Lunes 10 de enero de 2022.
Conocí a don Manuel (nunca dejé de llamarle así) en el verano de 1988. Yo me acababa de incorporar al Grupo Timón, como director de la editorial Taurus. La sede, recién inaugurada, estaba en la madrileña calle de Juan Bravo, en su número 38, que es donde radicaba —y volvió a estar en su nueva reencarnación— la editorial Aguilar.
Nada quedaba del viejo edificio, que yo había pisado alguna vez: un arquitecto moderno lo había rehecho desde sus raíces. La brillante librería Crisol ocupaba la planta baja, el antiguo patio de luces era ahora un colosal vestíbulo, las plantas se elevaban entre muros de cristal y paneles translúcidos, y todo el conjunto respiraba un aire a las «oficinas de Robocop», como me diría una persona que trabajaba ahí. Sea como fuere, tomé posesión del despacho que me asignaron y empecé a planear mi trabajo; uno de los más satisfactorios que he tenido en mi vida, pero que casi me provoca también una úlcera… Aunque no es de eso de lo que quiero hablar.
Me presentaron, pues, a los directores de las editoriales con que compartía edificio (Altea, Alfaguara, Aguilar), conocí a los responsables administrativos y financieros del grupo, a los del departamento de producción y, poco a poco, a las distintas personas que trabajaban en mi planta. En una esquina, en una habitación cuyo interior sólo se vislumbraba cuando la puerta estaba entreabierta, había algo que me llamó inmediatamente la atención: unos ficheros de cartón, rimeros de fichas, gente trabajando. Alguna vez, uno de ellos levantó la cabeza… ¡Esa cara me sonaba!
Indagué, y en seguida me lo dijeron: era la habitación de «los del diccionario», o sea, de la gente que lo hacía, es decir, de Manuel Seco. ¡Ahí estaba Manuel Seco, nada menos! Como filólogo, como traductor, como editor, había hecho uso muchas veces de sus obras, sobre todo del Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, conocía su tesis de 1970, Arniches y el habla de Madrid, sobre un tema, el de los trasvases mutuos entre habla popular y literatura, que me había interesado; había usado su rica Gramática esencial del español… No lo conocía personalmente pero, de pronto, ahí estaba, al alcance de mi mano. Llamé a la puerta, entré, me presenté, y Seco a su vez me presentó a sus colaboradores: Olimpia Andrés y Gabino Ramos…
El diccionario in fieri era parte de Aguilar. Nada más concebir el plan de su obra, en 1969, Seco lo había presentado al comité de esta editorial, y había sido aprobado. Aguilar era —como las grandes editoriales de su época, en España y fuera de ella— una auténtica potencia en diccionarios; cito solo los que tengo a mano ahora mismo: Diccionario de la rima, Bloise Campoy (1946); Ensayo de un Diccionario de la Literatura, 3 tomos, F. C. Sáinz de Robles (1949-1950); Diccionario Cronológico Biográfico Universal, Agramonte Cortijo (1952); Diccionario ortográfico, Martín Alonso (1963); Diccionario español de sinónimos y antónimos, F.C. Sáinz de Robles (1967) y el genial Diccionario de voces naturales, García de Diego (1968). Como se ve, un conjunto desigual, pero en el que encajaría a la perfección el futuro Diccionario del español actual, como desde el principio había anunciado Seco que se titularía.
Pero en 1983, y a punto de cumplir sesenta años de vida, Aguilar había quebrado, y en 1986 el grupo Timón (del mismo propietario que Santillana y El País) había comprado la antigua y prestigiosa editorial. Recuerdo que una de las visitas iniciáticas que llevábamos a cabo los nuevos editores del grupo era al almacén histórico de Aguilar. Siempre recordaré las pilas inacabables de volúmenes, desde los pequeños crisolines (hoy objeto de una bibliofilia cursi) hasta las fastuosas Obras Completas. Había también una dependencia que, por sí sola, ya hablaba de las diferencias entre las editoriales del pasado y las del momento: el hospital, el lugar en el que se arreglaban a mano volúmenes defectuosos (una retira sin entintar, la falta de un cuadernillo…) a base de canibalizar otros del mismo título con problemas diferentes.
El encontrarse de pronto sin el apoyo de la entidad que financiaría el diccionario, la pérdida del lugar de trabajo, el precinto y almacenamiento de las preciosas cajas con las fichas, todo ello debió de ser un gran golpe para el equipo del Diccionario del español actual, y sobre todo para su director. Tras la compra por parte del nuevo grupo, en el momento en que por fin abrieron las cajas en la nueva sede, entre paredes translúcidas, aquello debió de parecerles un sueño… Cuando traspuse los umbrales del taller lexicográfico el trabajo llevaba casi veinte años, y aún faltarían diez más para completarse. No voy a hablar de la novedad que supuso este diccionario, del hecho inconcebible de que, desde el de Autoridades, fuera el primero que se confeccionaba a partir de un corpus de ejemplos reales, del cuidado en la redacción de las definiciones, de la inclusión del contorno sintáctico de las palabras, de los cientos de miles de citas cuidadosamente etiquetadas que se traían a colación… Todo eso ya forma parte de la historia de la lexicografía española. Sí comentaré que la preocupación de Seco era firmar un nuevo contrato para la obra, que recogiera la nueva situación empresarial en que se encontraba y el tiempo transcurrido, mientras Gabino Ramos seguía aportando ejemplos y Olimpia Andrés y don Manuel redactaban las definiciones.
