III PREMIO COMPLUTENSE DE TRADUCCIÓN UNIVERSITARIA «Valentín García Yebra», Alberto Gordo

Viernes, 7 de enero de 2022.

En la tercera convocatoria del III Premio Complutense de Traducción universitaria «Valentín García Yebra» se presentaron dieciocho traducciones y quedaron seis finalistas: Francisco Javier Carpes Salar (inglés), Ángela del Castillo Petidier (francés), Aitziber Elejalde (euskera), Alberto Gordo (alemán), Natalia Morozova (ruso), Joan Marco Perales (sueco).

El jurado, compuesto por José Manuel Lucía Megías, Carlos Fortea Gil, Carmen Gómez García, Helena Aguilà Ruzola, Juan David González Iglesias, Itziar Hernández Rodilla e Isabel Vaquero García de Yébenes, después de constatar la calidad de las traducciones presentadas y de analizar las mismas y los informes que les acompañan, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Alberto Gordo (alemán): Der Anderede, Arthur Schnitzler
  • Segundo premio: Ángela del Castillo Petidier (francés): Esquisses morales: pensées, reflexions et maximes, de Daniel Stern
  • Tercer premio: Aitziber Elejalde (euskera): Malko bedeinkatuak, de Karmelo Etxegarai

 

Reproducimos aquí la traducción de Alberto Gordo Moral,  galardonada con el primer premio (véase aquí el texto original).

El otro – Del diario de un deudo (1889), Arthur Schnitzler

 

¡Solo! Completamente solo…

Me siento en mi escritorio; los candelabros están encendidos… la puerta del que antaño fue su cuarto está abierta de par en par, y tan pronto levanto la vista, se hunde en el espacio oscuro. Los centelleantes reflejos de luz de las casas de enfrente juguetean contra mi ventana… Qué nuevo, qué brutal es esto… Ella siempre dejaba echadas las cortinas de mi estudio al caer la tarde, ningún ruido de la calle, ninguna luz del vecino de enfrente podía entrar y alcanzarnos.

Las horas corrían. Paseaba de un lado a otro de mi cuarto; también del suyo. Me tendía en su diván, me quedaba un rato allí tumbado, mirando fijamente el mundo trivial al otro lado de las ventanas… me colocaba frente a su escritorio, en las manos los portaplumas que aún conservaban el aroma de las yemas de sus dedos… Y frente a la chimenea, con el fuego ya consumido, me quedaba de pie, revolvía las cenizas con las tenazas de la lumbre… y eso hacía cuchichear y crepitar el papel convertido en polvo y los trozos de carbón.

Cada mañana hago una excursión al cementerio… Este otoño tardío ha venido acompañado de un sol frío e insolente, así que cuando a lo lejos veo el muro blanco, me arden los ojos. Camino después por entre las filas de tumbas y observo a la gente que viene a rezar y a llorar. Empiezo a conocer a algunos… Es extraño, pero de estos personajes me conmueve lo típico, lo recurrente… La niña que solloza agachada ante esa cruz próxima a la capilla, siempre con los mismos sollozos, siempre con el mismo ramito de violetas que deposita sobre la tierra húmeda; cuando después se levanta, lleva siempre la misma expresión fija en el rostro, siempre la misma partida veloz… Llora a un joven; murió en su vigésimo cuarto año de vida; ella es, seguro, su prometida… Siempre se apodera de mí la misma idea: ¿Cómo puede volver a levantarse, de dónde saca esa mirada de consuelo con la que emprende su marcha?… Me gustaría seguirla: ¡No hay consuelo que valga, necia!… Y yo, que estoy allí cada día, ¿qué busco en realidad?… Me irrita a veces esa gente con el crespón en el sombrero, con los guantes oscuros… Pero es que puede que también me parezca a ellos, pálido, lloroso…Ah, ya sé… tengo celos del dolor de los demás, esto que me ocurre ahora ya me ha pasado antes, con cosas más sublimes y encantadoras. Nunca he podido soportar la expresión de entusiasmo en los rasgos de los otros, cuando algo más grande me había subyugado… Miraba con envidia a mi vecino, al que parecía recorrer el mismo escalofrío que a mí… Algo en mi interior se rebelaba contra el hecho de que todos anduvieran errando por entre las tumbas con el mismo dolor indescriptible, eterno… Ay, es lamentable. Todos ellos sienten lo mismo, y así van sucediéndose los días… con pensamientos nuevos, con esperanzas frescas… al final llega también, engañosa y suave, la primavera y le florece a uno impertinentemente en la cara… Soplan los vientos, y las flores despiden sus aromas, y las mujeres ríen, y nosotros volvemos a ser los tontos, engañados en nuestro inmenso y eterno dolor…

