Lunes, 27 de diciembre de 2021.
Parafraseando el título de la novela breve de Thomas Mann Muerte en Venecia, El silencio, película de Ingmar Bergman, estrenada en 1963, podría haberse titulado Muerte en Timoka, la ciudad en la que se apean de un tren dos mujeres y un niño. Antes de ver al trío instalado en una suite de lo que, al parecer, es un gran hotel, los hemos visto en un compartimiento de un vagón de tren. Una de las mujeres está amodorrada, la otra se abanica y su rostro expresa el malestar que le produce el calor sofocante. De repente la mujer amodorrada sufre un acceso de tos, se lleva un pañuelo a la boca y lo retira ensangrentado. El niño se acerca a la puerta del compartimiento y lee las palabras de un pequeño cartel bajo la ventana contigua: «Nitsel stantjon pulik». Se dirige a la mujer enferma y le pegunta qué significa «pulik». Ella le responde que no lo sabe. El idioma de ese cartel, como el de un periódico y el del letrero de un hombre anuncio que aparecen más adelante, es bergmaniano, un invento del director de esta película llena de simbolismos. Como lo es Timoka, la capital de un país ficticio. El niño sale al pasillo. Varios detalles nos indican que el país en que se encuentra está en guerra. Vemos desperezarse en su compartimiento y abandonarlo a un militar, y el niño contempla a través de la ventanilla el paso de un larguísimo convoy cargado de tanques. Un solo tanque atronando en plena noche por las calles solitarias y el sonido de aviones invisibles terminan de dejar bien claro que esos tres viajeros se han detenido en una ciudad de un país en guerra.
En la suite del hotel, la mujer más joven le pregunta a la otra si no deberían llamar a un médico. La enferma se niega. La tensión entre ambas es evidente. Pronto sabemos que la mujer mayor se llama Ester y la otra Anna, que son hermanas y que el niño, Johan, es hijo de Anna. Tras su negativa a recibir atención médica, vemos a Ester fumando y bebiendo compulsivamente, mientras lee un libro con una atención errática (por ejemplo, deja de leer para poner la radio). En los momentos en que lee lo hace seriamente, lápiz en mano, subrayando palabras o párrafos. Se han detenido en Timoka porque su estado de salud aconseja un descanso antes de reanudar el viaje. No sabemos de dónde vienen estas personas, sólo tenemos la certeza de que regresan a su casa y, sea cual fuere el motivo del viaje, es evidente que Ester lleva consigo su trabajo y que tal vez la tan temida fecha de entrega le impide cuidar de sí misma como debería. También es posible que tenga necesidad de esos estimulantes para la complicada tarea de traducir.
Que Ester es traductora lo sabemos en cuanto la vemos con el libro y el lápiz en las manos, pero lo corroboramos cuando entra en escena el camarero del hotel, un hombre mayor que es algo más que un camarero, puesto que no hay más personal de servicio, muy afable y servicial. Cuando Ester pulsa el timbre y el camarero se presenta, ella le pregunta sucesivamente sin habla francés, inglés o alemán en cada uno de esos idiomas. No, él no habla más que la lengua de Timoka. Se produce entonces un intento de comunicación en esta película cuyo tema principal es la incomunicación. Mediante el lenguaje universal de los gestos, Ester consigue que el hombre le traiga más licor. En ese momento aparece su vena de traductora: le pregunta mediante gestos cómo se dice mano en el idioma del lugar y repite la palabra hasta aprenderla. Es el primer indicio de que, si su estancia en el país se prolonga, acabará adquiriendo cierto conocimiento de ese idioma. Una curiosidad lingüística ilimitada es un rasgo distintivo del traductor. Contrasta por completo con la actitud de Anna, que no tiene el menor interés por aprender una sola palabra del país donde está en tránsito. Si Ester permanece encerrada en la habitación, cosa que probablemente haría también de no estar enferma, por los hábitos que ha adquirido debido a la clase de labor que realiza, Anna necesita salir a la calle y vivir alguna clase de aventura. Y la vive, en efecto, una aventura del género sexual. Seduce al camarero de un café por medio del lenguaje corporal, sin necesidad de intercambiar una sola palabra, y se lo lleva al hotel, donde tienen relaciones íntimas en una habitación vacía (la casi totalidad del hotel está vacía). Aunque Anna no se interesa por conocer ni una palabra del idioma de Timoka, vuelca verbalmente en el camarero todo el rencor que siente hacia su hermana, habla por los codos a ese hombre que no la comprende y al que ella se dirige como si lo hiciera a una estatua. En cierto momento le dice: «Qué agradable es que no podamos entendernos». Ester entra en el cuarto y se produce una discusión entre las dos hermanas en presencia del testigo mudo, la estatua humana, el macho objeto. «¿De qué te ha servido traducir tantos libros famosos si eres una ególatra que se cree superior a los demás?», le pregunta Anna a Ester. Al margen de lo que motive la enorme tensión que existe entre las dos hermanas, observamos el desprecio de la persona que sólo busca satisfacciones primarias, de esas que no hacen pensar, hacia la actividad intelectual, representada en este caso por la traducción. Eso presuntamente tan importante que Ester hace, y a lo que Anna no se molesta en acercarse para saber de verdad en qué consiste y lo que cuesta su realización, priva a Ester de la normalidad según entiende Anna qué es ser una persona normal.
