Invierno de 2000. Recuperado el 27 de mayo de 2022.
Mesa redonda celebrada en las VIII Jornadas en torno a la Traducción Literaria, Tarazona, con la participación de Mario Sepúlveda, Ramón Casas, Asunción Esteve y Celia Filipetto como moderadora. Publicada en VASOS COMUNICANTES 18, invierno de 2000-2001.
En palabras de Celia Filipetto, «Tras casi veintidós años, quienes lean hoy el artículo por primera vez, lo encontrarán desfasado en la vertiente tecnológica que, como todos sabemos, ha avanzado de modo espectacular. No obstante, el aspecto jurídico de cuanto expusieron entonces los invitados sigue plenamente vigente».
Celia Filipetto: La Ley de Propiedad Intelectual aprobada en 1987, con sus modificaciones posteriores, es una de las más avanzadas de Europa. A pesar de esto, y de que hace ya trece años que contamos con un instrumento tan bueno, los editores se siguen resistiendo a darnos a los traductores lo que la ley consagra: una participación económica en la explotación de la traducción. La mayoría de los editores consideran que una vez pagada la traducción ellos son dueños y señores de la versión y no deben nada más al traductor. En la práctica, esto quiere decir que la Ley de Propiedad Intelectual se incumple sistemáticamente.
Tenemos hoy aquí, en esta mesa redonda, a tres abogados que nos hablarán de distintos aspectos de la LPI. Mario Sepúlveda, asesor jurídico de ACE Traductores, analizará un aspecto de la LPI: la cesión a terceros y cómo funciona en la práctica. Asunción Esteve, jurista especializada en derechos de autor electrónicos y profesora de Derecho de la Universidad de Barcelona, nos hablará de esta faceta del libro en Internet y de cómo puede afectarnos a los traductores. Ramón Casas, jurista especializado en propiedad intelectual, profesor de la Universidad de Barcelona y de la Universitat Oberta de Catalunya, se referirá a cómo afectan a la LPI los cambios en la legislación europea.
Ramón Casas: Voy a dedicar mi tiempo a una digresión sobre el estatuto jurídico del traductor. No les diré nada que ustedes no sepan. Pero quizá les resulte interesante verse, una vez más, con los ojos de un jurista. Aunque les deprima. Como mínimo, entenderán por qué las leyes son como son… y por qué su rendimiento es tan limitado. Por supuesto no me arriesgaré a ser fulminado por quienes han tenido la amabilidad de invitarme, omitiendo toda referencia a la tecnología y al cambio normativo que se nos viene encima. Pero, quede claro, lo que diré a este respecto podría servir —si sirve— para cualquier colectivo de autores: los novelistas en la sociedad de la información, los poetas en la sociedad de la información, los músicos en la sociedad de la información… los ciudadanos en la sociedad de la información.
Por lo pronto, veamos qué es un traductor y qué es una traducción. Un traductor —y corríjanme si me equivoco— es una persona que, aplicando sus conocimientos de —al menos— dos idiomas, su cultura y su sensibilidad vierte, con mayor o menor esfuerzo, una creación literaria (escrita u oral) a una lengua diferente de la utilizada por el autor originario o, en su caso, un traductor anterior. La traducción es, sencillamente, el resultado de esa operación.
En esa tarea, los traductores están muy —completamente— condicionados por diversos factores, con importantes implicaciones jurídicas. Subrayo tres:
1º) Actúen motu proprio o en virtud de encargo, los traductores trabajan con un material preexistente. No crean de la nada, como hacen —o piensan que hacen— otros creadores.
2º) Los traductores trabajan en régimen de “libertad vigilada”. Su habilidad técnica y su sensibilidad están al servicio de una creación anterior. En ese sentido, podría decirse que la traducción es una obra “aplicada”, “funcional”. Ha de servir para algo: trasladar fielmente la obra traducida a un nuevo público.
