Lunes, 17 de noviembre de 2025.
El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:
Primer premio: Manuela Berdún Gistain por su traducción del francés de «L’ange et les pervers», de Lucie Delarue-Mardrus.
Segundo premio: Jesús González Yumar por su traducción del inglés de «Kew Gardens», de Virginia Woolf.
Tercer premio: Héctor Adrián Trujillo Vázquez por su traducción del portugués de «Os mortos não voltam», de Florbela Espanca.
Kew Gardens, publicado en 1919, es un relato en el que Virginia Woolf empieza a experimentar con las técnicas modernistas que después veremos completamente desarrolladas en La señora Dalloway y Al faro. A continuación podemos leerlo traducido por Jesús González Yumar.

EL JARDÍN BOTÁNICO DE KEW
En el parterre ovalado nacían unos cien tallos, de los que a media altura brotaban hojas con forma de lengua o de corazón y en cuyas puntas se abrían pétalos rojos, azules o amarillos con machitas de colores; y de su oscuro interior rojo, azul o amarillo asomaba una vara recta, cubierta de polvo dorado y con la punta un poco aplastada. Los pétalos eran lo bastante voluminosos como para que la brisa estival los meciera, y cuando se movían, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban y la tierra marrón se teñía de un enredo de colores. La luz se esparcía, bien sobre el suave dorso gris de una piedrecilla, bien sobre la concha marrón de un caracol y sus conductos circulares, o, al rozar una gota, expandía con un rojo, un azul y un amarillo tan intensos las finas paredes de agua que habría sido de esperar que estallara y desapareciera. Sin embargo, la gota recuperó enseguida su tono argénteo, y la luz, al caer sobre la superficie de una hoja, desveló las ramificaciones fibrosas que escondía y siguió avanzando hasta iluminar las vastas áreas verdes que se extendían bajo la cúpula de hojas con forma de lengua y de corazón. Luego, se elevó una pronta ráfaga de brisa y llenó de destellos de color el aire y los ojos de los hombres y de las mujeres que caminaban por el Jardín Botánico de Kew en julio.
Las siluetas de aquellos hombres y de aquellas mujeres pasaban junto al parterre con un curioso movimiento irregular, no muy diferente al de las mariposas blancas y azules que cruzaban el césped serpenteando de un parterre a otro. El hombre paseaba distraído unos pocos centímetros por delante de la mujer, que lo seguía con mayor resolución mientras volvía la vista de cuando en cuando para comprobar que los niños no se habían quedado atrás. El hombre mantenía la distancia con la mujer a propósito, aunque tal vez de manera inconsciente, pues quería continuar a solas con sus pensamientos.
«Hace quince años, estuve aquí con Lily», pensó él. «Nos sentamos cerca de un lago y le rogué toda la tarde que se casara conmigo. Una libélula daba vueltas a nuestro alrededor. Recuerdo perfectamente la libélula y la hebilla plateada que tenía en la punta el zapato que ella llevaba. Todo el tiempo que estuve hablando observé su zapato y cuando lo movió con impaciencia supe sin levantar la mirada lo que iba a responder: toda ella parecía concentrarse en él. Y mi amor, mi deseo, estaba en la libélula; por alguna razón pensé que, si se posaba allí, en aquella hoja, una ancha con una flor roja en el medio, si la libélula se posaba en la hoja, ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula continuó dando vueltas: nunca llegó a posarse (claro que no, por suerte no, o no estaría aquí caminando con Eleanor y los niños)».
—Dime, Eleanor: ¿alguna vez piensas en el pasado?
—¿Por qué lo preguntas, Simon?
—Porque lo he estado haciendo. He estado pensando en Lily, la mujer con la que estuve a punto de casarme… ¿Por qué no dices nada? ¿Te molesta que lo haga?
