Entrevista a Ramón Buenaventura, Maite Fernández

Viernes, 16 de julio de 2021. 

Ramón Buenaventura es novelista, poeta y traductor. Cuenta en su haber con cuatro novelas, siete poemarios e infinidad de traducciones, tanto del francés (Prosper Mérimée, Arthur Rimbaud, Alain-Fournier…) como del inglés (Sylvia Plath, Anthony Burgess, Don DeLillo, Jonathan Franzen, Francis Scott Fitzgerald, Philip Roth, Kurt Vonnegut…). Su obra ha sido reconocida con el Premio Miguel Labordeta de poesía, el Premio Ramón Gómez de la Serna y el Fernando Quiñones de novela, el Premio Stendhal de traducción y también el Premio Nacional a la Obra de un Traductor. Ha sido además profesor de traducción directa del inglés y de Lengua Española III en el CES Felipe II de Aranjuez (UCM) y durante muchos años fue profesor de traducción literaria en el Instituto de Traductores de la Facultad de Filología (UCM). En 2010-2011 dirigió la cátedra de Escritura Creativa de la Universidad Europea de Madrid.

Me gustaría empezar citando una frase suya: «(…) la belleza, en el idioma, es un valor tan indiscutible como inconmensurable, (…) no hay ni puede haber aparatos para medirla y (…) el talento del traductor sigue siendo imprescindible». Es de un artículo publicado en El Trujamán dedicado a una hipotética «máquina de medir la belleza». Como usted mismo dice, no se puede medir la belleza, y además cada uno tiene sus gustos, pero me gustaría preguntarle si nos puede dar alguna pista, alguna aproximación, para saber si nuestra traducción está a la altura de la belleza de un original.

No, no puedo dar pistas, porque no existen: cada cual ha de crearse las suyas. La belleza es una percepción subjetiva, condicionada por la formación artística de cada persona, por sus experiencias como observador del mundo. La noción de belleza que un artista traspase a su obra solo será bien recibida por quienes sepan o aprendan a apreciarla.

Hay más artículos suyos dedicados a la belleza. En estos hace un ejercicio de comparación entre dos traducciones de un poema de Rimbaud, las dos suyas, pero realizadas con varios años de diferencia. La conclusión a la que llega es que en la primera traducción trató de utilizar un lenguaje más culto o más «literario» y, sin embargo, hubiera sido mejor evitarlo. Dice ahí literalmente que «hermosear a Rimbaud es pura petulancia». ¿Por qué debemos evitar «hermosear» un texto?

No debemos evitarlo en nuestros textos de creación propia, donde somos libres de intentar o no intentar la expresión bella. En la traducción, lo ideal sería que el traductor captase la intención de belleza del creador y tratase de aplicar un criterio equivalente en la traducción. Si Rimbaud utiliza «jadis», palabra corriente en francés, yo no debo traducir «antaño», palabra no tan corriente en español.

 

Me gustaría contarle algo. Hace unos años, impartí un taller de traducción en Billar de Letras en el que tradujimos un relato de F.S. Fitzgerald. Al comprobar que había muchas traducciones de El gran Gatsby, decidí irme a la Biblioteca Nacional, pedirlas todas y compararlas. Solo pude sacar algunas pocas fotocopias, pero las utilicé en ese taller para mostrar las distintas soluciones que habían dado los diferentes traductores. Sigo utilizando ese material, sobre todo el inicio del tercer capítulo de esa obra, en el que Fitzgerald demuestra una extraordinaria técnica y un uso impecable de los recursos retóricos. Tengo que decir que, siendo todas las traducciones buenas, la suya, para mí, tiene algo especial. ¿Qué recuerda de esa traducción?

Que lo pasé bien con ella. Me consideraba en deuda con Francis Scott Fizgerald, porque This Side of Paradise fue la primera novela que leí en inglés, con diecisiete años, y me entusiasmó su entusiasmo literario, su riqueza de recursos, sus pasiones desbocadas. Esa es la que me habría gustado traducir, claro, pero tuve que conformarme con Gatsby. Y puse muchas ganas en ello.

Debo aclarar, por otra parte, que en ningún momento consulté las traducciones anteriores: no me pareció buena idea hacerlo, porque pretendía encontrar mi propia sintonía con el autor.

 

Además de otros detalles, me llama mucho la atención la frase que da inicio a ese tercer capítulo. En inglés, el texto dice «There was music from my neighbor’s house through the summer nights» y usted lo tradujo como «Hubo música en la casa contigua durante las noches de verano». A veces, a algunos alumnos no les gusta ese «contigua» y prefieren las traducciones que mantienen al «vecino». Sin embargo, yo veo que en su frase hay una musicalidad que se perdería si pusiéramos «en casa de mi vecino», y que no está, de hecho, en las demás traducciones. Es además una musicalidad que reproduce perfectamente la del original. ¿Qué importancia tiene para usted, cuando traduce, mantener la musicalidad de las frases?

La «musicalidad» de las frases no siempre puede mantenerse sin traición, porque cada idioma tiene sus propias claves. A veces se nos presentan tentaciones fuertes, que debemos vencer. Por ejemplo: En el primer verso del soneto a la belleza de Baudelaire ―«Je suis belle, ô mortels, comme un rêve de pierre»―, podríamos copiar exactamente el ritmo traduciendo «Soy hermosa, oh mortales, como un sueño de piedra»; pero no podemos recurrir a «hermosa», porque estamos invocando a la belleza, no a la hermosura… En el caso de Gatsby, lo que intenté fue lo que siempre intento: que el texto quede en español como el autor lo habría escrito. No hay técnica que permita lograr algo así. Ni modo «científico» de averiguar si se ha acertado. De hecho, quien lea una traducción nunca podrá constatar que el texto traducido le suena más o menos igual que el original, porque nunca leerá el original. Aquí tendría que poner un smiley, claro, porque los estudiosos de la traducción sí que pueden leerlo. Para eso están. 😊

La traducción es también un arte, y las artes son reacias al algoritmo.

(Comentario marginal: la musicalidad habría podido conservarse traduciendo «del vecino» en lugar de «mi vecino»).

 

Y ahondando en esa musicalidad, ¿cree que es necesario para un traductor literario tener una mínima competencia poética?

Lo que necesita un traductor literario es competencia literaria. Para traducir poesía hay que haber leído mucha en ambos idiomas, y ser consciente de que la poesía apenas puede traducirse, por evidentes motivos plásticos. En todo caso, al lector hay que ofrecerle siempre, junto a la traducción, el original. Aunque sea en idiomas que no podemos leer. Una de mis primeras grandes lecturas poéticas fue una traducción inglesa, en edición bilingüe, de La nube en pantalones, de Maiakovski (Маяковский). Ver el texto ruso en las páginas pares me ayudó mucho a entusiasmarme con el libro. Claro que antes tuve que aprenderme el alfabeto cirílico, pero fue un esfuerzo que no me vino mal. Lo mismo me ocurre cuando me pongo a leer algo en árabe: mi conocimiento del idioma queda muy lejos de ser suficiente para entender lo que dice, pero sí intento leer el alifato y averiguar más o menos cómo suena la cosa.

 

Otra cuestión fundamental para los traductores es el conocimiento del léxico. En esa misma traducción que menciono, usted utiliza, por ejemplo, «ambigú» para traducir «buffet», cuando todas las demás traducciones recurren al galicismo, adaptado o no. Confieso que no conocía la palabra «ambigú», pero la RAE lo define exactamente en el sentido de «buffet». Tampoco los alumnos normalmente la conocen y, sin embargo, es perfecta. ¿Cree que los traductores tenemos obligación de exprimir al máximo el léxico? ¿Cree que en ocasiones puede ser preferible facilitar la comprensión del lector?

La obligación de los traductores es traducir bien, lo mejor que sepan, sin ahorrar esfuerzo, aun sabiendo que van a cobrar una miseria por sus horas de trabajo. «Exprimir al máximo el léxico» no es nunca una obligación, ni siquiera cuando uno escribe sus propios textos. Hay escritores que prefieren expresarse en un lenguaje sencillo, para que los entienda una persona de catorce o quince años (creo que ese es el criterio que prima en la prensa y hasta en parte de la novelística norteamericana), y otros que prefieren (preferimos) el lenguaje más rico posible. Cuando traducimos a alguien, lo que nos toca es captar en qué nivel de lenguaje se expresa el autor, y situar nuestro castellano en un nivel comparable. Dicho de otro modo: no es lo mismo traducir a Burgess, que exhibe sin recato alguno su maestría léxica, que traducir a Vonnegut, que es sin duda uno de mis novelistas preferidos, pero que rara vez utiliza palabras de diccionario (vamos a llamarlas así).

En cuanto a «ambigú»… Supongo que me pareció más apropiada para la época en que transcurre Gatsby.

 

Un problema habitual con que nos topamos los traductores es el de las palabras o expresiones ambiguas. ¿Cree que es mejor mantener, cuando se puede, la ambigüedad, aun no creyendo que sea intencionada, o es preferible evitarla para facilitar la lectura?