3º) El traductor está sujeto al riesgo de la “invisibilidad” en el resultado. Pero también al de la “fungibilidad” previa al encargo. Contra lo que sucede con los demás creadores (de los que se dice: “sólo ‘él’ podía hacer ‘esto’”), se asume que son varios o muchos los capacitados para traducir: es cierto que “esta” traducción sólo podía “haberla hecho” “esta” persona; pero, a priori, cualquiera con la habilidad técnica necesaria podría hacer “una” traducción de esta obra.
El resultado de estos tres ingredientes (y seguramente ustedes podrían añadir otros) es una situación de clara debilidad en términos de reconocimiento y de potencial de negociación.
Espero que no me reprochen que esté descubriendo el Mediterráneo, aquí en Tarazona. La realidad es ésa y nadie la ignora. Pero ¿cuál es la lectura que de ella hace el Derecho y, más en concreto, la legislación de propiedad intelectual? Un jurista se detendría en tres puntos:
1º) Si hay un material preexistente, hemos de interesarnos por su estatuto jurídico. Ante la novela, el ensayo, el poema, el manual, el artículo… el jurista se hace toda un serie de preguntas sucesivas:
- ¿Ese material preexistente es “obra”? Es decir, ¿es “una expresión formal original”? Ésta es la primera.
- Si no es obra, problema resuelto: queda fuera de la propiedad intelectual. Pero si lo es (con alguna notable excepción, cfr. art. 13 TRLPI), surge una segunda pregunta: ¿Quién es el autor?
- Si identificamos al autor (pero también si, al fin, resulta desconocido) habremos resuelto un punto crucial: saber si la obra está ya o no en el dominio público.
- Si lo está, la podremos traducir y explotar; aunque en concurrencia con cualquier otro que desee hacerlo y respetando los derechos morales que subsistan. Si no lo está, eso significa que la propiedad intelectual sigue plenamente vigente y hemos de seguir formulando preguntas.
- Hay autor, hay propiedad intelectual… pero ¿quién es el titular de los derechos de explotación? El autor es el titular originario, pero puede haber un titular derivativo, como consecuencia de una cesión. Y es aquí donde aparece el editor: alguien que, si ha editado, es porque ha adquirido derechos. Pero ¿cuáles y para qué modalidades de explotación? Sólo respondiendo a estas últimas preguntas tendremos definido el estatuto jurídico concreto del material preexistente y podremos pasar al siguiente punto.
2º) El segundo foco de atención se refiere a la relación entre la obra a traducir y la persona del traductor. Éste tiene ante sí el material, pero sabe que no está libre. Ante sí tiene al menos a dos sujetos (autor y editor). En esta tesitura podemos considerar dos opciones:
- La primera es bastante irreal, pero puede ayudar a clarificar conceptos. Supongamos que el traductor actúa guiado por su propio impulso y quiere traducir a toda costa. ¿Puede hacerlo? La respuesta es sí. El derecho exclusivo de transformación no alcanza a prohibir la traducción: “sólo” alcanza a prohibir la explotación de ésta. Nadie puede impedirnos traducir, aunque de la traducción no obtendremos otro valor que el de uso. Ostentaremos todos y cada uno de los derechos de propiedad intelectual (quien traduce sin permiso no es menos autor —desde la creación— que quien lo hace con permiso), pero no podrá ejercer esos derechos, hasta que la obra traducida caiga en el dominio público; o, al menos, no podrá ejercer los derechos económicos (los morales, sí: ¿acaso no se violaría el derecho de divulgación si la obra traducida se sacara a la luz sin su consentimiento?). Ya he dicho que el caso es raro. Aunque, si bien se mira, quizá no tanto si salimos del ámbito de la traducción literaria y pensamos en traducciones “con valor de uso”. Un ejemplo: un profesor que ignora el griego o el ruso le pide a un discípulo que le traduzca un artículo, para, simplemente, poder leerlo y citarlo. El ejemplo puede tener además la virtud de ayudarles a entender —o visualizar— una afirmación que habrán oído a menudo (pero de la que, con razón, desconfían a la vista de la experiencia): una cosa es el encargo y otra muy distinta la cesión de derechos. Fíjense en que, en este caso, hay un titular de derechos sobre la obra traducida, un titular de derechos sobre la traducción… y un comitente que no adquiere derecho de propiedad intelectual alguno: no puede explotar, sólo usar.
- Pero lo normal es que la traducción (literaria al menos), se inserte en un proceso empresarial orientado a la explotación. Hay alguien —autor o, normalmente, editor— que ostenta el derecho exclusivo de transformación y que, a su amparo, encarga a un profesional la tarea de traducir. Y ése es el momento en el que la nítida separación jurídica entre encargo y cesión de derechos (o, más en concreto, edición) entra en crisis y surge el “encargo de traducción con cesión de derechos” en el que uno ya no sabe si le pagan el trabajo, si le anticipan derechos de autor o ambas cosas a la vez.
3º) El tercer foco de atención es el del estatuto jurídico del resultado, es decir, de la propia traducción. Aquí, no obstante, puedo ser brevísimo. Primero, porque ya me he pronunciado al hilo de la cuestión anterior; y, segundo, porque la respuesta legal es meridiana: la traducción es una obra (eso sí, derivada) y, por tanto, el traductor es un autor. Por fortuna la tradición de autores/traductores contribuyó a no separar radicalmente ambas funciones. Y, por fortuna también, sólo en fechas recientes se ha desarrollado y consolidado la categoría de los derechos conexos; una categoría pensada para los llamados “auxiliares de la creación”, es decir, para aquellos que contribuyen a que la obra llegue al público, ya sea con una aportación creativa (el artista que “interpreta” o “ejecuta” la obra) o industrial (el productor, que organiza e invierte).
Lo cierto es que, venciendo la presión que quisiera hacer del traductor un obrero (cualificado, o sea, peor pagado) anónimo, y de la traducción un mero producto, la legislación de propiedad intelectual ha mantenido siempre el principio de que la traducción es obra y el traductor autor. Resumiendo: ¿Qué responde la ley —la LPI— al traductor que la interroga con desasosiego… e incluso ya un poco mosca? Muy simple y muy claro: “Tranquilo, tranquilo… eres un autor y tienes los mismos derechos que cualquier otro autor. Cuentas con el pleno apoyo de la ley”. Y aunque suene a falsedad, no lo es. Sin embargo, no podemos ignorar algunos datos de la realidad (…esa realidad contra la que se han estrellado y se seguirán estrellando tantas leyes).
La en su día nueva ley propiedad intelectual fue valiente en la definición de su idea de autor y de propiedad intelectual, pero no pudo ocultar ni acabar con la lucha subyacente entre creadores e industria. La industria quiere que la creación sea un producto. El empresario no quiere basar su actividad en bienes ajenos (y los derechos de autor lo son). Quiere basar su actividad en bienes propios. No desea licencias ni cesiones limitadas de derechos. Lo quiere todo: adquirir plenamente, comprar. La obra como producto que pasa a formar parte del activo empresarial, con todas sus consecuencias. Pues bien, si esto vale para cualquier autor, todavía más para los traductores, dada la debilidad congénita de su posición.
Conclusión de mi intervención: olvídense (dentro de un orden) de la ley, que les ha hecho el engañoso regalo de llamarles autores, y aplíquense a los contratos. Ese es el gran déficit o uno de los grandes déficit de la cultura europea del Derecho de autor.
Asunción Esteve: Voy a empezar mi intervención planteando lo que se preguntarían ustedes en el caso de que se hubiera producido, sin su conocimiento, una cesión de sus derechos a terceros en el ámbito de la explotación digital: ¿qué puedo hacer si una traducción mía aparece en Internet sin mi autorización? ¿Qué puedo hacer si encuentro una o varias de mis traducciones editadas en un CD-ROM sin que se me haya solicitado permiso para hacerlo, ni se me haya pagado remuneración por ello?
