Lunes, 23 de junio de 2025.
Transcreación, de Haroldo de Campos. Traducción y edición de Reynaldo Jiménez. Libros de la Resistencia: 2023, 279 páginas
Marta Nogueira Blanco
En este libro, Haroldo de Campos estudia las reflexiones de autores como Walter Benjamin, Paul Valéry y Hugh Kenner, que revisan la definición tradicional de la labor traductológica y, apoyándose en ellas, defiende dos hipótesis, una consecuente de la otra, que pretenden aclarar el verdadero objetivo de la traducción.
La primera, que las obras artísticas no significan, sino que son. En cualquier disciplina artística, incluyendo la creación literaria, es imposible separar el representante de lo representado, puesto que signo y significado son totalmente interdependientes. El autor cita al ensayista alemán Albrecht Fabri, que sostiene que el lenguaje literario es una sentencia absoluta o perfecta, sin otro contenido que su estructura. Es decir, que el instrumento con el que se elabora la obra, en este caso la palabra, determina su sentido. Llegados a este punto, Haroldo de Campos introduce la distinción entre «información documental», «información semántica» e «información estética» defendida por Max Bense. La «información documental» es aquella que reproduce algo observable. Es la más básica de las tres y, por lo tanto, la más «traducible», entendiendo la traducibilidad como la facilidad para realizar una reproducción fiel en cuanto al significado. La «información semántica» trasciende a la «documental» porque añade elementos subjetivos, que no son observables en sí mismos. Por último, la «información estética» trasciende a la «semántica» porque es aquella que, de forma tanto imprevisible como improbable, se transmite mediante la ordenación de los signos. Las categorías sintácticas y morfológicas, las raíces, los afijos, los fonemas, así como todos sus posibles usos y colocaciones, conforman la «información estética», que se corresponde con la función poética de Jakobson. Mientras que la «información documental» y la «semántica» admiten diversas codificaciones, permitiéndonos decir lo mismo de muchas formas diferentes, la «información estética» es mucho más frágil y cualquier alteración supondría un cambio en la esencia del mensaje. Por ello, tanto la información semántica como las obras en las que esta tiene una carga especialmente relevante, como los textos poéticos, se consideran intraducibles.
La segunda es fruto del propio Haroldo de Campos, que logra atravesar esta supuesta barrera de intraducibilidad alentado por la tesis de los autores críticos que lo precedieron. Al contrario del canon impuesto por las escuelas más tradicionalistas, De Campos defiende que la auténtica tarea de un buen traductor no consiste en subyugarse a una reproducción fiel exclusivamente al sentido del original, sino en «transcrear» la obra para crear una completamente nueva, pero simétrica en contenido. Walter Benjamin defiende la existencia de una «lengua pura» o «lengua verdadera», común a todas las lenguas que existen en el mundo que, por múltiples, son necesariamente imperfectas, y que constituye la esencia de la voluntad de comunicación de los seres humanos. Partiendo de este concepto, Haroldo de Campos explica que la labor del traductor es acceder a la «lengua pura», «desocultarla», y librarla de todos los elementos «inesenciales» hasta comprender la verdadera esencia de la obra original para poder «transcrearla».
Para crear un texto nuevo que posea la misma voluntad expresiva que el original, el traductor debe renunciar a su fidelidad para con los elementos «inesenciales» de la lengua de partida y utilizar todos los aspectos imperfectos propios de la lengua de destino que le ayuden a reproducir la esencia del mensaje. Uno de estos aspectos es la forma, los signos, la ya mencionada «información estética». Bajo esta nueva perspectiva, la abundancia de información estética supone una ventaja para el traductor, de forma que las obras que antes catalogábamos de intraducibles se convierten precisamente en las que más opciones traslativas ofrecen. Por otra parte, el traductor puede valerse de los elementos extratextuales, como la cultura, la historia y la tradición que rodean a cada lengua. Si el fin último del traductor es conseguir trasladar el verdadero mensaje del texto, de forma que el receptor capte la intencionalidad comunicativa con la que se concibió, la adaptación le resultará una estrategia muy útil. Bajo este nuevo enfoque, el ensayo de Haroldo de Campos redime a autores como Odorico Mendes, Ezra Pound o Friedrich Hölderin, ridiculizados por los puristas de su época que habían tachado sus traducciones de ignorantes e, incluso, sacrílegas. Estos traductores, sin llegar a ponerle nombre, comprendieron que su labor radicaba en transmitir el «mensaje puro» y, liberados de las constricciones de la fidelidad exhaustiva, se permitieron alejarse de las obras originales y «transcrearlas». Adaptaron las referencias a los elementos extratextuales para ajustarlas mejor, no solo a la cultura de destino, sino a la época del potencial lector-receptor. De esta forma, las traducciones de estos autores constituyen un puente entre el pasado y el presente, puesto que no solo traducen entre lenguas, sino también entre épocas y formas de entender el mundo. Así, la traducción destruye y reconstruye la historia, traduce la tradición y, a su vez, la reinventa.
Esta nueva visión presenta la traducción como una forma privilegiada de lectura crítica, la única herramienta capaz de penetrar en el corazón del texto artístico para conocer sus mecanismos y engranajes más íntimos. En consecuencia, el autor describe la labor traductológica como una forma de pedagogía activa, especialmente cuando se traduce aquello que se considera intraducible y que es, en realidad, lo más estimulante. Dado que el patrimonio literario es universal, carece de sentido enseñar los textos como estancos y venerarlos solamente en su lengua original. Para que los estudiantes de literatura comprendan realmente la información esencial que yace bajo la genialidad de una elección de palabras poco frecuente, o una ordenación vanguardista de los signos (así como para que puedan darse cuenta de dicha genialidad), es vital que estudien los textos como traductores, tratando de aproximarse a la intención comunicativa del poeta y luchando por encontrar la «lengua pura» sepultada bajo los elementos «inesenciales» que forman, a la vez que ocultan, la obra.
Marta Nogueira Blanco (Vigo, Pontevedra) es licenciada en Traducción e Interpretación y Comunicación Global por la Universidad Pontificia de Comillas de Madrid, con inglés y francés como principales lenguas de trabajo. Ávida lectora y apasionada de la literatura y la lingüística desde la infancia, actualmente es presocia de ACE Traductores y profundiza en sus estudios de lengua y cultura árabe al tiempo que trabaja en propuestas de traducción editorial.