Johan, por su parte, se distrae como puede en los corredores del hotel, le gasta una broma al reparador de una araña de luces encaramado en su escalera, se relaciona con el viejo y tan extraño como afable camarero y factótum que le habla y comenta cosas aparentemente divertidas pero incomprensibles para el niño. Más interesantes le resultan los miembros de la troupe de enanos madrileños Eduardini, que son los únicos clientes del hotel aparte de las dos hermanas y Johan. En ese ámbito donde la comunicación verbal es imposible, esos hombres diminutos aportan un nuevo idioma extraño, sólo comprensible para el espectador español. Juegan con Johan, le visten de niña, bromean, hasta que llega su jefe y los reprenden severamente en recio castellano. Parece como si fuese necesario restablecer la incomunicación que se da en todos los niveles menos uno en la tórrida ciudad de Timoka.
El pequeño Johan siente curiosidad por el trabajo de su tía. Un atisbo de su posible evolución cuando crezca es que no sólo se distrae con una pistola de juguete por los desiertos pasillos del hotel, sino que se queda extasiado ante la reproducción de un cuadro antiguo y le vemos concentrado en la lectura de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov, lo cual es notable porque sólo tiene diez años. En una ocasión interrumpe a su tía mientras está tecleando para hacerle la pregunta que a menudo no es tan fácil de responder como parece: ¿Por qué te dedicas a traducir? Digo que la respuesta no es tan fácil porque de entrada cabe preguntarse si existe una vocación pura de traductor, es decir, eso que uno «está destinado a ser» y ninguna otra cosa más, y a partir de ahí las respuestas pueden ser tan variadas como lo somos quienes nos hemos dedicado a este oficio. Naturalmente, la respuesta que Ester le da a su pequeño sobrino sólo puede ser: «Para que tú puedas leer libros escritos en lenguas extranjeras».
La traductora coreana Don Mee Choi ha escrito sobre esta película de Bergman, y su apreciación es original. «Ester, una traductora enferma, expulsa sangre al toser… Johan es hijo de la hermana de Ester, Anna, que no es traductora y, en consecuencia, no está enferma». Este «en consecuencia» tiene su miga. Observa Don Mee Choi que las únicas veces en las que Ester no expulsa sangre o está muy enferma son cuando mecanografía o toma notas mientras lee. «El genio de Bergman estriba en el uso de espejos a lo largo de toda la película», escribe Don Mee. «Veo los espejos de Bergman como lugares de traducción, zonas de deformación». La traductora coreana ha visto detalles que a mí se me habían escapado. Por ejemplo, cuando Ester le pregunta al viejo camarero si habla francés, inglés o alemán:
El encuadre de la toma es de tal manera que tenemos un primer plano del rostro del camarero fuera del espejo, con una botella de licor vacía en la mano. La boca del camarero se mueve, pero los sonidos que emite son silencio puntuado a intervalos por un galimatías incomprensible. Es evidente que está hablando en una lengua extranjera. Entonces, milagrosamente, la botella aparece en las manos del camarero, fuera del espejo. Este acto milagroso que tiene lugar en el espejo es un acto de traducción, una actuación traductora. Nada más natural que la traducción tenga lugar en el espejo, pues éste es un lugar de reflejos y lenguajes diversos, un lugar donde las cosas ya están reflejadas, representadas de nuevo, un lugar donde el lenguaje «va de una segunda persona a una tercera, sin que haya visto a ninguna de las dos».[1] Como la traducción, el espejo de Bergman es un lugar de trazado de mapas. Palabras extranjeras aparecen en un cartel bajo la ventana del compartimiento de un vagón, luego se intercambian palabras extranjeras en el espejo de una habitación de hotel. Y lo que se mueve de un lado a otro del espejo también es cristal, una botella vacía. La botella transparente, como el silencio, como el galimatías, es un cristal entre cristales, un signo entre signos, lenguaje entre lenguajes.
Me gustaría preguntarle a Don Mee Choi por qué se ha dedicado a traducir, pues intuyo una respuesta realmente interesante.
Los únicos que, partiendo de la incomprensión mutua, están logrando comunicarse cada vez mejor son el viejo camarero y la traductora. Este cuidará de ella cuando Anna decida reanudar el viaje llevándose a Johan. Antes de que el niño se marche, Ester anota algo en una hoja y se la da al niño para que lo lea cuando estén en el tren. Las últimas imágenes de la tía muestran un estado agónico, y vemos el drama inminente reflejado en el rostro del solícito camarero. Se supone lo que va a ocurrir, pero queda en la ambigüedad, y al final de la película se cierra el círculo: madre e hijo están de nuevo en el compartimiento del vagón, el calor es tan insoportable como al principio, cuando se aproximaban a Timoka, Johan se saca del bolsillo la hoja de papel que le ha dado Ester, y cuando Anna sabe que es una carta de la hermana que se ha quedado atrás, muestra un gran interés. ¿Qué dirá su hermana en ese papel? ¿Reconocerá que ella ha sido la culpable de la incomunicación y el rencor entre las dos? Pero cuando el niño desdobla la hoja, sólo dice: «Palabras para Johan en una lengua extranjera». Mientras la vitalista Anna trataba de matar el aburrimiento yendo a un café, a un teatro de variedades donde actúa la troupe Eduardini y a la cama con el ligue de una noche, la moribunda Ester trataba de añadir en la medida de lo posible la pequeña lengua del país en guerra a las grandes lenguas que posee.
La plataforma HBO ofrece actualmente un ciclo de películas de Bergman, entre ellas El silencio.
Don Mee Choi, Translation is a Mode = Translation is an Anti-neocolonial mode, folleto publicado por Ugly Duckling Presse, Nueva York, 2020
[1] Se refiere a una afirmación de Deleuze y Guattari en Mille plateaux: «El lenguaje es un mapa, no un calco (…) el lenguaje no se contenta con ir de una primera persona a una segunda, de alguien que ha visto a alguien que no, sino que necesariamente va de una segunda persona a una tercera, ninguna de las cuales ha visto».
Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra.