Miércoles, 23 de septiembre de 2020.
Continuamos en esta serie de entrevistas breves originada en el número 43 de VASOS COMUNICANTES, en esta ocasión con Rafael Carpintero, traductor de turco y profesor en la Universidad de Estambul. Ha traducido, entre otros, a autores como Yaşar Kemal, Orhan Pamuk, Ahmet Hamdi Tanpınar, Sabahattin Ali o Ahmet Ümit.
Un libro sobre traducción
No me gustan mucho los libros demasiado metafísicos sobre traducción, del tipo «el traductor, como puente holístico intercultural, se plantea inevitablemente la imposibilidad de la traducción», etc., etc. A mí lo que me va son los esquemas y los gráficos incomprensibles, por lo que me quedo con la Teoría general de la mediación interlingüe de Sergio Viaggio. Pero como estos libros están más allá de mis pobres entendederas, al final siempre retorno y releo Traducción, reescritura y la manipulación del canon literario, de André Lefevere, que me lo paso muy bien con él y siempre aprendo mucho. Estupendamente traducido, por cierto, por M.ª Carmen África Vidal y Román Álvarez (aunque yo habría escrito «casida» en lugar de «qasidah» y en femenino). Es un libro que pueden recomendar a todos sus amigos y seguirán siéndolo (amigos suyos).
Una traducción favorita
Debo protestar por esta pregunta trampa que huele un poco a «¿A quién quieres más? ¿A tu mamá o a tu papá?». Todas las traducciones son buenas, especialmente si las han hecho amigos o conocidos; y, si son malas, probablemente hayan sido hechas a otros idiomas por desconocidos o por la vecina de arriba, la de los tacones y los gritos.
Mi traducción favorita es, sin ninguna duda, la de Ramón D. Perés de El libro de las tierras vírgenes de Kipling. Es una versión del año catapún que había en edición pestosa (por el olor ese que dice mucha gente que es lo mejor de los libros en papel) por casa de mis padres. D. Ramón (siempre me lo imagino con el «don», a lo mejor porque precisaba que era «C. de la Real Academia Española») asombró brutalmente mi pueril inteligencia con su prólogo, que me hizo darme cuenta de que los traductores eran un extraño gremio que veía diferencias radicales entre «manigua», «selva» o «tierra inculta y llena de maleza», o, ya puestos, «tierras vírgenes», todo porque en español no existía la palabra jungle (lo mismo que no existe «serendipia», por mucho que digan). Además, era tan bondadoso y afable que elevaba mi alma dando permiso a los niños para que se saltaran los poemas que le metía Kipling al libro («que los niños pueden pasar por alto, si gustan», eran sus palabras textuales).
Un diccionario
Me encantan los diccionarios, sobre todo los prólogos. Mi diccionario favorito son dos. Primero el Redhouse antiguo turco-inglés, el naranja gordo de toda la vida. ¿Que por qué? Pues porque traía (¿trae?) la transcripción en alifato árabe de la mayoría de las palabras, o por lo menos las más vetustas, y así las puedes buscar con toda tranquilidad en un diccionario de árabe. Hay autores a los que les gusta usar términos en su sentido etimológico y no hay diccionario ni mente racional para eso y el Redhouse siempre viene al rescate. Lo del inglés me da más igual.
Mi otro diccionario favorito (BDF, best dictionary forever) es el Tesoro de Covarrubias. Para traducir no sirve para nada, pero puedes echar un rato entretenido con él y unas risas. ¿Qué más se puede pedir en estos tiempos que entretenerse con un diccionario (o con un atlas)?
La búsqueda más rara que he hecho en mi vida
Que se me venga así a la cabeza de repente, hay una búsqueda y un hallazgo. La búsqueda fue para Dos chicas de Estambul de Perihan Mağden, que me tuve que leer unos pocos informes de autopsias en español y en turco para pillarles el tranquillo. El hallazgo fue con Me llamo Rojo de Pamuk. Ya lo he contado mil millones de veces, pero no importa. Fue una traducción muy currada (modestia aparte) en la que me hinché de estudiar cosas perfectamente inútiles para mí sobre encuadernación, ilustración, etc., de libros antiguos. Lo peor del libro era traducir textos que describían imágenes que no estaba viendo (es bastante fornicado eso) y que tenía que imaginarme a la buena de Dios. Menos mal que un día, volviendo para casa, me encontré con un anciano señor mantero que vendía libros soviéticos y uno de ellos era —mire usted por dónde— de miniaturas persas, precisamente de las que hablaba el libro de Pamuk. Las fotos estaban la mitad desenfocadas y el texto en ruso, en azerí y en no sé qué, pero podía verlo todo con mis propios ojos por fin. No vean lo que corría traduciendo a partir de ese instante. ¿Sería aquel señor una especie de genio o mago, o incluso de santo patrón de los traductores? ¿Sería malo? No lo sé. ¿Sería bueno? ¡Qui lo sa!