No sé. No recuerdo haberme tropezado nunca con una ambigüedad que me pareciera inintencionada. En general, creo que en los textos modernos de escritores de nuestro entorno cultural (Europa, América), el traductor no debe explicar lo que el autor no ha considerado necesario explicar. DeLillo se enfadó una vez conmigo cuando le puse en nota la referencia de un verso ruso que él citaba sin referencia. Y tuvo razón: no era asunto mío. Quitamos mi nota. No obstante, hay veces en que alguna explicación es tolerable. Por ejemplo, cuando el autor da por sabidos datos o referencias que son moneda corriente en su país, pero que en España no conocen los lectores. (Ni que decir tiene que me refiero a las obras más o menos contemporáneas. Si traducimos textos antiguos, las notas son casi siempre indispensables).

Se me ocurre ahora un ejemplo de ambigüedad. Fue nadie menos que el gran Miguel Sáenz quien tradujo el Call It Sleep, la excelente novela de Henry Roth, cuya edición española publicó Alfaguara en 1990 con el título de Llámalo sueño. En inglés no hay ambigüedad alguna, pero es fácil que el lector español, al encontrarse con ese título, piense más en soñar que en dormir. ¿Por qué se mantuvo la ambigüedad? Pues porque tanto Miguel como la editorial consideraron que no tenía importancia, que era preferible respetar el título original a pesar de la posible confusión.

 

La mayor pesadilla para un traductor, en mi opinión, es un libro en el que se reproducen los acentos o las variedades lingüísticas de los personajes. ¿Cuál cree que es la mejor solución?

No hay solución. Miguel Sáenz logró acercarse muchísimo al éxito, en este empeño, en la traducción de Call It Sleep que acabo de traer a colación. Pero no tiene sentido que un señor o señora de Marsella hable con acento de Marbella, pongamos por caso. Lo que yo he hecho a veces es mencionar el acento, para que el lector sepa que el personaje está expresándose de un modo peculiar en su propio idioma. «Fulánez dijo “Buenos días” con todo su acento californiano».

 

Creo que el comentario más exhaustivo que se ha hecho de una traducción es el que escribió usted sobre su traducción de Las correcciones, de Jonathan Franzen, que recomiendo encarecidamente. Me gustaría preguntarle si sigue pensando que fue un error por parte de Franzen obligarle a evitar toda explicación o aclaración de lo relativo a marcas de objetos, siglas u otras referencias culturales o si cree que puede tener algún sentido actuar así.

Sigo pensando que la actitud de Franzen ante mi traducción de su The Corrections fue una horterada cultural propia de alguien que no tenía ni idea del castellano ni del lector español. Aún no se me ha pasado el enfado, casi veinte años después, porque el tipo protestó ante la editorial y llegó a pedir que le encargaran la traducción a otro… Luego, quienes podían opinar mucho mejor que él consideraron algo más que aceptable mi traducción de su obra maestra.

 

Usted traduce del inglés y del francés. ¿Hay alguna peculiaridad que haga más o menos difícil traducir de una u otra lengua?

Qué sé yo. Podríamos suponer que es más fácil traducir del francés, porque es una lengua mucho más cercana al español. Pero, ojo, el francés es muy engañoso y tiende muchísimas trampas a quienes no lo conocen bien. Estoy harto de ver traducciones literalmente acribilladas de errores y malas lectoras y confusiones. Hay por ahí mucha gente convencida de que domina el francés y no tiene ni patatera idea. El inglés plantea más problemas de vocabulario, pero su gramática resulta menos tortuosa que la francesa.

 

Su carrera como traductor ha sido prolífica. ¿Cuál cree que es la traducción que más le ha aportado? ¿Hay alguna que siga releyendo de vez en cuando?

No recuerdo haber releído ninguna traducción mía, nunca. Bastantes veces tiene uno que leerlas antes de que se publiquen.

 

¿Y alguna que le haya resultado frustrante?

No. He traducido libros muy buenos que luego no han sido acogidos como consideraba yo que merecían. Y libros que me parecieron más bien tontitos mientras los traducía y luego han tenido mucho éxito. El Firmin de Sam Savage, por ejemplo, que no sé por cuántas ediciones anda. Pero el fracaso o el éxito no han tenido que ver con mi traducción.

 

Además de traductor, es usted también un renombrado poeta y novelista. ¿En qué medida cree que esa faceta suya beneficia a sus traducciones?