—¿Por qué iba a molestarme, Simon? ¿No piensa uno en el pasado siempre que está en un jardín con hombres y mujeres que descansan a la sombra de los árboles? ¿No son ellos nuestro pasado, todo lo que queda de él, no son, acaso, esos hombres y esas mujeres, esos fantasmas acostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?
—Para mí es la hebilla plateada de un zapato y una libélula…
—Para mí, un beso. Imagina a seis niñas sentadas hace veinte años delante de unos caballetes junto a un lago, pintando nenúfares, los primeros nenúfares rojos que yo había visto. De pronto sentí un beso en el cuello. La mano no paró de temblarme en toda la tarde, de modo que no pude pintar. Me quité el reloj y establecí cuándo me permitiría dedicar cinco minutos a pensar en el beso. Era valiosísimo: el beso de una anciana canosa con una verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Carolina, Hubert, venid.
Pasaron junto al parterre, esta vez todos juntos, y desaparecieron a lo lejos entre los árboles mientras las luces y las sombras los volvían casi transparentes al derramar tras ellos trémulos haces irregulares.
En el parterre ovalado, el caracol, cuya concha se había teñido de rojo, azul y amarillo durante unos dos minutos, parecía estar apenas moviéndose y, entonces, comenzó a abrirse camino entre los restos de tierra que se desprendían a su paso y rodaban hacia abajo. Parecía tener un claro objetivo, al contrario que el anguloso y peculiar insecto verde de patas largas que intentaba cruzar delante de él y que se quedó quieto un segundo con las antenas agitadas, como si estuviera deliberando, antes de marcharse de manera tan rápida como inexplicable en dirección opuesta. Acantilados marrones que terminaban en profundos lagos verdes, grises peñascos redondos, árboles verdes y afilados que ondeaban desde la raíz hasta la copa, vastas superficies quebradizas y arrugadas: todo esto se interponía entre un tallo y el siguiente en el camino del caracol hasta su objetivo. Antes de que se hubiera decidido entre sortear una hoja seca o encarar su pendiente, pasaron por delante del parterre otros pies humanos.
En esta ocasión pertenecían a dos hombres. El más joven tenía una expresión de calma, quizá un tanto artificiosa; levantó la vista y miró al frente fijamente mientras su acompañante hablaba; en cuanto hubo terminado, volvió a mirar al suelo y abrió la boca a ratos, siempre tras una larga pausa, y a ratos la mantuvo cerrada. El mayor tenía un andar extraño e inestable; movía la mano con brusquedad y levantaba la cabeza de forma repentina, igual que un caballo de carruaje impaciente y cansado de esperar, pero en él esos gestos resultaban poco resolutivos y carecían de sentido. Hablaba casi sin cesar; sonreía y volvía a hablar de nuevo, como si su sonrisa hubiera sido una contestación. Reflexionaba sobre los espíritus, los espíritus de los muertos, que, según él, le contaban todo tipo de rarezas sobre su experiencia en el cielo.
—Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William, y ahora, con esta guerra, la cuestión del espíritu recorre los montes con la fuerza de un trueno. —Hizo una pausa, fingió escuchar, sonrió, sacudió la cabeza y continuó—: Tenemos una pequeña batería eléctrica y una goma para revestir el cable… ¿Vestir? ¿Revestir? Da igual, nos ahorraremos los detalles, no vale la pena detenerse en asuntos que tampoco se entenderían. En pocas palabras: la maquinilla se coloca en la posición que convenga cerca del cabecero de la cama, digamos, sobre un soporte de caoba bien cuidado. Los trabajadores lo han dispuesto todo debidamente como yo he indicado, la viuda coloca su oreja e invoca al espíritu por medio de una seña, tal como se había acordado. ¡Mujeres! ¡Viudas! Las mujeres vestidas de negro…
Entonces pareció reparar en el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra daba la impresión de ser de un negro púrpura. El hombre se quitó el sombrero, se llevó la mano al corazón y corrió hacia ella mascullando y gesticulando, enfebrecido. Pero William lo agarró de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Tras observarla un momento con confusión, el hombre acercó la oreja y pareció responder a una voz que salía de allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía cientos de años acompañado de la muchacha más hermosa de Europa. Se le escuchaba murmurar sobre los bosques de Uruguay, llenos de pétalos de rosas tropicales, sobre ruiseñores, playas, sirenas y sobre mujeres que se habían ahogado en el mar mientras William lo arrastraba con una expresión de paciencia estoica que se iba acentuando poco a poco.
Dos ancianas de clase media-baja, una corpulenta y regordeta y otra resuelta y sonrosada, los seguían tan de cerca que sus gestos les causaban cierta confusión. Como el resto de su clase social, se fascinaban ante cualquier muestra de excentricidad que fuera indicativa de una mente trastornada, sobre todo en personas acomodadas, pero estaban demasiado lejos para estar seguras de si los gestos eran simples extravagancias o auténticas perturbaciones. Cuando hubieron dedicado un momento a escudriñar la espalda del anciano en silencio e intercambiado una pícara mirada de extrañeza, retomaron con energía su intrincada conversación:
—Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, papá, dice, digo, dice ella, digo yo, yo digo, dice…
—Mi Bert, mi hermana, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar,
azúcar, harina, arenque, verduras,
azúcar, azúcar, azúcar.
La mujer corpulenta observó con curiosidad y a través del torrente de palabras las flores que salían de la tierra, frescas, firmes y erguidas. Las contempló igual que un recién levantado mira un candelabro que refleja la luz de un modo extraño, cierra los ojos y los vuelve a abrir y, con el candelabro de nuevo enfrente, termina de despertarse y lo contempla, esta vez del todo despejado. La mujer se detuvo junto al parterre ovalado e incluso dejó de fingir que escuchaba lo que la otra mujer decía. Se quedó allí y dejó que las palabras la bañaran y la mecieran lentamente de un lado a otro mientras miraba las flores. Luego, propuso buscar un sitio para tomar el té.
El caracol ya había barajado todas las formas posibles de alcanzar su objetivo sin rodear la hoja seca ni trepar sobre ella. Dejando a un lado el esfuerzo necesario para subirse encima, dudaba que la delicada estructura, que crujía de manera alarmante incluso cuando la tocaba solo con la punta de los cuernos, pudiera soportar su peso, y eso hizo que al fin decidiera pasar por debajo, pues la hoja se curvaba lo suficiente como para meterse dentro. Apenas había introducido la cabeza, había empezado a evaluar el alto techo marrón y había comenzado a acostumbrarse a la poca luz que había, otras dos personas pasaron a su lado. Esta vez eran jóvenes, un muchacho y una muchacha. Los dos estaban en la flor de la vida, o incluso en la etapa que precede a la flor de la vida, ese punto antes de que los suaves pliegues rosados de la flor se desprendan de la viscosidad que los rodea, cuando las mariposas, a pesar de haber desarrollado por completo las alas, aún no pueden moverlas.
—¡Qué suerte que no sea viernes! —señaló él.
—¿Por qué? ¿Crees en la suerte?
—Los viernes cuesta seis peniques.
—¿Y qué más da? ¿No vale los seis peniques?
—¿Qué es lo que no los vale? ¿A qué te refieres?
—Nada, o sea, ya sabes a lo que me refiero.