Por fin se celebró un nuevo acuerdo con el editor. La parte más importante de él era que todo el trabajo ya hecho y parte del que iba en marcha se iba a introducir en un ordenador. Lo que convenció a Seco y a su equipo para dar ese paso fue en primer lugar, yo creo, que el hecho de informatizar la obra en curso suponía automáticamente la creación de una copia de respaldo del trabajo ya realizado (las papeletas no tenían duplicado), y en segundo lugar que este hecho podía facilitar a los redactores el control de la puesta en página de la obra. Cuando uno ve el trabajo estrictamente tipográfico que supusieron otros diccionarios complejos (como el de María Moliner) entiende que la informatización, al permitir que el equipo redactor siguiera los avatares de cada entrada hasta las pruebas finales, ofrecía una apreciable tranquilidad.
Y así, con el concurso de cuatro personas más que colaboraron en la puesta en página y corrección, 1999 vio la aparición de los dos gruesos volúmenes del Diccionario del Español Actual.
Cinco años estuve frecuentando las oficinas de Juan Bravo, y mis contactos con Seco oscilaban entre los encuentros fortuitos en el edificio y algunos cafés que compartíamos mientras charlábamos de cosas diversas (todas, hay que decirlo, de interés lexicográfico). Por aquel entonces yo tenía una sección de tema lingüístico en el suplemento «Culturas» de Diario 16, que respondía al hermético nombre de Húmeda cavidad (en realidad, una cita de Henri Michaux), y Seco la leía, porque leía muchísimas cosas. Recuerdo que un día mi artículo versó sobre las dificultades de la etimología: don Manuel me reprochó en él ciertos sofismas (que yo reconocí), pero se alegró de que utilizara la Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, otro fruto editorial de Aguilar.
He dicho que Seco leía mucho, pero su lectura, ¡ay!, y es el caso de muchos lingüistas, estaba viciada por su oficio (el adagio que oí un día a Ignacio Bosque, «La profesión va por dentro», vendría como anillo al dedo). No se limitaba a leer, sino que al tiempo (¿o sobre todo?) buscaba ejemplos de usos peculiares, acepciones nuevas, contornos llamativos. Años después, ante el diccionario ya impreso, descubrí cómo ciertos libros míos que le había regalado habían sido pasto de su afán papeletizador, y algunas de sus frases yacían en el DEA, insuflando vida a complejas acepciones.
No se quejaba don Manuel (o al menos no a mí) de la extensa tarea que le suponía el diccionario, aunque sí le recuerdo un comentario, que citaré con bastante exactitud: «El lexicógrafo tiene que ser muy listo, para llevar a cabo una tarea tan fina, pero al tiempo muy tonto, para dedicarse a esto…». Le recuerdo mostrando un gran respeto por sus colegas de oficio, pasados y presentes, mientras que veía con escepticismo la actividad de quienes hacían «metalexicografía».
Naturalmente, alguien que está haciendo un diccionario no desaprovecha ninguna ocasión para recabar información, así que no era extraño que en alguna de nuestras conversaciones me encontrara de pronto con una pregunta: «Oye: ¿tú cuándo recuerdas haber oído por primera vez la palabra xxxx?». Tal vez eran términos de jerga juvenil, cuya aparición yo podía haber presenciado, y que normalmente podía llegar a fechar con cierta precisión, o algún tecnicismo más reciente. El problema que había con ciertas palabras era la falta de testimonios escritos, en el momento de su aparición o incluso por completo, y esa fue la razón de que, muy ocasionalmente, el diccionario de Seco hiciera uso de ejemplos inventados, que llevaban su marca correspondiente (los corpus informatizados, e incluso la propia Web, con su aporte inagotable de ejemplos al alcance de una tecla, eran algo que ni siquiera se contemplaba).
Naturalmente, la tarea de un lexicógrafo (y más del que se dedica al español actual) no se acaba nunca: apenas aparecida la primera edición, o incluso antes, ya se estaban enmendado definiciones, añadiendo entradas, acepciones y locuciones con destino a la segunda. Tengo una bonita anécdota sobre un hijo mío, que rescato de un email a Seco del año 2003:
Te quería contar que acaba de pasarse mi hijo Lucas (9 años) por el despacho, a darme las buenas noches, y se ha fijado en tu diccionario (que, pese a no ser electrónico, tengo siempre a mi vera), y me ha preguntado: «¿Ahí están todas las palabras?» «Sí», dije yo. «¡Ah! ¿Y estará entonces…?», aquí hizo una pausa recapitulatoria, para ponerme(te) en un brete, «¿estará moló?». «No, guapo, porque de los verbos sólo está el infinitivo»(no desaprovecho ocasión para ser didáctico), «pero podemos buscar molar». Cojo el volumen II, lo abro, busco… ¡Y estaba!
Le leí a Lucas la definición y los ejemplos de Umbral, Delibes…, que acogió con satisfacción y regocijo. «¿Alguna más?» pregunté. «Mmmmm: ¿está mola mazo?» A lo que sólo pude responder: «¡¡Vete a la cama!!».
Su respuesta me encantó:
Caro José Antonio, muy bonita la historia de Lucas y el verbo molar. A Olimpia también le gustó mucho. Me dijo que ya tiene documentada, de Elvira Lindo, la hermosa expresión mola mazo, para la 2ª ed. del diccionario no electrónico. No la pudimos incluir en la 1ª porque entonces no había progresado tanto el idioma.
Sí: don Manuel era afable y con frecuencia muy divertido. Con ocasión de redactar estas páginas he vuelto sobre los correos electrónicos que nos intercambiamos a lo largo de los años. Yo era consciente de que la relación, incluso epistolar, con él era un privilegio, y daré un ejemplo más. Seco era muy generoso, y a pesar de sus trabajos y constantes publicaciones tenía la amabilidad de sacar tiempo para dialogar sobre cuestiones lingüísticas, con aporte de bibliografía incluido. Entre los temas sobre los que intercambiamos noticias recuerdo: eufemismos, maldiciones (le gustó mucho una sefardí: «Que te coma un león con poca hambre»), o el origen del orden alfabético.
Tras tantos años de trabajo en su diccionario, no es de extrañar que tuviera una gran preocupación por las ediciones pirata: la noticia (luego no confirmada) de la existencia, al poco de aparecer la primera edición, de un CD-ROM pirata le causó gran desazón: aparte del apoyo al trabajo y de los anticipos que fue recibiendo de la editorial a lo largo del tiempo, la principal fuente de ingresos habrían de ser las ventas de su obra. Pensando, no sin razón, que una edición electrónica abriría la puerta a la copia no autorizada, siempre se negó a hacer una versión en CD-ROM de su diccionario. Lamentablemente, la facilidad de acceso de las obras digitales ha hecho que la consulta de un diccionario en papel, y más uno en dos volúmenes, y más tan pesados, sea algo cada vez más infrecuente.
He dicho que don Manuel era muy generoso, y contaré una última anécdota: en 1994, y habiendo dejado ya la dirección de Taurus, me quedó la tarea de terminar la publicación de la Enciclopedia del lenguaje de la universidad de Cambridge, dirigida por David Crystal, cuya compleja edición española dirigió Juan Carlos Moreno, y en la que intervinieron Mª Victoria Escandell, Manuel Leonetti, José Portolés y Tomás del Amo. Pues bien: le di a Seco un ejemplar de la obra ya publicada, como acto de cortesía, y diciéndole algo así como que no la necesitaría, porque sabía ya todo… ¡Pero era verdad!: a las pocas semanas me devolvía el volumen todo lleno de correcciones y comentarios. Como los humanistas del XV, Seco leía con el lápiz en la mano, y sus observaciones, por supuesto, eran valiosísimas: ojalá hubiera podido revisar él el original… Luego la editorial le pidió que presentara en público la obra, y lo hizo con palabras tan cariñosas como precisas (están recogidas en parte aquí).
Dejé luego Madrid, y nuestros contactos en persona se hicieron más infrecuentes, aunque a cambio creció la correspondencia electrónica. La última vez que le vi, ya mayor y abrumado por las preocupaciones familiares, aún me confesó que leía con frecuencia a Galdós, y que se lo pasaba muy bien con sus novelas. Como yo estaba también en periodo galdosiano pudimos compartir observaciones sobre el vocabulario caló del Delfín.
En un momento, y según su costumbre, también me preguntó: «Oye: ¿tú cuándo recuerdas haber oído por primera vez la palabra xxxx?». Lamento mucho no recordar cuál era…
José Antonio Millán en un primer momento de su vida profesional fue editor. Luego ha escrito obras de divulgación lingüística, como: Tengo, tengo, tengo: los ritmos de la lengua y Perdón imposible: guía para una puntuación más rica y consciente. Ha atendido también a las creaciones textuales al margen del sistema (Húmeda cavidad, seguido de Rosas y puerros y Flor de farola: los textos del margen). Ha dirigido estudios sobre lectura y edición (los tres volúmenes colectivos sobre La lectura en España: 2017, 2008 y 2002). Su último libro es la biografía Antonio de Nebrija, o el rastro de la verdad (Galaxia Gutenberg, 2022).