Viernes, 7 de agosto de 2020.
Dieciocho conferencias nada magistrales y dos discursos de circunstancias, Miguel Sáenz Sagaseta de Ilurdoz, Ediciones de la Universidad de Salamanca, marzo de 2013. 192 páginas.
Me permito empezar la reseña de un modo muy poco ortodoxo. Creo que la situación lo merece. Cuando las editoras de VASOS COMUNICANTES me propusieron reseñar este libro de Miguel Sáenz hace unos meses, me pareció una idea fantástica, un regalo. Al fin y al cabo, leer a este gran traductor y pensador siempre es un placer. Además, pensé que el libro me acompañaría a Ginebra, donde tenía apalabradas unas clases de traducción literaria y proceso editorial que iba a impartir en Semana Santa, aprovechando que sus vacaciones universitarias y las nuestras no coincidían. ¿Qué mejor libro de cabecera para un viaje así? Sería una inspiración segura.
Qué ingenua, pensarán los lectores, pero todos éramos un poco más ingenuos (o más confiados) antes de esta primavera. Además, ya se sabe que los traductores somos dados a fantasear y dudo que sea la única en imaginar escenarios fantásticos para mis ratos de lectura. El caso es que, como tantas otras cosas desde que empezó el confinamiento, ese viaje físico se canceló y me vi hablando de traducción con distintos alumnos, de aquí y de allá, a través de la pantalla del ordenador, que siempre es más fría y aséptica que un aula real.
Por suerte, el viaje mental, el intelectual, de la mano de Miguel Sáenz, sí se mantuvo, aunque fragmentado, y fui leyendo estas conferencias poco a poco, arañando momentos de ocio a una jornada kafkiana, como la que hemos vivido tantos esta primavera. Al principio lamenté no poder leerlo de un modo más seguido, más ordenado. Sin embargo, luego, al constatar que los textos se escribieron (o, mejor dicho, se pronunciaron, pues nacieron como discursos orales y conservan esa frescura de la oralidad) a lo largo de dieciséis años, pensé que en realidad no era tan mala idea que yo los leyera a lo largo de dieciséis semanas…
En efecto, más de tres lustros separan la primera conferencia, titulada «Autor y traductor», dada en San Sebastián en 1993, y la postrera, llamada justamente «Mi última conferencia» y pronunciada en Salamanca en 2009. En la primera, Miguel Sáenz introduce, por ejemplo, la idea de la traducción como «género literario que, en cierto modo, recorre verticalmente todos los demás» (p. 15). En «Mi última conferencia» da algunos consejos en calidad de «viejo traductor que se retira» (p. 168) a los estudiantes salmantinos, en la misma universidad que luego publicó este compendio de conferencias. Entre otras cosas, habla del compañerismo y la capacidad de trabajar bajo presión, así como del papel activo de los traductores a la hora de «ayudar a que surja un español del siglo xxi digno de tal nombre» (p. 171). Me ha encantado leer la supuesta despedida de Miguel Sáenz en 2009 y advertir la ironía del adjetivo «última», teniendo en cuenta que presencié, como muchos otros miembros de ACE Traductores, otra conferencia posterior, que nos ofreció en Tarazona en noviembre de 2014. Gracias a eso me he sentido un poco más cerca de él, conocedora de algo que por fuerza no había quedado plasmado en el libro, pues se publicó un año antes de dichas jornadas de Tarazona.
Habla del compañerismo y la capacidad de trabajar bajo presión, así como del papel activo de los traductores a la hora de «ayudar a que surja un español del siglo xxi digno de tal nombre»
Como es natural en unos textos que cubren un lapso tan grande, hay anécdotas y nombres que se repiten, algunos por su labor como escritores y traductores (Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Javier Marías), otros en calidad de estudiosos de la literatura y la traducción (Goethe, Shleiermacher, Jacobson, Berman, Benjamin) y otros, por supuesto, como autores de los que Miguel Sáenz se ha empapado, a quienes ha encarnado en otro idioma, a través de sus traducciones (Thomas Bernhard, Michael Ende, William Faulkner, Henry Roth, Salman Rushdie y, cómo no, su apreciado Günter Grass). Pero no solo eso. En estas escasas doscientas páginas también apreciamos la evolución de un amante de la lengua y la traducción que, con el tiempo, también expone algún cambio de punto de vista, lo cual le da una dimensión todavía más humana al libro.
Miguel Sáenz mezcla a menudo sus experiencias personales como traductor (y lector) con sus reflexiones acerca de la práctica y del oficio. De eso nos habla, por ejemplo, en «La traducción literaria: Arte, amor y todo lo demás», donde expone tres facetas de la traducción: «un arte, un oficio y una técnica» (p. 37). También nos presenta una dicotomía en «La traducción literaria: infierno y paraíso», en la que expresa unas ideas que pueden resultar controvertidas, como que «el editor es el enemigo natural del traductor» (p. 153) o que «la traducción literaria no da para vivir» (p. 154). Esta última frase podría suscitar un amplio debate (y, de hecho, se ha tratado en distintas mesas redondas de nuestra asociación y en muchas más tertulias informales, pues el maldito parné es una de las preocupaciones lógicas de los traductores literarios y editoriales en tanto que personas que queremos ganarnos la vida con una actividad que nos llena), pero no es este el espacio para hacerlo. Si lo menciono es solo para indicar que, aunque haya alguna aseveración que no comparto, comprendo el origen de esa opinión y la entiendo como testimonio basado en su propia vida profesional. Cuando nos hacen esa pregunta («¿se puede vivir de traducir libros?») es inevitable responder a partir de nuestra experiencia. Y eso es lo magnífico de esta profesión, que hay muchos perfiles de traductores literarios, pero todos compartimos la misma pasión por la literatura, la misma curiosidad intelectual. Sáenz compara la traducción con una «droga adictiva» (p. 156), y en eso sí estoy totalmente de acuerdo.
Varios temas nos acompañan durante todo el libro: la relación entre autor y traductor, la importancia del fondo y la forma, el debate entre creación e imitación, la toma continua de decisiones por parte de los traductores… Y, como un aglutinante, resurge sin cesar la empatía, una cualidad que Miguel Sáenz cree necesaria en los profesionales de la traducción (empatía hacia el autor y hacia el texto, respeto por el libro original y por la propia labor traductora) y que también me parece fundamental. Quizá debido a su vínculo con las Naciones Unidas y a su relación con personas de todo tipo de procedencias, el autor de estas conferencias insiste en la importancia de «Traducir palabras, compartir culturas», como reza otro de los títulos de este volumen. No solo se trata de comprender al otro, sino de «aprender a quererlo» (p. 30), nos dice Miguel Sáenz, y al leer sus palabras advertimos lo cerca que está la traducción de la vida y lo conveniente que es aplicar esa flexibilidad mental a todos los ámbitos en los que nos movemos.
Algunas conferencias son muy breves, con apenas cuatro o cinco páginas, entre ellas «Respeto, confianza y libertad» o «El mundo como voluntad de traducción», dos títulos muy poéticos para dos textos igual de evocadores. La conferencia cuyo título rinde homenaje a Schopenhauer es tanto un brevísimo tratado filosófico como uno traductológico. En ella, y a partir de la visión de la traducción como arte, profesión y técnica, Miguel Sáenz afirma «el traductor debe ser a la vez poeta, proletario y científico» (p. 49). Ahí es nada.
