Viernes 17 de abril de 2020, Granada.
Para mí es muy difícil escribir este artículo, porque no me funciona la cabeza. Cuando el cerrojazo me pilló con la mesa vacía, me dije, como muchos, «qué bien, ahora voy a poder ponerme al día con los libros y los artículos, podré estudiar, escribir, poner orden en mi vida».
La realidad es que, tres semanas después, solo he podido terminar una novela policiaca y el resto del tiempo no sé qué he hecho.
Algo de trabajo me ha entrado, no mucho. Claro, que más vale que no me entre mucho, tardo un día en hacer 500 palabras miserables y las entrego como quien echa agua a un cesto, consciente de que algo se me escapa inevitablemente y he perdido el control.
Y eso que yo no estoy tan mal, no tengo problemas acuciantes, en casa todos bien. Y no quiero ni pensar en los que, acostumbrados a estar solos la mayor parte del día, ahora tienen que compartir el espacio, la informática y la intendencia con otros miembros de la familia que también tendrán sus necesidades, pero hasta ahora tenían prohibida la entrada en nuestro sanctasanctórum. Y eso, todo un día de pandemonio infinito con las benditas, benditas entregas que no van a esperar.
Así que, efectivamente, no sé qué he hecho estas tres semanas. Los primeros días, los pasaba con los ojos clavados en las cifras, a ver si me transmitían un mensaje del más allá. Cuando no estaba mirando cifras, estaba sentada delante de la televisión a ver ruedas de prensa como si no hubiera un mañana, como si me hubiera hipnotizado una serpiente, intentando leer entre líneas algo que me ayudara a descifrar esos números que no conseguía comprender.
Luego llegó la fase de la superinformación: venga y venga a leer artículos científicos contradictorios sobre mascarillas y procedimientos de desinfección, periódicos españoles, franceses, italianos e ingleses, análisis de las cifras, análisis de los análisis de las cifras, previsiones, prospectivas…
Los intercambios de mensajes y las llamadas también se llevan lo suyo: cómo estás, dónde te ha pillado, cómo lo llevan los niños, cómo están tus padres… Destroza tanto el miedo cerval a que a los tuyos les pase algo, nos hemos descubierto tan vulnerables. Son infinitos los repasos a la agenda, por si nos hemos olvidado de una amiga mayor o enferma que está sola, de la prima a la que no vemos hace… ¿diez años? y que de repente nos llena de preocupación. Porque el confinamiento se llena de fantasmas y de ausencias que no sabemos cómo gestionar.
Y Twitter. No sé qué habríamos hecho sin Twitter. La imagen de esta pandemia será para siempre jamás esa pantalla por la que iban entrando en ordenadas columnas mensajes de familiares, amigos, compañeros, desconocidos y sin embargo amigos, comunicadores científicos, periodistas y periódicos, facultades, editoriales, médicos y farmacéuticos, ministros, enfermos, museos, profesores, centros culturales, conformando una foto de la nueva realidad que se estaba creando ante nuestros ojos, tan diferente de la de antes. Con sus charlitas intrascendentes o sus debates sesudos, a los que te sumabas un rato o que te quedabas leyendo en silencio. Como una colmena en la que cada cual se dedica a lo suyo mientras comparte chispazos de lo que hace o se concede unos minutos de charla intrascendente.
Luego están los concursos y actividades diversas: trivial de traducción bíblica, juegos de rol, encuestas rápidas, retos sobre palabras bonitas o feas, concursos de fotos o de traducciones, propuestas o informes de lectura, quedadas culinarias, mucho cine. Algunos traductores ofrecen vídeos, otros ofrecen podcast, otros, cursos gratuitos. Otros se arrancan analizando corpus o comparten ventanas al mundo desde un museo o una biblioteca. La tendencia reciente son los grupos de traductoras viendo teatro en comandita y comentando las jugadas con impagable mala leche. El confinamiento nos ha hecho descubrir placeres insólitos.
Los traductores somos seres muy gregarios. Yo nunca he entendido esto de que tenemos un oficio solitario, porque no es verdad
Los traductores somos seres muy gregarios. Yo nunca he entendido esto de que tenemos un oficio solitario, porque no es verdad. No paramos de quedar para comer, beber, hablar (de traducción, casi siempre), en grupos pequeños y grandes, con motivos más o menos improvisados o programados. Ahora seguimos quedando. En las redes sociales, sobre todo, o por algún programa de videoconferencia: ya hay hasta tertulias fijas. Siempre agradeces infinito ver y escuchar a los compañeros. Yo me quedo derretida delante de la pantalla mirando o leyendo y pensando en la suerte que tengo y qué equipazo somos. De vez en cuando alguien excusa su presencia al vermú virtual. Ya te imaginas que no tiene la cabeza, porque intuyes que le ha pasado algo o simplemente porque ese día no tocaba. Lo sabes porque también tienes días en los que más vale que no hables con nadie, no vayas a contagiar algo peor que el bicho.
Las asociaciones de traductores también van organizando sus cosas: tertulias virtuales, cursos por internet… En las listas de traductores casi no se habla de traducción, se comparten noticias, carencias, deseos, se habla de mascarillas, de pandemias, de autónomos, de economía. Se nota la angustia en algunas preguntas tímidas sobre propuestas indignas o sobre volumen de trabajo, y también por los hilos explosivos de indignación con los buitres que, no solo no van a compartir la carga de lo que está pasando, sino que además pretenden aprovecharlo para esquilmarnos un poco más.
En medio de tanto despliegue de actividad confinada, unos trabajan más y otros menos. Algunos se han encontrado con uno, dos o más libros en el horno, que de repente han empezado a tener menos prisa. Como la pandemia llegó en esa última ventana de producción previa a la Feria del Libro (¡ay, la Feria del Libro!), muchos acababan de salir de un festival de entregas apresuradas y ahora tienen la mesa vacía. Se oye hablar de vez en cuando de alguien que conoce a alguien que tiene un libro nuevo, pero de eso hay poco. Y los que no hacen libros, lo mismo: depende. Es innegable que hay sectores que siguen trabajando. Otros han reducido el ritmo, pero ahí están. También han aparecido otros nuevos, impulsados por la digitalización apresurada o por la propia pandemia, pero muchos clientes se han metido en la cueva hasta que escampe y a los intérpretes se les ha caído en la cabeza un chaparrón de anulaciones en el mismo momento de abrir la temporada, cuando ya llevaban unos cuantos meses al ralentí. Parece que en algunos sectores se adivinan pequeños repuntes, como si la vida volviera a asomar tímidamente la cabeza. Ojalá.
Los que se dedican a la docencia intentan domesticar a toda prisa el mundo de la enseñanza virtual, a costa de muchas horas y mucho esfuerzo, tratando de que la vida no se pare, a fuerza de echarle horas e imaginación.
Y ahí vamos, con días (y con noches) mejores y peores, con los problemas de intendencia y la pachorra infinita, con la convivencia exacerbada y los placeres de la compañía que nos quede, ya sea real o virtual, con los botines que llegan de la compra, que son como el cofre del tesoro, aunque en las bolsas solo haya leche, lentejas y lavavajillas, con las ganas de salir, de ver y abrazar a tanta gente, con el miedo por lo que pueda pasar, con la nostalgia del mundo de antes (que a veces solo era una caña bien tirada, o el mar), con los pequeños placeres, con las preocupaciones que nos guardamos y las que nos explotan en la cara.
La cosa es que, cuando salgamos de esta, porque de todo se sale, habrán cambiado las reglas del juego de la cultura, de la enseñanza, de la traducción y la interpretación, pero todavía no sabemos cómo, ni con qué modelo económico, ni con qué equilibrio entre lo real y lo virtual, entre el trabajo presencial o a distancia. Y menos todavía sabemos qué lugar va a ocupar en ese mundo remendado la sufrida tropa de infantería.
Cuando salgamos de esta, habrán cambiado las reglas del juego, pero todavía no sabemos cómo (…) Y menos todavía sabemos qué lugar va a ocupar en ese mundo remendado la sufrida tropa de infantería.
Y, por lo demás, aquí estamos. Si hemos sobrevivido a todo esto, incluidos los pinchadiscos de balcón, si hemos experimentado la inmensa vulnerabilidad de que nos puede pasar realmente cualquier cosa y hemos salido adelante, tampoco van a poder con nosotros tan fácilmente.
Si hemos sobrevivido a todo esto (…) tampoco van a poder con nosotros tan fácilmente
Alicia Martorell es traductora desde hace más de 30 años. Sus campos de especialización son las ciencias humanas y sociales, la comunicación financiera y empresarial y los textos jurídicos. Es socia de ACE traductores, Asetrad y la SFT francesa. Ha traducido, entre otros autores, a Roland Barthes, Simone de Beauvoir y Cioran.