Habría que remontarse al contrato de cesión de derechos que el autor de esa traducción firmó. Partamos del supuesto que aquí nos interesa y es que, efectivamente, el autor de esa traducción que aparece en Internet o en un CD-ROM hubiera firmado previamente con un editor un contrato de cesión de derechos sobre esa traducción. Lo más normal es que haya cedido sus derechos para la edición de esa traducción en un libro, en una revista, en fascículos, etc. Es decir, en papel. Ahora su traducción no se encuentra editada en papel. Un CD-ROM no es un libro, las páginas web de Internet permiten ver y leer la traducción a través de una pantalla y no impresa en un libro o en una revista. La cuestión es: ¿puede un editor que ha adquirido en exclusiva los derechos para editar una traducción en forma de libro autorizar a un tercero para que la edite en un CD-ROM o la cuelgue en una página web?
La edición nació cuando las obras literarias pudieron imprimirse y reproducirse en serie. Y ése ha sido el modo de explotación de las obras literarias durante siglos. Las nuevas tecnologías, la tecnología digital ofrece nuevas posibilidades de hacer llegar las traducciones al público y de vender obras traducidas que se apartan de la edición clásica. Ahora es posible fijar digitalmente obras literarias en lugar de escribirlas o imprimirlas. ¿Eso qué quiere decir? Quiere decir que cuando yo tecleo en un ordenador una obra literaria, estoy empleando un código binario, una serie de ceros y unos, unas señales que se pueden almacenar en el disco duro de un ordenador o en un disquete y ello ha permitido que las traducciones y las obras literarias en general se fijen en discos compactos tipo CD para su venta, alquiler y préstamos y que se pongan a disposición del público desde una página web para su lectura o compra a través de Internet. Eso es lo que se denomina la explotación digital de obras, que presenta dos modalidades: la explotación on-line o en línea de obras, —a través de Internet—, y la explotación off-line a través de discos compactos, tipo CD-ROM. Si una biblioteca o una universidad ofrecen a las personas que visitan su página web el acceso a una obra traducida o a fragmentos de ella, se está produciendo una explotación digital on-line de esa traducción. Si una editorial pone a la venta una novela traducida desde su página web, de forma que los usuarios realizan la compra desde su ordenador y reciben la novela en su ordenador, se está produciendo un supuesto de explotación digital o electrónica on-line. Si una editorial pone a la venta un CD-ROM con las obras completas de Thomas Mann traducidas al castellano, se está produciendo una explotación digital de la obra off-line.
Cuando la LPI se redactó en 1987, no se conocían estas dos modalidades de explotación digital y por eso la ley reguló el contrato de edición teniendo como punto de referencia el libro; es decir, la edición de obras literarias impresas en papel. Por eso, un contrato de edición de acuerdo con la ley se limita a ceder los derechos que son imprescindibles para hacer llegar la obra al público una vez impresa. Y esos derechos son dos: el derecho de reproducción y el derecho de distribución, es decir, el derecho a realizar copias y el derecho a vender esas copias. Esos son en principio los dos únicos derechos que el editor necesita para poder llevar a cabo la edición tradicional de obras. Por eso en los contratos de edición se utilizan normalmente fórmulas del tipo: “El autor cede al editor los derechos de reproducción y distribución en cualquier medio o soporte gráfico en forma de libro en tapa dura, tapa rústica, edición de bolsillo, etc.”
Ahora, si un editor quiere presentar varias de sus obras en un CD-ROM, o si quiere venderlas electrónicamente a través de Internet, parte de unos presupuestos nuevos y no le basta con adquirir el derecho de reproducción y el derecho de distribución de la traducción en forma de libro.
La edición y distribución de los CD-ROM puede comparase hasta cierto punto con la edición de libros. En ambos casos hay edición de ejemplares; es decir, reproducción en serie de un soporte material —el libro o el disco compacto que contienen la traducción— y en ambos casos hay venta, alquiler o préstamo de ese soporte. Lo que ocurre es que al editor no le bastan los derechos adquiridos para la edición de una obra en forma de libro para poder autorizar a terceros la edición de esa traducción en CD-ROM. Debería mencionarse en el contrato de edición lo siguiente:
El autor cede los derechos de reproducción y distribución en cualquier medio o soporte, no sólo gráfico, sino también electrónico o digital, y que el editor podrá llevar en forma de libro la edición electrónica de la obra en cualquier soporte electrónico o digital como CD-ROM, CD-I, Mini Disc, “Sony Bookman”, etc.
En esos casos, el editor podría ceder estos derechos a terceros para que realizaran la edición electrónica de sus obras.
Pero así como puede hablarse de edición y, en particular, de edición electrónica para el supuesto de los discos compactos tipo CD-ROM, no es posible trasladar los presupuestos de la edición en el caso de transmisión y acceso a obra a través de Internet. Desaparece el presupuesto de la edición que es la reproducción y distribución de ejemplares. Cuando, por ejemplo, la editorial de Stephen King —Simon and Schuster— puso a la venta su última novela Riding the Bullet desde su página web, no editó esa novela, no reprodujo ejemplares ni utilizó los canales de distribución habituales, sino que puso a disposición del público la novela de Stephen King a través de Internet. Esa puesta a disposición del público a través de Internet de obras literarias, de música, de películas, de programas de ordenador, etc. ha sido calificada por los tratados internacionales de derecho de autor y por nuestra ley como un acto de comunicación pública. Y el autor de una traducción tiene un derecho específico para autorizar este tipo de actos, y ese derecho se denomina el derecho de comunicación pública. Por tanto, el editor deber ser titular del derecho de comunicación pública para poder permitir a terceros poner a disposición del público sus obras a través de una página web.
Por tanto, volviendo a la situación descrita al principio, si uno de ustedes encuentra sus traducciones en una página web o editadas electrónicamente en un CD-ROM, tendrá que comprobar el alcance de la cesión de derechos que pactó con el editor. Si cedió los derechos de reproducción y distribución solamente en forma de libro, esa cesión a terceros será impugnable porque es nula. El editor no tenía los derechos para poder editar electrónicamente la obra o para comunicarla en Internet, por tanto, no podía cederlos, ni autorizar a terceros a realizarla.
Lo que ocurre es que, en la práctica, los traductores suelen firman los llamados “contratos de traducción” en lugar de “contratos de encargo de traducción y de edición”, que sería lo deseable y lo que la ley establece, y tales contratos de traducción, por lo que he podido comprobar, contienen cesiones de derechos mucho más amplias que lo que sería una cesión propia de lo que es en rigor un contrato de edición. Por ejemplo, si el contrato contuviera una cláusula como la siguiente:
Realizada, entregada y aceptada la traducción y pagado el anticipo por el EDITOR, se ceden al editor los derechos de reproducción, distribución y venta de la misma en forma de libro.
El editor no podría ceder a terceros la facultad de explotar digitalmente la obra de ninguna de las maneras, ni en disco compacto, ni a través de Internet.
Si la cláusula añadiera:
Se ceden al editor los derechos de reproducción, distribución y venta de la misma en forma de libro o a través de cualquier otro soporte. La cesión se entiende que abarca todos los sistemas de distribución y todas las modalidades de edición.
En este caso, al hacer mención genérica a todas las modalidades de edición y no sólo a la edición gráfica, se podrían entender que se incluye la cesión de derechos para la edición electrónica en soporte CD-ROM, por lo que el editor podría ceder a terceros el derecho a editar la traducción en CD-ROM. Pero en este caso, al quedar el contrato limitado al ámbito de la edición, el editor no adquiere los derechos para llevar a cabo la comunicación de la traducción en Internet. Por lo tanto, una cesión a terceros para vender la obra por la red sería nula.
Ahora bien, si el contrato de traducción incluye una cláusula que expresa:
El traductor cede y faculta al editor para su representación en la cesión de la traducción objeto de este contrato a través de otras modalidades de explotación.
Entonces debería admitirse que el editor puede ceder a terceros los derechos para editar la traducción en CD-ROM o para utilizarla o venderla en Internet.
