La traducción: una lectura exigente – Dolors Udina

Con motivo de la concesión a Dolors Udina del Premio Nacional a la Obra de un Traductor que concede el Ministerio de Cultura y Deporte, recuperamos el artículo publicado en el número 48-49 de VASOS COMUNICANTES.

Dolors Udina

¿Por qué la traducción no es un tema como cualquier otro? Quiero decir, ¿qué es lo que predispone a un auténtico fervor del sentido, llegando a veces al debate, como si detrás de cada palabra se ocultase una apuesta de vida, una visión del mundo en miniatura?

Así empieza el libro que la poeta quebequesa Nicole Brossard[1] dedicó a reflexionar sobre la traducción y en el que, a partir de su experiencia como poeta traducida, intenta desentrañar el misterio de esta actividad que, desde su punto de vista, transita por los mismos circuitos afectivos y asociativos que la creación. Con un título tan evocador como Et me voici soudain en train de refaire le monde, Brossard escribió este libro para interrogarse sobre el poder alquímico de la palabra al pasar de una lengua a otra y para hacerse preguntas sobre la traducción, equiparándola, sobre todo, a la creación literaria. Cuenta Brossard que, a raíz de la traducción al castellano de una novela suya, Barroco del alba[2], una crítica se preguntaba por qué motivo, teniendo en cuenta la realidad española en relación con el feminismo, el libro no logró encontrarse con su público natural feminista, lésbico y vanguardista. La conclusión de la crítica, Córdoba Serrano[3], (citada en Brossard[4]) era que:

Barroco del alba está bien traducida al español pero, en cierta medida, la obra está neutralizada en su aura energética y rebelde. Se ha aguado el sentido y no ha logrado mantener al lector o lectora en estado de alerta y tensión: la traducción es irreprochable, pero no «tiene alma», es incapaz de guiñar el ojo y de generar invenciones cómplices. En definitiva, se trata de una traducción Teflon, en el sentido de que «no engancha».

Brossard califica esta aproximación a la traducción de «nula», de poca participación por parte de la traductora en el diálogo necesario para dar nueva vida al texto. En contraposición a la aproximación nula, Brossard habla de la aproximación identitaria (las ganas por parte del traductor de hacer que circule el mensaje del original); la aproximación lúdica permisiva (cuando el propio texto invita a ser utilizado para el placer, la reflexión o la emoción); la aproximación interactiva responsable (cuando la traducción es hecha por un traductor) y la aproximación interactiva libre (cuando la traducción es hecha por el propio autor). En estos dos últimos casos, distingue tres elementos en la traducción: leer, comprender (adueñarse del texto) y dialogar con él cuestionando el valor y el sentido de las palabras.

Después de treinta años (justos, constato al escribir estas líneas) de dedicación profesional a la traducción, de vivir sumergida entre libros leídos en un idioma y reescritos en otro, no he conseguido desentrañar el misterio de lo que ocurre cuando la obra escrita en un idioma queda suspendida en la nada antes de empezar a darle forma en el nuevo idioma. ¿Cómo es posible, si la literatura es ante todo lengua, que de pronto esta lengua deje de existir y por unos instantes el libro viva en un limbo, languageless, antes de encontrar un nuevo idioma donde habitar? Es una cuestión que no ha dejado de intrigarme desde que empecé mi carrera como traductora. No creo que halle nunca la respuesta a esta pregunta, pero, mientras tanto, me gusta que el misterio se reproduzca en una novela tras otra y que me permita abordar la siguiente traducción con la esperanza de encontrar en ella, tal vez, el secreto y con el mismo entusiasmo (o casi) que me invadía cuando empecé.

¿En base a qué criterios juzgamos la excelencia de una traducción? No hay duda de que la traducción es subsidiaria del texto original y que su calidad como texto literario dependerá en primer lugar del original. Pero, tras aceptar esta premisa, todos los que traducimos sabemos que, cuanto más profundizamos en un texto, cuanto más tiempo y trabajo le dedicamos, más posibilidades tenemos de que afloren distintos sentidos y de que el efecto que produzca en el lector sea más categórico. Normalmente, los libros exigen más tiempo del que solemos otorgarles cuando leemos y, desde mi punto de vista, una de las grandes ventajas que tiene la traducción sobre la lectura es que, para reescribir un libro, para poner la obra en movimiento y hacerla llegar a nuestro idioma, no nos queda más remedio que dedicarle el tiempo necesario, que suele ser mucho. Cuando traducimos, cuando después de escribir las palabras equivalentes pasamos una y otra vez por el texto para pulirlo, para afinarlo (en el sentido de ordenarlo) y sacarle todo el jugo posible, ampliamos la correlación entre la palabra que hemos pensado en primera instancia al traducir el texto y la que nos inspira la dedicación misma a repasar, a buscar en el acervo del autor el significado más adecuado.

Siempre he sentido admiración por los traductores que dicen repasar muy poco el texto, que cada página que traducen queda prácticamente vista para sentencia. Supongo que la metodología depende sobre todo del tipo de organización mental de cada uno, pero yo reconozco que necesito pasar muchas veces por el texto traducido para poder darlo por bueno. El primer borrador me sirve principalmente para captar el tono del libro y el segundo para resolver los problemas de traducción que haya podido dejar pendientes pensando que con todo el texto traducido podría encontrar las respuestas. A partir de la tercera revisión es cuando traducir me produce el máximo placer, cuando tengo realmente la impresión de estar «creando» un texto nuevo, de insuflarle vida. Repasar minuciosamente el texto cuando ya está compuesto centrando la atención en factores menores, gramaticales y musicales, me parece que es lo que crea la tensión que le da en parte volumen y relieve.

Como una de las sugerencias que recibí para elaborar este texto era plantear algún aspecto que diese pie a la discusión, se me ocurre proponer dos temas en los que hay disparidad de opiniones entre los traductores. Uno es la retraducción de textos clásicos y la caducidad de las traducciones, y el otro es la cuestión de si para traducir poesía hay que ser poeta.

Una de las traducciones a la que he dedicado más tiempo y más revisiones es la de Mrs Dalloway, que traduje al catalán en 2013[5]. Se trataba de una nueva versión, puesto que había sido publicada en 1930 en traducción de Cèsar August Jordana[6]. ¿Hasta qué punto es cierto que todas las traducciones caducan y que cada generación necesita su propia traducción? En uno de los interesantes artículos sobre traducción que escribe en The New York Times el escritor y traductor ítalo-americano Tim Parks[7], cuenta que, cuando le propusieron hacer una nueva traducción del Decamerón al inglés, intentó hacer un trozo para ver si podía mejorar las versiones anteriores y, después de leerlas todas, declinó el ofrecimiento porque le pareció que su versión no conseguía transmitir la energía del texto del siglo XIV y que no mejoraba la que había hecho John Florio en 1620. Leyendo esta traducción del siglo XVII, dice, experimentaba exactamente el mismo placer que leyendo a Bocaccio en italiano.

En mi caso, además de haber pasado más de ochenta años desde la publicación de la primera señora Dalloway catalana, había que tener en cuenta que Jordana había hecho la traducción tan sólo cuatro años después de la publicación de la obra en inglés (en 1926), y que, como es obvio, no podía saber el papel que tendría la literatura del llamado modernismo inglés en la literatura mundial ni la influencia de Virginia Woolf en años futuros. La traducción de Jordana era notable, pero, sin duda, ochenta años de estudios woolfianos y de evolución de la lengua catalana hacían necesaria una nueva aproximación.

Uno de los principales problemas de este libro a la hora de traducirlo es que las incoherencias, el hermetismo, las imágenes borrosas y la falta de definición tienen un propósito definido y forman parte de una estrategia, que es precisamente lo que hace el lenguaje más vital y poético. En las reflexiones de los distintos personajes hay aparentes faltas de coherencia que no lo son para el personaje pero que quedan abiertas a distintas interpretaciones por parte del lector. Como para traducirlo tenía que entenderlo todo, en una de las fases de la traducción (pongamos en la tercera o cuarta revisión) tenía tendencia a explicitarlo todo, como mínimo para entenderlo yo. En un momento dado me di cuenta de que, si lo que pretendía era hacerlo todo tan comprensible, perdía sin remedio la fuerza del texto al borrar los enigmas que la escritora dejó abiertos. Así, en una de las últimas lecturas (la octava o la novena) me dediqué a eliminar todo lo que había añadido para que se entendiera más. La fidelidad al texto original exigía este desnudamiento del sentido.

Un aspecto importante, en esta y otras traducciones, es el de la puntuación. En Mrs Dalloway hay un sinfín de signos de punto y coma y apenas nunca puntos suspensivos. En principio (me oigo a mí misma diciendo en clases de traducción) no siempre es imprescindible seguir la puntuación del original, pero tampoco hay que cambiarla por sistema, claro. Una objeción podría ser que el punto y coma no se usa tanto en nuestro idioma (ya sea castellano o catalán), pero sospecho que es un argumento tan débil y poco contrastado como el de que en nuestro idioma no tiene buena prensa la repetición de palabras y que hay que evitarla. Cuando empecé a traducir La senyora Dalloway, me confundía tanto punto y coma y buscaba una razón para eliminar al menos algunos. No encontré la razón y, para seguir la música del original y ser fiel al estilo de la autora, me pareció que tenía que reproducir casi con exactitud su puntuación. Cuando consulto versiones francesas, sobre todo, me sorprenden los cambios que los traductores galos se permiten, incluso en el punto y aparte, por ejemplo, que creo que en general forman parte del estilo del autor o, al menos, de la manera como quiere contar la historia.

Hay muchas frases de Mrs Dalloway que me hicieron reflexionar horas y horas. Aunque prácticamente no miré la anterior traducción catalana hasta muy al final, sí que consulté con asiduidad tres versiones francesas, dos italianas y cuatro en castellano. Aparte de la primera frase, de una claridad diáfana que pocas veces vuelve a encontrarse a lo largo del libro («Mrs Dalloway said she would buy the flowers herself») y en la que prácticamente no hay diferencia entre las versiones, casi inmediatamente después aparecen las expresiones: «What a lark! What a plunge!». Se han escrito miles de páginas sobre estas dos exclamaciones, sobre todo la segunda, en la que muchos estudiosos ven un paralelismo con el plunge del personaje que se suicida tirándose por la ventana. Es increíble la diversidad de traducciones de estas dos frases: de las italianas «Che emozione! Che tuffo al cuore!», «Che gioia! Che terrore!», «Che allegria! Che tuffo!»; a las francesas «Que de rires! Et de plongeons!», «La bouffée de plaisir! le plongeon!»; a las castellanas «¡Qué emoción! ¡Qué zambullida!», «¡Qué deleite! ¡Qué zambullida!» o «¡Qué fiesta!», «¡Qué aventura!», y a la catalana de Jordana: «Quina delícia! Quin cabussó!». Mi primera traducción fue «Quin deliri! Quina capbussada!», pero me costaba imaginarme a Clarissa Dalloway abriendo la ventana un día especialmente luminoso en Londres y diciendo «quina capbussada», que remite inmediatamente a pensar «qué chapuzón». Finalmente, después de mucho pensar y de sacarlo a menudo en la conversación, encontré una opción que me pareció que producía la sensación más exacta: «Quin esclat de vida! Quina plenitud!». Ciertamente perdía el sentido de «lanzarse» que implica el plunge, sobre todo teniendo en cuenta que cinco frases más abajo aparece el verbo plunge, que tenía que traducir del mismo modo. Lo resolví traduciendo este segundo verbo como «es capbussava de ple», un ple que remitía a la «plenitud» de antes.

Que haya esta diversidad de soluciones para dos simples frases me parece extraordinario y un motivo a favor de consultar distintas traducciones, no para copiarlas, obviamente, sino para propiciar una especie de diálogo entre ellas que lleve a ver una solución mejor y que permita evitar errores fácilmente evitables. Sin duda esto implica dedicar mucho más tiempo que el normal a una traducción y, no hace falta decirlo, es un desastre desde el punto de vista económico, pero hace años decidí no profundizar en la lamentable eficacia pecuniaria de la traducción para no tener que cambiar de trabajo y seguir viviendo sin amargura.

Sin amargura, es decir lejos del mundo de las tarifas, se vive traduciendo poesía. No creo que haya una diferencia abismal entre la traducción de prosa y la de poesía. Del mismo modo que no hace falta haber escrito una novela para traducir con acierto cualquier novela, creo que no hace falta ser poeta para traducir poesía, aunque desde luego es indispensable tener una sensibilidad poética y leer y haber leído mucha poesía. Aunque he traducido infinitamente más prosa y ensayo que poesía, me gusta el reto que supone buscar la manera de decir un poema en mi propia lengua, de reconocer las múltiples posibilidades de decirlo. Una diferencia evidente es que, cuando traduces (y cuando lees) prosa, las palabras van adquiriendo ímpetu mediante una serie de acciones que nos empujan hacia el desenlace y prácticamente nos dictan el camino que lleva a un fin. Un poema tiene muchos más espacios en blanco (intraducibles pero vitales), menos palabras y menos necesidad de correr hacia adelante, por lo que la conciencia de los sonidos y las asociaciones de los posibles significados son fundamentales. El proceso de ir absorbiendo un poema es muy largo, a cada lectura se plantea una nueva manera de decirlo y, a medida que se va cultivando, uno acaba encontrando el sentido exacto que le sugiere; cuanto más lo trabaja, más se identifica con él, de manera parecida a cuando leemos poesía, que a cada lectura del poema encontramos algo nuevo, cada vez nos dice más.

¿Es más difícil traducir poesía que traducir prosa? Creo que es igual de difícil, lo que cambia es el tipo de dificultad. En el poema, sobre todo en la poesía contemporánea, las palabras de cada verso son la condensación de lo que el autor quiere decir; uno no sabe de dónde viene lo que expresa ni hacia dónde quiere ir. Si no cuentas con una explicación del poema por parte del autor (cosa con la que, como es evidente, no se suele contar), hay que deducir qué hay detrás de cada palabra. Una ventaja de traducir poesía sobre traducir prosa es que no hay tanta gramática. Si no es que se trata de una balada o de un poema que cuenta una historia, en un poema suele haber pocas conjunciones, preposiciones o frases subordinadas; aunque esto complica la comprensión, también facilita reescribirlo. Pienso por ejemplo en los poemas de Robert Creeley, un poeta norteamericano de la llamada generación beat. Traduciendo sus poemas me daba cuenta de que en el proceso de traducción tenía que alejarme mucho del original para encontrarle sentido y, después de releer y revisar el poema una y otra vez, resultaba que la traducción era totalmente literal. Tenía la impresión de que el camino que había recorrido el autor para llevar el texto a la versión final era el que, a través del laberinto semántico o sintáctico, tenía que recorrer yo en el otro sentido.

Como es evidente, cada tipo de poesía plantea una serie propia de problemas.

Hace unos años traduje los sonetos que Elizabeth Barrett Browning dedicó a Robert Browning. El reto, en este caso, era conseguir reescribir con palabras que no fuesen extrañas a mi experiencia personal las imágenes e ideas que Barrett plasmó con tanta eficacia y precisión en unos poemas de amor escritos hace más de ciento cincuenta años. Para traducirlos, para poder leerlos en catalán, tuve que buscar una forma que entroncara con la tradición sonetista catalana y decidí reescribirlos en decasílabos, aunque sin rima, para primar el sentido del poema. Los 44 poemas que forman el libro titulado Sonets del portuguès[8] siguen el argumento de la evolución de la relación amorosa entre los dos poetas desde el punto de vista de Elizabeth Barrett, por lo que el campo de interpretación es limitado. La constricción de tener que expresar cada verso en decasílabos y con unas cesuras determinadas me obligaba a profundizar más en cada verso para extraer de él la máxima energía.

Hay casos, en poesía como en prosa, que tengo la tentación de decir que son intraducibles, o al menos que es muy difícil conseguir una traducción que esté al nivel del original. Pienso en Emily Dickinson, autora de una poesía que cuando la lees en inglés sientes un puñetazo en el estómago y, en traducción, el efecto pocas veces produce más que un rasguño: como le oí decir una vez a una traductora de Dickinson (María-Milagros Rivera Garretas), sus versos pueden calificarse de «metáforas de metáforas». Otro caso más evidente todavía es el de Pushkin, que difícilmente emociona en otra lengua como emociona en ruso a los rusos. Dice Cocteau: «Veinte veces pedí que me lo tradujeran. Veinte veces el ruso a quien había recurrido abandonaba la empresa, diciéndome que la palabra «carne» que usaba Pushkin ya no quería decir «carne», pero le ponía al lector en la boca el sabor de la carne, y que eso solo lo hacía Pushkin»[9].

También esta intraducibilidad o dificultad de trasladarlo todo a la lengua de traducción puede encontrarse en la prosa. Hace unos meses traduje del castellano al catalán un texto de Camilo José Cela: una especie de guía de Madrid. Conociendo la figura de Cela, notaba que al traducirlo perdía sin remedio su manera rotunda y castiza de expresarse, que no era trasladable al catalán: no había sido nunca tan plenamente consciente de lo que perdía en la traducción, no de lo expresado en el texto, sino del aura que lo rodea. Otro ejemplo que me ha llamado la atención es del libro Intemperie, de Jesús Carrasco[10], una novela rural estremecedora que leí recientemente. Hablaba su traductora al inglés, Margaret Jull Costa, de la dificultad de trasladar al inglés una frase, la segunda del libro: «Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas»[11]. Puede traducirse literalmente, claro, pero nunca transmitirá la aridez casi dolorosa que capta enseguida el lector en español.