Hablaban con tono monótono e inexpresivo y a cada intervención le seguía una pausa. La pareja se detuvo al borde del parterre y juntos clavaron la punta de la sombrilla en el césped. El movimiento y la mano de él sobre la de ella expresaban extrañamente sus sentimientos, igual que esas palabras tan cortas e insignificantes expresaban algo, palabras con alas muy pequeñas para un significado tan pesado, palabras que no se podían llevar lejos y que aterrizaban con torpeza en los objetos normales y corrientes que los rodeaban, palabras que, para su inexperto contacto, resultaban inmensas; pero quién sabe (o eso pensaron ellos mientras clavaban la sombrilla en la tierra) qué abismos esconden, qué estampas brillan al otro lado. ¿Quién sabe? ¿Acaso alguien lo ha visto? Incluso mientras la joven se preguntaba qué té servían en Kew, él sintió que algo asomaba, grande y firme, detrás de sus palabras; y poco a poco la niebla se levantó y dejó al descubierto (cielo santo, ¿qué era eso?) unas mesitas blancas y unas camareras que primero la miraron a ella y después a él, y una cuenta que podría pagar él con una moneda de dos chelines, y era real, todo era real, se dijo a sí mismo, tocando la moneda que tenía en el bolsillo, era real para todos salvo para él y para ella; incluso a él le empezó a parecer real; entonces… Estaba demasiado emocionado y no podía seguir allí pensándolo, así que arrancó la sombrilla con una sacudida, impaciente por encontrar un lugar donde tomar el té con otra gente, como lo hacía el resto.
—Vamos, Trissie, es la hora de tomar el té.
—¿Y adónde vamos? —preguntó ella con un entusiasmo de lo más extraño en la voz mientras miraba distraída a su alrededor y se dejaba llevar sendero abajo, arrastrando la sombrilla, moviendo la cabeza a un lado y a otro, sin pensar en el té, con el deseo de ir aquí y allá y grabando en la memoria el recuerdo de las orquídeas y las grullas entre las flores silvestres, de una pagoda china y de un pájaro carpintero; pero él siguió tirando de ella.
Así, una pareja tras otra, con el mismo movimiento irregular y deambulante, dejaba atrás el parterre y quedaba envuelta en capas y capas de vapor turquesa, en el que, al principio, sus cuerpos aún se distinguían y conservaban los colores, pero que pronto acabaron por difuminarse. ¡Qué calor hacía! Tanto que incluso el tordo prefirió meterse, como un pájaro mecánico, bajo la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente; en lugar de revolotear distraídamente, las mariposas blancas bailaban unas sobre las otras y el movimiento de las alas formaba sobre las flores más altas el contorno de una columna de mármol destrozado; el techo de cristal del invernadero brillaba como si hubieran instalado un mercado lleno de brillantes sombrillas verdes bajo el sol; y en el zumbido del avión se escuchaba el murmullo del alma fiera del cielo estival. Amarillo y negro, rosa y blanco nieve, figuras de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se divisaron por un segundo en el horizonte y, luego, al ver la capa amarilla que cubría la hierba, se tambalearon en busca de sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, tiñéndola levemente de rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos, gruesos y pesados, se hubieran amontonado, inmóviles, al calor, pero como si las voces continuaran saliendo de ellos como llamas que se desprenden de una vela. Voces. Sí, voces. Voces mudas que de pronto interrumpían el silencio con la intensidad del gozo, con la pasión del deseo o, en el caso de las voces infantiles, con la novedad de la sorpresa. ¿Pero qué silencio interrumpían? No había silencio; los ómnibus giraban los volantes y cambiaban de marcha todo el rato; como una colección de cajas chinas, hechas todas ellas de acero forjado, que encajan una dentro de otra, la ciudad murmuraba; y por encima de todo eso, las voces lloraban en alto y los pétalos de miríadas de flores reflejaban sus colores en el aire.

Jesús González Yumar es graduado en Español: Lengua y Literatura por la Universidad de La Laguna. Continuó sus estudios con un Máster en Formación del Profesorado en la misma universidad y, más adelante, con el Máster en Traducción Editorial de la Universidad Internacional de Valencia. Desde siempre le ha apasionado la literatura —durante unos años gestionó un blog de reseñas juveniles— y la lengua —colaboró como corrector en la revista Cipselas de la Universidad de La Laguna—, por lo que la traducción editorial es el camino que aúna las dos y en el que quiere continuar desarrollándose.