Por tanto, para que un editor pueda ceder a terceros los derechos para explotar digitalmente una traducción deberá haber adquirido con anterioridad del traductor los derechos de reproducción y distribución de la traducción, en cualquier medio o soporte escrito, gráfico, electrónico o digital y el derecho de comunicación pública de la obra para su transmisión por medio de redes digitales del tipo Internet.
A su vez, debería establecerse el modo de remunerar al autor por la explotación digital de la obra que lleve a cabo el tercero. Podría acordarse una remuneración proporcional a pagar al traductor por el número de CD-ROM vendidos y por el número de ventas electrónicas de la obra traducida. Aunque para ello sería imprescindible que el traductor tuviera acceso al control de tirada y al número de ventas electrónicas por trimestre.
Más complejo sería el modo de pactar la remuneración proporcional en el caso en que el editor permitiera a un tercero colgar la traducción en una página web, de forma que cualquier usuario de Internet pudiera tener acceso a ella. En estos casos, el titular de una página web paga un tanto alzado por poder colgar el texto, la música o la fotografía durante un tiempo fijado —suele ser de 6 meses— y sobre esa cantidad se podría fijar un porcentaje para el traductor.
En rigor y de acuerdo con la LPI —art.57— deberían celebrarse dos contratos:
- Contrato de edición que englobara la edición gráfica y la digital o electrónica.
- Contrato para la explotación on-line de la obra, para su transmisión por redes digitales del tipo Internet, puesto que esto último no es edición.
Mario Sepúlveda: Agradezco a ACE su invitación a participar en esta nueva edición de las Jornadas en torno a la Traducción Literaria; y como la mejor manera de mostrar gratitud es responder al motivo de la invitación, intentaré desarrollar uno de los temas que más inquietan hoy por hoy a los traductores literarios. Creo que, junto al tema de las tarifas, obviamente, el más importante, el asunto que más preocupa es el de las llamadas cesiones a terceros.
Cesión a tercero
Vamos a intentar aproximarnos al tema dejando a un lado las definiciones estrictamente jurídicas. Se trata de una cuestión particularmente compleja y polémica, donde abundan las definiciones contradictorias (cesión de derechos, de facultades, de contratos; subcesión, concesión, autorización; compraventa, etc.). Poco importa el nombre que le pongamos nosotros o el propio legislador, si los efectos van a ser los mismos. Lo importante no es el nombre sino la realidad jurídica que ese nombre designa.
En la práctica se trata de una situación sumamente común. Cuántas veces, sea por la información obtenida en una librería, sea consultando la agencia del ISBN a través de Internet u ojeando un catalogo del Club del Libro, nos enteramos que una obra traducida hace un tiempo atrás para una determinada editorial y publicada por ésta, más tarde vuelve a ser publicada, pero esta vez por otra editorial. Aparece una persona distinta de la originalmente contratante. De esta manera, la primitiva relación contractual se amplía a un tercero. Esa situación es la que recibe el nombre de cesión a tercero. Se produce una relación triangular entre el traductor, la editorial original y el tercero (la nueva editorial).
Significación
a) Teórica: En la transmisión —y la cesión a tercero es una forma de transmisión— es donde mejor se refleja la singularidad de los derechos de autor. Aquí es donde las principales instituciones del derecho común se estrellan. Instituciones básicas como la propiedad y la compraventa no pueden dar cuenta del fenómeno de la transmisión de derechos. En rigor, la cesión de derechos que opera en el contrato de edición no es una compraventa, ni implica propiedad.
b) Desarrollo creciente, porque los cambios tecnológicos generan nuevas modalidades de explotación y porque, simultáneamente, los procesos de concentración económica, incluido el campo editorial, con fusiones, absorciones, creación de sellos editoriales, etc., provocan grandes desplazamientos de fondos editoriales, con las consiguientes cesiones de derechos.
c) Rentabilidad para el autor, pues coincide aproximadamente con el momento en que se empieza a producir la amortización del anticipo y la obra comienza a devengar derechos de autor directos.