Como nuestro oficio es la traducción, mejor ceñirnos a lo traducible. Es posible que en la traducción se pierda algo, pero creo que es mucho más lo que se gana. Traducir, he acabado por reconocer después de más de doscientos libros, es para mí la mejor manera de vivir (y de leer) que he podido encontrar. No puedo resistirme a citar otra vez a Nicole Brossard, para terminar diciendo con palabras de poeta lo que me gustaría transmitir: «Lo que se lee en un texto es su energía y sin duda es eso lo más difícil de traducir, porque la energía es lo que se desprende de un texto cuando se lee y se asimila, y es esta fina seda del vivir lo que habrá que traducir»[12].

 

NOTAS

[1] Nicole Brossard, I de sobte sóc aquí a punt de refer el món, trad. Antoni Clapés, Mallorca-Barcelona, Adia Ediciones – Café Central, 2017, p. 9.

[2] Nicole Brossard, Barroco del alba, trad. Pilar Giralt Gorina, Barcelona, Seix Barral, 1998.

[3] María Sierra Córdoba Serrano, «Baroque d’aube traduit en Espagne : une “re-belle et infidèle”», en Le Québec traduit en Espagne. Analyse sociologique de l’exportation d’une culture périphérique, Otawa, Les Presses de l’Université d’Otawa, 2013.

[4] Nicole Brossard, I de sobte sóc aquí a punt de refer el món, trad. Antoni Clapés, Mallorca-Barcelona, Adia Ediciones – Café Central, 2017, p. 22.

[5] Virginia Woolf, La senyora Dalloway, trad. Dolors Udina, Barcelona, RBA/La Magrana, 2013.

[6] Virginia Woolf, Mrs Dalloway, trad. Cèsar August Jordana, Badalona, Edicions Proa, 1930.

[7] Tim Parks, «When Not Translate», The New York Review of Books, 7 de noviembre de 2016.

[8] Elizabeth Barrett Browning, Sonets del portuguès, trad. Dolors Udina, Vic, Cafè Central/Eumo Editorial, 2006.

[9] Jean Cocteau, La dificultad de ser, trad. María Teresa Gallego Urrutia, Madrid, Siruela, 2006, p. 120.

[10] Jesús Carrasco, Intemperie, Barcelona, Seix Barral, 2013.

[11] Margaret Jull Costa, «A word from the translator – ‘stark, moving, visceral’», en English PEN’s World Bookshelf. 11 de mayo de 2015. [En línea.] <http://worldbookshelf. englishpen.org/Writers-in-Translation-blog?item=30>

[12] Nicole Brossard, I de sobte sóc aquí a punt de refer el món, trad. Antoni Clapés, Mallorca-Barcelona, Adia Ediciones – Café Central, 2017, p. 46.

 

Dolors Udina es traductora literaria y profesora asociada de traducción de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB desde 1998. Ha traducido al catalán obras de novelistas como Jean Rhys, Virginia Woolf, Alice Munro, J. M. Coetzee, Toni Morrison, Raymond Carver, Nadine Gordimer, R. R. Tolkien y Jane Austen; ensayistas como Aldous Huxley, Isaiah Berlin, E. H. Gombrich, E. M. Forster y Carl Sagan; y poetas como Elizabeth Barrett Browning y Robert Creeley. En 2009 recibió el Premio Esther Benítez de Traducción por Home lent, de J. M. Coetzee, y en 2014 el Premio Crítica Serra d’Or por la traducción de La senyora Dalloway de Virginia Woolf. Ha publicado artículos sobre literatura y traducción en La Vanguardia, El País, Diario de Mallorca, Transversal, Vasos Comunicantes, Quaderns de Traducció y Reduccions. En 2017 recibió el Premi Ciutat de Barcelona de Traducció en Llengua Catalana por la traducción de The Devils of Loudun, de Aldous Huxley (Adesiara) y en 2018, la Cruz de Sant Jordi de la Generalitat. En 2019 fue galardonada con el Premio Nacional a la Obra de un Traductor que concede el Ministerio de Cultura y Deporte por su trayectoria como traductora de lengua inglesa al catalán y castellano.