Escribir bien, manejar bien las herramientas del idioma, es un requisito indispensable para traducir bien. Nadie puede discutirlo. De hecho, hay en castellano traducciones famosas que no son precisamente fieles al original, pero que funcionan porque están bien escritas. Solemos olvidarnos de que el lector de nuestras traducciones casi nunca conoce el original, no puede comparar lo que dice el autor con lo que dice el traductor. Si un personaje ha escapado de un oso en el original y el traductor convierte al pobre animal en jabalí, por mala lectura (bear, boar), el lector español ni se entera. A no ser, claro, que ese jabalí ande correteando por el círculo polar ártico. 😊

 

¿Cree, por otra parte, que hay alguna traducción que haya influido especialmente en su obra propia? ¿De qué manera?

Claro está que traduciendo buenas novelas se aprende a escribir. La lectura que hace el traductor es tan detenida, tan consciente del detalle, tan escrutadora, que viene a ser como estudiar el libro. He traducido novelas magistrales, y quizá alguna haya servido para mejorar mi capacidad literaria. Una de ellas, Operación Shylock, de Philip Roth (Alfaguara, 1996) contribuyó considerablemente a que encontrara el modo de escribir mi El año que viene en Tánger.

Por otra parte, hay otro libro que me enseñó casi todo lo que creo saber de las raíces profundas de la poesía: el Prefacio a Platón de Havelock (Visor, 1994).

 

Ha recibido numerosos premios, tanto por su propia obra como por sus traducciones, y en 2016 recibió el Premio Nacional a la Obra de un Traductor. ¿Qué opina de los premios? ¿Cuál es el que más valor tiene para usted?

Todos los premios son injustos. No tanto porque el premiado no los merezca como porque siempre hay otras muchas personas u obras que los merecen igual, o más. El Villa de Madrid lo gané porque en el jurado estaba alguien muy importante que no era amigo mío (apenas nos conocemos), pero sí era hostil al autor cuya obra competía con la mía para ganar.

Y, bueno, el que mejor me vino fue el Nacional a la Obra de un Traductor, porque me aportó 20.000 euros libres de impuestos en una temporada deprimida de mi economía.

 

Para finalizar, me gustaría preguntarle por la enseñanza, porque usted fue también profesor de traducción literaria en el Instituto de Traductores de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid y en el CES Felipe II de Aranjuez. ¿En qué medida cree que se puede enseñar a traducir textos literarios?

No se puede enseñar a quien no tiene sensibilidad lingüística, no sé si innata o adquirida. Hay personas que nunca percibirán la diferencia entre una frase bien escrita y otra mal escrita, o no sabrán interpretarla, si la perciben. Con quienes poseen sensibilidad lingüística se puede trabajar, el profesor puede ayudarles a mejorarla y a aprender a utilizarla en la práctica de la literatura… Otras modalidades de la traducción no requieren de tanta sensibilidad lingüística, pero sí de una buena capacidad de lectura y expresión.

Y para terminar, ¿qué ha significado para usted poder traer al español a tantos y tan grandes autores?

Viene a ser como codearse con los grandes en un sarao, ¿no? Siempre gusta. Lo curioso, sin embargo, es que solo he tenido trato personal con uno de los autores que he traducido, concretamente con Anthony Burgess, que incluso estuvo en mi casa, con su mujer y la mía y mis hijos. Fue un placer, desde luego, pero no por su condición de famoso y gran escritor, sino porque era una persona con una extraordinaria capacidad para el contacto humano.

No voy a negar que algunas de mis traducciones fueron más importantes que otras, porque tuvieron éxito, se habló de ellas, y sirvieron para mejorar el conocimiento que los lectores españoles tenían de los autores traducidos. Me refiero, sobre otras, a mis primeras versiones de Rimbaud (las que publicó Hiperión) y al Ariel de Sylvia Plath.

 

Maite Fernández Estañán es traductora. Estudió Traducción e Interpretación en la Universitat Autònoma de Barcelona. Cursó luego un máster en Estudios de Traducción en la University of Warwick, impartido bajo la dirección de Susan Bassnett, y se empeñó en dedicar su trabajo de fin de máster a la traducción de poesía. Trabaja habitualmente para organismos internacionales del ámbito de las Naciones Unidas, como traductora, revisora y algunas veces como intérprete. Ha traducido a autores como Henry James, Edith Wharton, Kate Chopin o Herman Melville e imparte talleres de traducción literaria en Billar de Letras. Es autora de Taller de traducción – Guía práctica y poética para la traducción de libros del inglés al español, publicado por Alba en 2019. Tiene también por ahí algún texto literario propio, pero leer es lo que más le gusta y ha coordinado grupos de lectura en Madrid y en Copenhague.