El fuego de la obstinación sigue ardiendo, Paul Ingendaay

Viernes, 9 de septiembre de 2022.

Con motivo de la entrega, el pasado 21 de junio de 2022, del Premio Straelen de Traducción a Adan Kovacsics, en VASOS COMUNICANTES, en colaboración con el Colegio de Traductores de Straelen, publicamos la versión en español de los textos laudatorios del jurado, así como el discurso de agradecimiento del premiado que formaron parte de dicho acto.

 

EL FUEGO DE LA OBSTINACIÓN SIGUE ARDIENDO

Comentarios al oficio de la traducción en la era de la aceleración digital

Dr. Paul Ingendaay

Hablar de traducción implica siempre hablar también de lo desconocido, de las lagunas de la lengua y del conocimiento, de los límites de nuestra comprensión y, en ocasiones, de nuestra estupidez. Disculpen la palabra. Tras muchos años en el extranjero, me he acostumbrado a enfrentarme a mi propia estupidez con indulgencia. Conozco mis límites, como conozco la tierra de nadie que hay al otro lado, un territorio que examino a través de prismáticos.

Sin embargo, patrullar mis fronteras y limitarme a montar guardia me resultaría aburrido. En lugar de eso, de vez en cuando me aventuro a hacer alguna incursión y me arrastro por debajo de las vallas para internarme en ese terreno desconocido. Aun así, si deseo llegar más allá, necesito a un explorador. Esos exploradores son nuestros traductores y traductoras. Y cuando digo «explorador», me refiero a que sin ellos no seríamos capaces de avanzar.

Toda mi vida como lector sería impensable sin esas personas que me traen noticias de un extranjero lingüístico del que yo solo, abandonado a mi suerte, apenas podría conocer más que sus límites exteriores.

El muy apreciado aunque, por desgracia, ya desaparecido Dieter E. Zimmer le puso el siguiente título a uno de sus ensayos: Die einstweilige Unentbehrlichkeit des Humantranslators («La transitoria imprescindibilidad del traductor humano»). En él, Zimmer se refería a los representantes de esta especie con esa curiosa denominación, «traductor humano», para distinguirlos de la máquina que pronto, o eso pensaban algunos, se haría cargo de las ocupaciones humanas. Según ellos, los ordenadores determinarían el curso de la industria, aprenderían cada vez más y… ¡traducirían textos literarios! Por supuesto, Zimmer tenía razón al explicar por qué una máquina jamás será capaz de tomar las decisiones necesarias para que un mero producto mecanizado se convierta en una traducción buena y llena de matices.

No obstante, también acertó al decir que esa «electrificación de la lengua», tal como la denominó él hace treinta años, pondría toda nuestra vida del revés. Y el único motivo por el que no nos extrañamos más es que esos cambios radicales se han producido en pequeños pasos, de manera que hemos ido acostumbrándonos poco a poco a esa gigantesca transformación. Todos ustedes saben que algunos fármacos deben «retirarse paulatinamente». Bueno, pues este fármaco se ha «introducido paulatinamente». Lo hemos introducido nosotros mismos, todos nosotros.

Fármaco no es la palabra adecuada, desde luego. Lo que se ha introducido de manera gradual son unas nuevas circunstancias, una nueva realidad económica que llamamos «globalización», nuevos métodos de comunicación. Poco a poco se ha introducido una velocidad de vértigo, si es que la velocidad puede hacer nada poco a poco. También se han introducido de manera progresiva nuevos modales, y con ellos una buena dosis de impertinencia y costumbres bastante reprobables: la nueva etiqueta y la manipulación del mundo digital son capaces de derrocar regímenes y amenazar el funcionamiento de Estados democráticos. Se ha introducido una nueva vida, en especial para quienes trabajan con la lengua, para quienes leen, compran, venden, recomiendan, reseñan, comentan literatura. ¡Y para quienes la escriben! Con lo que también se han introducido nuevas circunstancias para todos aquellos que traducen literatura.

Y sin embargo, el trabajo mismo no ha incorporado una nueva velocidad. El conocimiento necesario para ser capaz de traducir debe adquirirse todavía por medios no digitales; un cerebro no digital sopesa cada frase, el cuidado ante cada palabra continúa siendo el mismo.

Paul Ingendaay. Kunststiftung NRW © Markus J. Feger

¿Me permiten un par de líneas de crítica cultural? Mientras que la crítica literaria ha perdido importancia, la consideración pública del oficio del traductor ha aumentado. Mientras que el conocimiento experto de los catadores literarios a quienes recurrían los periódicos y las radios culturales se busca cada vez menos, el gremio de los traductores ha conquistado algunos derechos en su lucha por la visibilidad. ¿Basta con eso? Probablemente no. ¿Reciben por lo menos una remuneración suficiente, entonces? No me hagan reír.

Al amparo de estas mejoras, que con el paso de las décadas también nos han traído el Colegio Europeo de Traductores de Straelen, importantes galardones como el que nos reúne hoy aquí, o la nada despreciable circunstancia de que traductores y traductoras aparezcan a veces con su propio currículum en los textos de solapa de esos libros en los que han trabajado durante meses… Al amparo de esta evolución verdaderamente positiva, pues, las fuerzas del mercado han marginalizado el debate público sobre literatura: disponemos de menos espacio para reseñas literarias, de modo que también para la crítica de traducciones; de menos espacio para una conversación profunda sobre el valor de las obras literarias; de menos tiempo para la lectura, para el recogimiento, para el silencio.

El plebiscito digital, el blog de turno o el canal de YouTube de un famoso cualquiera pueden vender libros más deprisa y con mayor influencia de lo que el veredicto de la crítica literaria consiguió jamás.

Damas y caballeros, no les está hablando ningún crítico literario que llore por la pérdida de su monopolio exegético. Para empezar, porque no me considero crítico literario, sino lector, a veces autor, y siempre partícipe entusiasta desconocedor de la objetividad. También porque ese monopolio exegético de cierta casta del negocio cultural me es indiferente. Ya pueden cacarear todo lo que quieran sobre qué libros consideran más importantes y cuáles recomiendan comprar. La industria del libro —el «mercado»— no es más que la parte cuantificable del asunto que me ocupa.

La otra parte solo puede bosquejarse, insinuarse. La otra parte empieza con la obstinación. Con la mirada individual. Con una obsesión que no es mensurable pero tiene consecuencias. Y aquí estoy hablando ya de nuestro premiado, Adan Kovacsics, cuyo trabajo Olga García y Belén Santana ensalzarán enseguida para todos ustedes.

La otra parte, decía, consiste en la pasión del individuo, que consigue convencer y arrastrar a otros mediante su trabajo porque no puede evitar verse convencido y arrastrado él mismo. La pasión del que, por ejemplo, dice: «Quiero que los lectores españoles sepan cómo interpretó Hans Georg Gadamer la lírica de Paul Celan», y que por eso traduce esos textos tan complicados. Del que, por ejemplo, considera que los lectores españoles deberían saber, gracias a minuciosas notas al pie, cómo fue el exilio parisino de Heinrich Heine.

La otra parte es ese fuego que por sí solo arde con tal intensidad que otros se acercan a añadir más leña. También ustedes, estimados representantes de la Fundación para las Artes NRW, querido Colegio Europeo de Traductores, todos lo que están en esta sala, se cuentan entre quienes contribuyen con nuevos leños. No pueden evitarlo.

Permítanme, para terminar, el comentario de que el total de personas indiferentes y apáticas del mundo se ha mantenido más o menos igual a lo largo de los dos últimos siglos. Lo cual, a la inversa, significa que también lo ha hecho el total de quienes desean seguir aprendiendo y traspasando límites. Esos son los nuestros. Para ellos organizamos esto. Por ellos arde e ilumina el fuego del gran traductor Adan Kovacsics, a quien felicito por este premio de todo corazón.

Traducción del alemán de Laura Manero.