Me detengo por lo general a pocos pasos de la mancha de tierra bajo la cual descansa ella… en cuanto erijan el sepulcro de piedra, me podré apoyar en sus fríos escalones, agacharé la cabeza, me arrodillaré; pero sobre la tierra desnuda no me atrevo a postrarme. Me da escalofríos la idea de que, a mis pies, se desmoronen las partículas de polvo, de que oiga cómo chocan contra el ataúd… Pero aún así, a veces me invade un deseo puramente indomable de tirarme al suelo, de escarbar con las manos en la tierra… Mi dolor no tiene nada de leve… estoy furioso, rechino los dientes, odio todo y a todos… Sobre todo a aquellos que sufren conmigo… Todos esos hombres, mujeres y niños entre los cuales vago, todos me repugnan, me gustaría ahuyentarlos… En concreto me enfurece hasta lo indecible la idea de que alguien estuviese ayer aquí por última vez. Ese alguien padeció su dolor hasta el final… Sintió que poco a poco se iba mitigando… día a día, cada vez más liberado, se fue yendo de aquí. Una mañana se levantó y pudo sonreír de nuevo… Cómo odio a la gente que puede sonreír de nuevo… ¡Pero una mañana yo también podré sonreír de nuevo! ¡También yo me olvidaré! Surgen hoy en mí recuerdos de juventud… cómo iba yo caminando por el bosque junto a ella, mi dulce amada, la más querida, y cómo podía haber sido infinitamente feliz… también lo fui, claro. Hay momentos que lo engullen todo, el pasado, el futuro, que son incluso la eternidad en sí mismos… Pero nunca he sido de esos que exploran tranquilamente los márgenes del camino, que se extravían aquí y allá por las praderas y los bosques y se tumban en el verde, bebiéndose felizmente la mañana. Yo me subía a los árboles y miraba a la lejanía, allá donde los caminos desaparecen en el crepúsculo y la primavera comienza a morir… Y aquí… en esta habitación de aquí, en la ventana, fue donde mi mujer, en una ocasión, besó con ternura mis mejillas y a mí me atravesó un escalofrío helado… Los minutos, las horas, los días, los años se fueron a toda prisa, nuestro tiempo se acabó… viejos los dos, ¡el final!, ¡el final!… Profané mi amor porque pensé que se desvanecería… ¡Y ahora profano mi dolor pensando que volveré a sonreír!…

¿Quién es ese hombre de cabellos rubios y ojos lastimeros? ¿A quién está llorando? La tumba que visita cada día está a pocos pasos de la sepultura de mi mujer… El hombre ha llamado mi atención porque no soy capaz de odiarle como a los otros. Está ahí cuando llego y se queda cuando me alejo… quizás no hubiera reparado en él de no haber sentido que posaba en mí sus ojos con tal brillo de compasión que casi me hizo temblar. Lo miré fijamente; se giró despacio y caminó a lo largo del muro del cementerio… He de conocerle, por cierto… de antes… ¿Pero de qué?… ¿Nos habremos encontrado en un viaje?… ¿Lo habré visto alguna vez en el teatro?… ¿O simplemente en la calle?… Debe sospechar de mi suerte y haber vivido algo semejante; solo así me explico esa mirada que nunca olvidaré… Es hermoso y joven.

Ahora… ahora que vuelvo a estar sentado en mi escritorio y tengo ante mí, enmarcado en flores marchitas, el retrato de mi amada, de la que era mi mujer, mi todo, mi felicidad, mi mundo… recobro lentamente la razón. Días como los últimos vividos roban, en efecto, la posibilidad de emitir un juicio claro… hoy tengo planeadas grandes cosas… por primera vez desde hace un mes abriré la estantería de los libros, quiero hacer el intento de volver a leer, a organizar, a pensar…