El traductor pasa a ser un extraño
Y, precisamente es en ese momento cuando el traductor pierde todo rastro sobre su obra.
Es un tema no regulado expresamente. Apenas algunas referencias en la Ley de Propiedad Intelectual. Aparentemente es una tierra de nadie. En esta relación triangular, como en todo menage à trois, uno lo sabe todo y los otros dos, apenas la mitad. Las reglas de este segundo contrato las ponen la editorial original y el editor tercero, y el traductor pasa a ser un extraño a ese nuevo contrato y a su propia obra.
Para demostrar que no son afirmaciones exageradas, vamos a examinar el tema desde la perspectiva concreta de los contratos. Hemos seleccionado algunos contratos tipo, de última generación, es decir, los que están al uso. La selección ha seguido un criterio elemental, pero muy práctico: más que escoger cláusulas significativas hemos elegido contratos elaborados por editoriales grandes. De ese modo se aseguran varias condiciones interesantes:
a) Que por estas grandes editoriales pasa más de la mitad de la obra literaria traducida en este país. Afecta a un colectivo muy significativo, con lo que se consigue representatividad.
b) Al tratarse de editoriales grandes, se hace añicos el mito de que las irregularidades afectan sólo a las pequeñas y que las grandes cumplen con la Ley.
c) Todos los contratos son escritos, con lo que quiebra la otra afirmación habitual en el sector, en el sentido de que las irregularidades afectan a un ámbito editorial semiclandestino que no formaliza sus contratos.
Cláusulas de cesión a tercero
Con pequeñas variantes, las cláusulas relativas a la cesión a tercero son prácticamente iguales y se pueden reconducir a las siguientes fórmulas:
a) En caso de que los derechos de cualquiera de estas ediciones sean cedidos a terceros, el editor pagará al traductor el 50% de las cantidades recibidas por este concepto (Edicions 62).
b) El Editor se compromete, si llega a un acuerdo con un “Club del libro” para que este comercialice la obra, a realizar dos contratos: uno por los derechos de autor de la obra original (por el que el traductor no percibirá ninguna cantidad), y el otro por los derechos de utilización de la traducción. Por este último contrato el Traductor percibirá el 50% de todas las cantidades que ingrese el Editor por tal concepto (Tusquets, Anagrama)
c) El Traductor cede y faculta al Editor para su representación en la cesión de la traducción objeto de este contrato a través de otras modalidades de explotación, pudiendo el Editor pactar con terceros las contraprestaciones que considere adecuadas según la modalidad de que se trate, de acuerdo con las prácticas habituales del sector. De estas subcesiones el Traductor percibirá el 50% de todas las cantidades que ingrese el Editor por tal concepto.
Veamos ahora para cerrar el triángulo, la cara oculta de esta operación, el otro contrato, el contrato que suscriben entre sí las editoriales.
La cláusula más significativa dice:
Círculo pagará al cedente (léase Editorial primera) por esta cesión un “forfait” de … pesetas, para una edición de como máximo X ejemplares. El cedente responde ante Círculo de que tiene derecho a dar esta autorización y se hace responsable de cualquier posible carga pecuniaria que pudiese originarse por reclamaciones o conflictos.
La cesión a tercero no puede derogar la LPI
Las principales observaciones que se pueden extraer son las siguientes:
- Son contratos en los que predomina de modo absoluto la remuneración a tanto alzado. Aunque la formulación puede conducir a confusión, hay que hacer notar que el porcentaje que se menciona opera sólo como mecanismo de reparto; en cambio, el pago por la cesión de la obra al tercero es una cantidad fija.
Lo anterior supone la violación flagrante del art. 46 de la LPI que establece como regla general de remuneración el sistema proporcional, rompiendo de paso el principio esencial del que parte la LPI en el sentido de que el autor debe estar asociado al destino de su obra, tanto en lo moral como en lo económico.
El tanto alzado es una excepción en la Ley, sujeta a condiciones muy estrictas: «En el caso de la primera o única edición de las siguientes obras no divulgadas previamente: (…) 5º Traducciones».