Hay otras que ocupan más del doble, como «El castellano bien templado», en la que relaciona la traducción y la música. Allí nos dice que «traducir es como interpretar una partitura» (p. 94) y que, por lo tanto, además de técnica y fundamentos teóricos, se necesita «alma» para destacar en esta labor. Esa alma debería ir acompañada de «un buen oído, lo demás llegará por añadidura» (p. 101). Qué fácil parece y qué difícil es tener ese oído siempre afinado, como bien sabemos los traductores. Cuántas veces recurrimos a la intuición, cuántas veces decimos (en voz alta o mentalmente) «Esto no me suena bien», «Así suena mejor», tanto si hablamos de opciones propias como si tenemos que juzgar las ajenas…
Otra de las conferencias más extensas es «Traducir literatura al español, pero ¿a qué español?», pronunciada en Rosario, Argentina, en 2005. Es un tema que despierta susceptibilidades y se nota que ha dado qué pensar al autor a lo largo de su carrera profesional. En estas páginas no solo nos habla de su experiencia en las Naciones Unidas y de la cantidad de variedades del español con las que entró en contacto allí, sino que hace un breve repaso por los distintos centros editoriales hispanos a lo largo del siglo xx (México, Argentina, Chile, España). Igual que en otras conferencias del volumen, Miguel Sáenz defiende la consideración recíproca y el respeto por las traducciones hechas a ambos lados del Atlántico. Si tuviéramos que sintetizar la respuesta que da a la pregunta contenida en el título sería: «a un buen español» (p. 92), que es solo uno.
Miguel Sáenz defiende la consideración recíproca y el respeto por las traducciones hechas a ambos lados del Atlántico. Si tuviéramos que sintetizar la respuesta que da a la pregunta contenida en el título sería: «a un buen español», que es solo uno
Como hijo de españoles nacido en Marruecos, el tema del colonialismo y poscolonialismo también le interesa, tal como queda plasmado en «Traducción y cultura en el ámbito literario». Allí recuerda, por ejemplo, que según Goethe «los idiomas fuertes se tragan lo extranjero y lo digieren» (p. 57), en el sentido de que no temen incorporar voces de otros idiomas, y apunta que «también en materia lingüística la soberanía reside en el pueblo» (p. 62). Junto a esos dos conceptos, en sus conferencias aparece otro igual de peliagudo: la globalización, que aborda, por ejemplo, en «Literatura mundial, traducción global, cultura universal». Allí nos habla una vez más de Goethe, por supuesto, pero también de Zygmunt Bauman, Antoine Berman, Marcelo Cohen, incluso de Noam Chomsky y Naomi Klein.
Hace unas líneas mencionaba el debate entre creación e imitación, tan frecuente cuando se trata de traducción (y de literatura en general). Miguel Sáenz lo aborda en algunas conferencias fabulosas, entre ellas «La escritura del traductor» (donde nos recuerda que «la lectura forma parte del placer de traducir» [p. 147] y que, aunque parezca paradójico, «traducir es escribir lo que leímos» [p. 146]) y «Creadores y falsarios: la paradoja del traductor». Me detendré un momento en esta última porque creo que condensa muchas de las ideas recogidas en el volumen. En sus páginas reflexiona acerca de la incongruencia que acompaña los debates sobre la creación y la «falsificación» literaria. Por un lado, hay quien dice que todos los autores son en realidad traductores. Por otro lado, se afirma que los traductores son también autores. Pero, al mismo tiempo, puede decirse que no hay ni autores ni traductores, solo «escritores y textos» (p. 65). Ante este embrollo, Sáenz opta por una solución salomónica y nos dice que el traductor es «creador y falsario a la vez» (p. 67) y no solo eso, sino que «todo traductor está, en el fondo de su corazón, convencido de ello» (p. 67). Esta apostilla es reveladora: los traductores no nos engañamos (o al menos, no siempre) pues, aunque creemos una obra nueva al traducir, sabemos que esa novedad nace de la imitación del original, está por fuerza supeditada a él. Como dice Miguel Sáenz, sus traducciones le pertenecen, pero «son mías no en versión original sino doblada» (p. 71). De todos modos, si tuviera que quedarme con una sola idea de esta conferencia sería la del traductor como camaleón. «El traductor es camaleónico por definición», «un imitador de voces nato» (p. 67), nos dice, algo que comparto plenamente, como bien saben mis estudiantes.
Otra de las conferencias en las que trata el tema de la creación y la imitación se titula: «Es una copia… Es un original… Es ¡una traducción!», un guiño a Superman que el propio autor comenta al principio de la conferencia. Como aficionada a los detalles curiosos y las asociaciones mentales, me ha encantado leer las explicaciones de Miguel Sáenz acerca de los títulos, ver cómo articulan y condicionan el discurso posterior. De eso habla, por ejemplo, en la conferencia que lleva por título la evocadora cita «En el principio morava». En dicha conferencia, pronunciada en Córdoba en 2006, recuerda el carácter poético de la Biblia y aborda el eterno dilema de si es preciso o no ser poeta para traducir poesía. Sirva de muestra de que, en estas páginas, cualquier expresión y cualquier comentario es motivo de reflexión, lo cual las hace todavía más amenas y estimulantes.
Y es que estas conferencias sobre traducción son en realidad una especie de lecciones de vida. En «Lo que se puede aprender se puede enseñar. Por ejemplo, traducir» nos recuerda el valor de la humildad, ya que «Nadie es más que nadie» (p. 160), y de la integridad (en la traducción y en la vida). En su opinión, debemos hacer nuestra labor lo mejor posible y mantener una ética profesional, en las circunstancias que sea: «No hay instancia más alta que uno mismo» (p. 165).
Cierran el volumen los dos «discursos de circunstancias», de los cuales destacaría el segundo: «La soledad del traductor». En él recuerda uno de los privilegios de nuestra profesión: la posibilidad de dialogar con grandes pensadores a través de las traducciones que realizamos. Sean cuales sean nuestras circunstancias «reales», siempre tendremos un refugio (a veces incómodo, lo reconozco, sobre todo cuando nos enfrentamos a un escollo importante en el texto) que nos permitirá evadirnos, concentrarnos en las palabras y escenas que tenemos delante, y echar a volar. En palabras de Miguel Sáenz, «el traductor, el lector más apasionado que existe, vive permanentemente en mundos fantásticos» (p. 188). En una situación como la actual, en la que tantas personas, traductoras o no, se han visto obligadas a vivir una soledad física (o un aislamiento), los libros han servido de compañía, han dado fuerza y, en el caso de muchos traductores y traductoras, creo que han sido una tabla de salvación ante el caos circundante. Por mi parte, he tenido la suerte de poder contar, entre otros, con el delicioso volumen de Miguel Sáenz, que recomiendo a los lectores de esta revista.
Ana Mata Buil es traductora de novela, ensayo y poesía, correctora y coordinadora editorial desde hace más de quince años. Tiene un Máster en Literatura Comparada y Traducción Literaria (2011) y un Doctorado en Traducción Literaria (2016). Dedicó su tesis doctoral al estudio de las antologías poéticas traducidas y, en concreto, a la obra de la poeta modernista Edna St. Vincent Millay. Desde entonces, no ha dejado de ahondar en el estudio y la traducción de esta poeta y hace unos meses publicó una Antología poética (Lumen, 2020) que cubre toda la carrera de Millay y presenta más de cien poemas en edición bilingüe.
Desde 2011 compagina la labor como traductora y correctora autónoma con la docencia en el grado de Traducción y Ciencias del Lenguaje de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona) y en el Máster de Traducción Literaria y Audiovisual de la Barcelona School of Management-UPF, donde ejerce también de codirectora académica junto con Olivia de Miguel y Patrick Zabalbeascoa. Asimismo, da clases en el reciente Postgrado de Corrección de la URV (Tarragona).
Es colaboradora habitual del grupo Penguin Random House, aunque trabaja también para otras editoriales. Ha traducido, entre otros, a Patti Smith (Augurios de inocencia, Devoción y El año del Mono), Anne Tyler (El hombre que dijo adiós y El hilo azul), Lauren Groff (En manos de las Furias y Florida), Robert Graves (Cuentos completos), Edna O’Brien (La chica), Barbara Pym (Los hombres de Wilmet y Jane y Prudence), Diane Setterfield (Érase una vez la taberna Swan), John Boyne (El increíble caso de Barnaby Brocket) y Tomi Adeyemi (Hijos de sangre y hueso, por el que obtuvo el Premio Kelvin505 a la mejor novela juvenil traducida en 2018, e Hijos de virtud y venganza).