No he hecho nada de eso. Tuve que volver a ir… tarde en la noche… El cementerio solitario. Nadie por ningún lado… Hoy ha sido la primera vez que me he agachado y he besado la tierra bajo la que descansa ella. Y después he llorado, sí, llorado… estaba todo tan en silencio… el aire frío y tranquilo. Después me he levantado y he ido, a través de las filas de tumbas, hacia la puerta del camposanto. Todo seguía en completa soledad; era tal la intensidad con que la luna iluminaba las cruces y los panteones que era capaz de distinguirlos todos y cada uno. He visto también a una mujer alejarse, con el velo negro y ondulante y el pañuelo… las conozco ya muy bien, a estas mujeres. Y la calle ancha que conduce a la ciudad, que se extiende blanca bajo la luz de la luna. Oía sin cesar mis pasos; detrás no venía nadie; durante mucho rato seguí solo, hasta que aparecieron las primeras casas de la periferia y las primeras tabernas. De pronto había de nuevo voces humanas y pasos y ruido. Esto me vino muy bien y ahora que, tras mi excursión nocturna, he llegado a casa, he sentido un deseo extraño, que no había albergado desde hace tiempo, de abrir mi ventana, de volver a oír voces humanas y ruidos de la calle. Pero la noche ha seguido avanzando, y ahí abajo está todo en silencio… tengo además, mientras escribo esto, los dedos congelados, porque ha empezado a hacer frío; y la luz tiembla a pesar del aire inmóvil.

Allí estaba, pegado al muro del cementerio, y el alto sauce me ocultaba su visión. Llegué temprano por la mañana: el primero de todos. En la casita del enterrador aún quedaba incluso una luz encendida. Después de mí, aparecieron otras personas, mujeres en su mayoría… Por fin él… Tranquilamente caminó hasta el lugar donde solía pasar el rato… Con los mismos ojos grandes, quejicosos, de siempre… Y se arrodilló… Lo miré, lo miré fijamente… Se arrodilló junto a la tumba de mi esposa… permanecí allí quieto, sin respiración, con los dedos entre las ramas del sauce. Esto duró unos minutos… Estaba de rodillas, no rezaba… Tampoco lloraba… Entonces se volvió a levantar… recorrió, como acostumbraba a hacer, los senderos de un lado a otro. Pasado algún tiempo, se volvió a acercar a mí… Yo me había aproximado a la tumba de mi mujer y estaba allí, apoyado en el enrejado de un sepulcro vecino… Pasó por delante de mí, me miró distraído… Quise llamarle, no lo hice… Vi cómo se acercaba a la salida del camposanto, pero yo me quedé donde estaba… No sé cómo me sentía… Tampoco sé cómo me siento ahora… Pero llegará el día, mañana… ya mañana, en que lo volveré a ver, en que le interrogaré, en que terminaré por saberlo todo…

¡Menuda noche! ¡No puedo dormir!… Apenas son las doce pasadas… Pero ya me quiero ir… qué hago aquí, en mi casa… Solo algunas horas, y esta locura quedará atrás de nuevo… Qué claro se verá todo entonces… ¡Pero hasta entonces!… Bueno, son solo unas horas…

¡Sí, sí! ¡Junto a la tumba de mi mujer! Otra vez lo he visto allí arrodillado; yo estaba solo a diez pasos… ¿Por qué no me he abalanzado sobre él de inmediato? Por qué no le habré  levantado, por qué no me habré dejado llevar un poco sin más. ¿Cómo? ¿Es que no tengo derecho a preguntarle quién es?… ¿A quién puedo preguntar si no a él?… Ha oído mis pasos tras los suyos cuando caminaba hacia el portón… Y no me equivoco si digo que ha acelerado el paso. Pero lo he seguido… y lo ha notado… En cuanto ha salido por el portón, ha desaparecido de mi vista, por supuesto, unos segundos… Pero yo lo he seguido… Entonces un coche ha marchado a toda velocidad… el único coche de los alrededores… Y yo, detrás del coche… No he podido alcanzarlo… Lo he visto aún durante unos minutos, pues la calle es larga y recta; al final, se ha esfumado de mi vista… Y ahí me he quedado… del mismo modo en que estoy sentado ahora delante de este trozo de papel… próximo a la locura… ¿Quién es ese hombre que se atreve a arrodillarse junto a la tumba de mi esposa?… ¿Qué significaba él para ella?… ¿Cómo enterarme?… ¿Dónde lo puedo encontrar?… De pronto se viene abajo todo mi pasado… ¿Estoy perdiendo el juicio?… ¿Es que no me quería?… ¿Es que no se colocó ella cientos de veces detrás de mi sillón y apretó los labios contra mi cabeza y me abrazó con sus manos?… ¿No éramos felices? ¿Pero quién es este hombre tan rubio, tan joven, tan hermoso?… ¿Por qué me suena tanto su cara?… ¿No me parece ahora como si, estando con ella en el teatro, o en un concierto, lo hubiera visto ya en repetidas ocasiones, sin quitarle los ojos de encima a mi mujer? ¿No era él quien una vez, habiendo salido yo de paseo con ella, se quedó mirando un buen rato nuestro coche?… ¿Quién era? ¿Quién? ¿Quién? Un admirador, quizás, que ella no llegó a conocer… a quien nunca se dignó siquiera a mirar… Yo también debería haberlo conocido… se habría intentado acercar a nosotros en algún evento social… No… A mí quizás me ha estado evitando… Conoció a mi mujer sin conocerme a mí… La siguió por la calle… Se atrevió a dirigirse a ella… ¡No! ¡Me lo habría contado!… ¡Sí, contado!… ¿Y si lo amaba?… Por favor, a quien amaba era a mí… ¿A mí?… ¿De dónde me saco yo eso? ¿Lo sé acaso porque me lo dijo?… ¿No dicen eso todos, y los embusteros más a menudo que los honestos?… lo encontraré… lo encontraré… y le preguntaré… Pero él… incluso si su amor era correspondido por ella, ¿qué responderá?… Me encaminaba a diario a su tumba porque la amaba… pero ella jamás se enteró… ¿Puedo acaso sacarle la verdad?… Sí… ¿Qué debería hacer entonces?… ¿Seguir viviendo?… ¿Seguir viviendo así?