En consecuencia, una vez divulgada la obra ya no cabe el tanto alzado. En el caso de las cesiones siempre estamos hablando de obras editadas, que por tanto ya han sido divulgadas, puesto que el concepto de divulgación que maneja la ley es muy restrictivo: «La haga accesible por primera vez al público en cualquier forma».
- El problema va más allá de la remuneración:
Qué pasa con los demás derechos y obligaciones que prevé la LPI:
a) El control de tirada; el certificado anual de producción, distribución y existencias; la liquidación anual de los derechos devengados.
b) La obligación del editor de reproducir la obra en la forma convenida o, su contrapartida, el derecho moral del autor al respeto a la integridad de su obra.
c) Qué pasa con la duración del contrato y con el número de ediciones y ejemplares; con la venta en saldo y la destrucción de la edición.
d) Qué sucede con la obligación principal del editor, asegurar la explotación continuada de la obra, dándole la difusión comercial adecuada, que es la causa del contrato de edición.
e) Qué ocurre con las causas de resolución del contrato.
¿Dónde está la autorización que permite que la LPI no se aplique a la cesión a tercero? ¿Por qué se deroga la LPI en este punto?
Resulta que en estos contratos el tercero adquiere más derechos que los que tenía el editor original. El Editor transmite más derechos que los que tiene, que no pueden ser más que los que les ha dado el autor. “Nadie puede dar más de lo que tiene”, dice un viejo adagio jurídico. Por lo visto aquí no se aplica.
El contrato original debe continuar
¿Dónde está la trampa? La clave está en que nunca la cesión a tercero puede ir más allá del contrato original. Lo que se cede no son los derechos de explotación en general, sino derechos concretos. La cesión no puede superar el alcance objetivo, espacial y temporal del contrato inicial, es decir, el derecho a reproducir un número concreto de ejemplares de la obra, en las modalidades específicas autorizadas, a distribuirlo por una región determinada y durante un tiempo determinado.
La posición que adquiere el cesionario no puede ser superior a la que tenía el cedente. El tercero tendrá como máximo la misma posición que el cesionario, salvo que suscriba un nuevo y distinto contrato con el traductor. Esto implica los derechos, pero también las obligaciones de dar una explotación continua y efectiva a la obra. La cesión es una continuación de la explotación. El contrato original debe seguir siendo el punto de referencia.
En suma, no es cierto que la cesión a tercero no esté regulada en la LPI. La cesión es una transmisión y todo el Título V de la LPI está dedicado a regular minuciosamente la transmisión.
El problema es bastante más simple y a la vez sumamente grave. Lo que ocurre simplemente, y hay que decirlo con toda claridad, es que no se respeta la Ley. Resurge la vieja LPI, la Ley de 1879 que permitía la compraventa de los derechos de autor, el mercado de creación. En la práctica, la conducta de los editores en el tema de la cesión a tercero es que se arrogan la propiedad de la traducción.
Hace un año discutíamos acerca de la utilidad de los contratos tipo aprobados por la Federación de Gremios de Editores y la Asociación Colegial de Escritores, y señalábamos que las cláusulas allí establecidas sólo serían útiles siempre y cuando se plasmaran en los contratos concretos que suscriben a diario los editores y los traductores. Y la única garantía que esas cláusulas entraran en vigor era que se constituyera la Comisión de Seguimiento prevista en dicho acuerdo, que controlara que tales compromisos se cumplieran.
La Comisión no se ha constituido y no hay visos de que comience a funcionar a corto plazo y, entre tanto, la Ley no se está aplicando en materias tan concretas e importantes como la de la cesión a tercero.
Por tanto, en estas circunstancias, lo fundamental sigue siendo la defensa de las condiciones de trabajo de los traductores y eso en estos momentos significa intensificar el aspecto sindical que tiene la Asociación, especialmente en la reivindicación de tarifas dignas y la exigencia de que se aplique estrictamente la Ley de Propiedad Intelectual, especialmente en materia de cesiones, denunciando sistemáticamente su incumplimiento.