La traducción en el diario de Juan Marsé, Jordi Fibla

Viernes, 8 de octubre de 2021.

Hace algún tiempo, Javier Marías publicó en «El País Semanal» un artículo sobre lo que él denomina la industria de la maledicencia. Rehúye los diarios de escritores porque tanto la crítica como el público solo se fijan en los palos que el diarista reparte entre sus colegas, editores y críticos, «lo único de valor, según parece ser». A pesar de que admira por igual a Borges y a Bioy Casares, no quiso leer el diario que este llevó sobre sus encuentros casi cotidianos con el primero. Alguien ha dicho de los artículos de Marías que predica en el desierto, pero en esa ocasión no fue así, por lo menos en mi caso. La misma razón que él daba para no leer el libro me estimuló a entrar en Amazon y buscar el Borges de Bioy Casares con la intención de adquirirlo y devorarlo, pero no pudo ser. El libro está ahí, desde luego, pero es inalcanzable, pues su precio roza los 600 euros. ¿Todavía existe alguien que se gasta esa cantidad en un libro?

Entre los ejemplos de maledicencia que Marías aporta en su artículo figura Juan Marsé, cuyo diario titulado Notas para unas memorias que nunca escribiré se ha publicado recientemente. Desde luego, pone como chupa de dómine a muertos (Francisco Umbral, Baltasar Porcel) y a vivos (Nùria Amat). A otros les da un pisotón al pasar, como quien no quiere la cosa (Almodóvar). Con Vila-Matas no se mete de frente, pero lo hace por persona interpuesta, un escritor guatemalteco que parece un alumno aplicado de don Enrique y «moja la pluma en la pringue de la literatura».

Me han interesado especialmente sus breves alusiones a la traducción. Cuando menciona a Roth por primera vez, sin especificar su nombre, pienso que ha leído algunas novelas de Philip. Pero no: de los tres Roth literatos, Joseph es quien le tiene robado el corazón. Nada dice de las traducciones de este autor que lee. Ni tampoco, cuando se echa en el diván con La luz del día, de Graham Swift, novela que le parece bien, directa, sugerente más que buena, sabemos qué le ha parecido el trabajo de Daniel Najmías, el traductor, que sin duda será excelente, como todo lo suyo. Sin embargo, cabe considerar el silencio un elogio, porque en esa misma escena del diván Marsé cambia de tercio y se pone a leer una biografía de Himmler. Patético personaje, un monstruo… ah, y la traducción de Ana Mendoza es pésima.

Soy un gran aficionado a los diarios y me gustan las nimiedades que muchos de ellos contienen, pero creo que en determinados momentos la nimiedad es como un sonoro eructo que reverbera en la nave de la iglesia donde se está celebrando misa cantada. Tras haber marcado a fuego el trabajo de Ana Mendoza, Marsé nos informa de que «Gastón acepta amablemente venir a cocinar unas pizzas».

No conozco a Ana Mendoza, no sé nada de ella, no he leído ni leeré esa biografía de Himmler y carezco de elementos de juicio para deslegitimar la calificación de Marsé o para confirmarla, pero creo que cuando un autor, crítico o lector dicen de una traducción que es pésima deberían poner un par de ejemplos que justifiquen su aserto. Tal vez él me diría: «Si dudas de mi palabra, haz como yo y léete las 840 páginas del libro». Pero no se trata de eso. Tampoco se trata de la tan traída y llevada falta de reconocimiento a su labor que sufren los traductores. Es un sencillo acto de justicia, que el escritor podría haber realizado con Najmías, dedicando uno o dos adjetivos a su labor, y con Ana Mendoza al demostrar in situ que la condena merecidamente. La inmensa mayoría de los lectores no se procurarán la biografía de Himmler para comprobar si lo que ha dicho Marsé es cierto, pero se quedarán con la idea de que Ana Mendoza es una mala traductora. Y quien ha inducido esa idea no ha aportado ninguna prueba fehaciente.

¿Es buen traductor Branislaw Djordjevic? Es imposible saberlo, a menos que tengas un amigo serbio de confianza que haya leído en su idioma Rabos de lagartija. En principio, Branislaw parece un tipo afortunado porque puede llamar personalmente al autor de la obra que ha traducido. Yo no he tenido jamás ese privilegio. Branislaw habla por teléfono con Marsé y quedan para comer al día siguiente en compañía de la agente. Este encuentro le valdrá para pasar a la posteridad, por así decirlo, embutido en la anotación del diario correspondiente a esa comida en la que el autor dice de Djordjevic: «Un tipo pesadote, el amigo traductor serbio, buena persona, pero de una verbosidad abrumadora». Digo yo que, si el hombre hablaba en español y lo hacía por los codos, su dominio del lenguaje podría haberle proporcionado al escritor algunos datos que le permitirían hacerse una idea de la calidad del trabajo realizado. ¿Por qué limitarse a lo negativo? Sí, será pesado y gárrulo, no todo el mundo es perfecto, pero ha traducido tu novela a una lengua ininteligible para la inmensa mayoría de la humanidad. ¿Seguro que no hay nada digno de ser consignado en ese torrente verbal que te abruma?

Me temo que la postura de Marsé ante la traducción no es demasiado seria. Un día cena en la Casa Asia de Barcelona con Kenzaburo Oe y departe con él en francés. Alegremente le revela que en la misma editorial española en la que el Nobel nipón ha publicado su novela, él publicó en 1963 una traducción de El pabellón de oro de Yukio Mishima. Imagino lo que pensaría Oe al saber que Kinkakuji se tradujo aquí del francés. Marsé debería haber callado ese pecado de juventud o bien debería haber admitido que fue tal y dejar claro que posteriormente se ha hecho una traducción directa de El pabellón de oro que ha puesto las cosas en su sitio. «Los primeros años sesenta, figúrese usted, esto era un páramo cultural, aquí no había nadie que supiera japonés, no fui el único que se ganó unos duros cometiendo ese desafuero literario…». Pero la verdad es que me imagino a Marsé diciendo muy ufano al escritor nipón que él había traducido una obra de Mishima. Y Oe, «afable y simpático, con sus orejas de Dumbo y sus ojillos risueños» debía de estar diciéndose: «Estos españoles…».

 

 

Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra.