país contaba con un sistema realmente accesible para todos. Las instituciones benéficas eran limitadas y acababan beneficiando solo a unos pocos. Cuando se me ocurrió la misión que podría llevar a cabo, me dio un vuelco el corazón del entusiasmo. Y entonces concluí que los filósofos de mi mundo no alcanzaban a ser más que niños todavía verdes, si se les comparaba con aquellas mujeres. Personas que aún avanzaban guiándose por los surcos que, con su incultura e intolerancia, los tiempos pasados habían arado y consignado para la posteridad, de manera que sería menester armarse de valor, resolución y mucha más elocuencia de la que yo tenía para disuadirles de continuar por aquel camino trillado. Que se te considerase de la clase privilegiada era una característica activa de la naturaleza humana. Y luego la riqueza, así como la poderosa influencia que las organizaciones de la sociedad y los gobiernos ejercían sobre la gente, hacía que fuese algo hereditario. Mas en aquel país nada se heredaba, salvo la felicidad y la prosperidad de sus gentes.

No me cogió por sorpresa que la astronomía fuese una ciencia desconocida en Mizora, pues ni el Sol ni la Luna, ni tampoco las estrellas, se veían desde allí. Así, la luna que brillaba y traía sueños nunca fue la musa que inspiró un verso, y lo mismo con los debates científicos sobre la formación de los anillos de Saturno o sobre las manchas solares. Sabían que habitaban una esfera hueca, delimitada por impasibles océanos tanto por el norte como por el sur. La luz era para ellas una propiedad de la atmósfera. Unas luces en forma de espirales y bandas serpenteantes brotaban de un círculo de vapores abrasador en la parte norte, y algo similar ocurría en el sur.

La clase de geografía a la que asistía hubiese dejado sin palabras a cualquier estudiante de fuera de Mizora. Les enseñaban que había una potente corriente eléctrica en las capas más exteriores de la atmósfera que era la causante de su calor atmosférico y de su luz, así como también del paso de las estaciones. A mi entender, estas últimas coincidían con las del Polo Ártico, por una razón en particular. La luz solar del verano en el Ártico se refleja en la atmósfera e irradia esas gentiles luces, áureas y brillantes, que cuelgan como un velo de encanto sobre la tierra de Mizora. Un fenómeno que tiene lugar durante seis de los doce meses del año, a los que siguen otros seis en que la cambiante iridiscencia de las auroras boreales es la protagonista.

Y como tal festival daba comienzo y alcanzaba su máximo fulgor en lo que calculé que era el confín del polo, yo creía que las auroras eran fruto del choque de esas dos grandes corrientes eléctricas de la Tierra, la de la superficie y la que conocían las habitantes de Mizora. El calor que emanaba de tal encuentro es, sin duda alguna, la causa del mar polar abierto. Y como el lugar en que colisionan se encuentra por debajo de su campo de visión, los habitantes de las regiones polares solamente vislumbran el reflejo de las auroras, de modo que únicamente las mizorienses han conocido dichas luces —imponentes, cegadoras y de una belleza indescriptible— en todo su esplendor.

 

Ramon Soler Sambartolomé (l’Olleria, 1999) es graduado en Traducción e Interpretación por la Universitat Jaume I y, desde entonces, ha vivido enamorado del mundo editorial. Nunca quiere dejar de leer, le apasionan los idiomas —como el rumano, por ejemplo, una lengua que lleva ya más de dos años intentando aprender— y viajar por el mundo, así en general. Aunque se confiesa adicto a las novelas de fantasía y ciencia ficción, los poemas son su gran debilidad, sobre todo aquellos que le permiten mirar al mundo con unos ojos nuevos.