No le he visto desde hace tres días. He estado allí fuera todo este tiempo, pero él no ha aparecido. Los sepulcros no saben quién es… Los próximos días quiero correr calle arriba y abajo, tengo que encontrarle… Quizás se ha ido de viaje… Pero algún día ha de volver… ¿Algún día ha de volver? ¿Y si se ha muerto…? ¿Y si no puede vivir sin ella? ¡Sería tan gracioso! Otro que no puede vivir sin ella… Tendría yo entonces como un deseo apremiante de decirle… ¡Amigo mío! No se ponga usted tan triste. De todas formas, a mí también me quería… Sí, me gustaría ponerle celoso… He arrojado su retrato fuera de mi escritorio y ahora está ahí, en medio del cuarto… Y ahí, en medio del cuarto, también están sus cartas, las cartas que conservaba en sus armarios y escritorios… Pues he abierto todo y he husmeado… ¿Y qué he encontrado? Cartas mías, flores mías, cintas, lazos… una flor que quizás es del otro… ¿pero cómo se puede ver eso en una flor?… ¿Qué es lo quería encontrar? ¿Es que una mujer conservaría algo que pudiese delatarla? También he buscado en los vestidos que siguen ahí colgados… es fácil olvidarse de una cartita, de una nota que alguien te pone en la mano… Ella, sin embargo, no se olvidó de nada…

No he vuelto a ir al cementerio. Me estremece volver a ver la tumba… Vienen momentos más tranquilos… Pasados ya los primeros días sin volverme loco, he de resignarme a no poder saber nunca la verdad… ¡Cómo envidio a esos traicionados que se enteran de cuál fue su desgracia! Cómo envidio, incluso, el destino de aquellos a quienes tortura la sospecha, pero pueden seguir vigilando, espiando, a la espera del felicísimo momento en que el infiel, a través de una mirada, de una palabra, se delata… Yo, sin embargo, estoy condenado eternamente; pues la tumba no da respuestas… Y a veces, en medio de la noche, me despierto sobresaltado de sueños caóticos, atormentado por la idea de que quizás estoy profanando el recuerdo de una inocente… Cómo me gustaría seguir amándola, a la mujer que me hizo tan dichoso… Cómo me gustaría poder odiarla, a la miserable que me engañó, que me insultó, que me… Delante de mí, sobre el escritorio, vuelve a estar su retrato, pues lo he recogido del suelo y lo he dejado en su sitio. ¡Si pudiera adorarte, desplomarme ante este retrato como si fuera el de un santo y llorar! ¡Si pudiera despreciarte, destrozar este retrato a pisotones!…

Durante tardes, noches enteras, miro absorto en esos ojos mudos, sonrientes, enigmáticos…

Fotografía de Carmen Cordero

 

Alberto Gordo (León, 1988) es traductor, periodista cultural y lector editorial. Licenciado en Periodismo por la Universidad San Pablo CEU y Máster en Traducción Literaria en la especialidad de alemán por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido redactor en la sección de libros en El Cultural de El Mundo y ha traducido del alemán, entre otros, a autores como Joseph Roth, Ludwig Winder y Eugen Ruge. Como lector colabora con Literatura Random House, Acantilado, Errata Naturae, Periférica y el sello alemán Hoffmann und Campe.