Viernes, 31 de enero de 2025.
Palabras dichas en el acto «Traducir y reivindicar: homenaje a Esther Benítez», organizado por ACE Traductores en la Feria del Libro de Madrid, el 2 de junio de 2011.
Mi madre, Esther Benítez, Tereto para los próximos, murió hace (apenas) veintitrés años, pero, con esa cabezonería gallega que la caracterizaba, se empeña en seguir viva en la memoria de quienes la quisimos y también en la obra que dejó y que hace que muchos que sólo la han leído (a menudo creyendo leer «solo» a Maupassant, a Calvino, a Gramsci o a Bocaccio…) y sólo han oído hablar de ella la recuerden a la vez con admiración y cercanía. Esos sentimientos son los que salen a flote cada año en la entrega del premio Esther Benítez, instituido hace ya (apenas) dos décadas por ACE Traductores –o quizá sería mejor decir por un grupo de amigos que dejó Tereto en ACEtt. El «Esther Benítez» constituye el mejor de los homenajes, pues recae cada año en una traducción literaria seleccionada y votada por el conjunto de los afiliados a la asociación. Con dotación económica, aunque sea modesta, como le hubiera gustado a mi madre, que siempre reclamó una remuneración justa para este trabajo; dedicado a la traducción literaria y de libros (la que más disfrutó ella; desde cualquier lengua extranjera y a cualquier lengua española; y sobre todo otorgado democráticamente por los compañeros del oficio, el único jurado –sin profesorones ni vacas sagradas— que realmente sabe de lo que habla cuando se habla de traducción. Al acto que acudimos –emocionados y agradecidos, como cantaba Lina Morgan— mi hermano Antonio y yo desde que supimos de su existencia (esa es otra historia) y últimamente a veces sus nietos, ahora que Antonio ya no está con nosotros.
Esta de la traducción es una profesión de hombres invisibles. Aunque habría que decir más bien de mujeres invisibles, pues son mayoría en el gremio. No hace mucho, leyendo la vieja edición en libro de bolsillo de La metamorfosis de Kafka, fui a buscar el nombre del traductor y resultó que no estaba firmada: no sabemos quién la hizo, pues Alianza recogió una versión publicada, ya sin firma, en la Revista de Occidente, la fundada por Ortega antes de la guerra. Esta invisibilidad o falta de reconocimiento es un viejo problema del oficio: el nombre del traductor o traductora rara vez se menciona en las críticas o en las bibliografías académicas, muchas editoriales lo esconden en la página de copyright o a lo sumo en la portada (rara vez en las guardas), casi nunca se les menciona en los medios o se les pregunta sobre literatura, de la que saben más que muchos críticos y profesores.
Con todo, hay otra invisibilidad quizá buscada de los buenos traductores: hombres y mujeres extremadamente discretos, modestos sin falsía, remisos a colocarse bajo el foco, cuyo prurito profesional pasa por esconderse a la sombra del autor, por que no se les note, sin molestar, a su servicio, humildes y huidizos. Gente cuyo lema podría ser «que nadie sepa que estuve aquí», convencida de que la mejor traducción, como el mejor estilo, es aquella que no se nota. He tenido la suerte de tratar a algunos de estos grandes tímidos, buenos amigos muchos de Tereto y de Isaac Montero, mi padre, y créanme que admiro cada día más esta modestia en una sociedad que parece creer que lo único importante es salir en la foto (o, peor aún, en Instagram), si hace falta a base de dar codazos, disertar sobre lo que no se conoce o posturear lo que no se tiene. Imagino que saben de qué les hablo.
Mi madre, Esther Benítez, Tereto, era en este sentido un personaje atípico, una Wonder Woman en un mundo de hombres y mujeres invisibles. Y tuvo que bregar mucho para convencer a esta tropa de que merecía la pena quitarse la capa de invisibilidad para reivindicar la importancia, la dignidad y hasta la grandeza de este oficio. Y más aún tuvo que pelear contra quienes, como lectores, pero también como legisladores o administradores, no eran ni siquiera conscientes de la importancia de los traductores. La participación de Tereto en la gestión de nuestra Ley de Propiedad Intelectual entiendo que fue clave, pero el trabajo comenzó mucho antes, impulsando el asociacionismo de los profesionales, primero en APETI, luego en ACEtt, y peleando aún más (luchas individuales y colectivas) con quienes se aprovechaban de esa discreción de los invisibles ―en especial contra editores que se apropiaban de sus royalties, o directamente de las traducciones ajenas.
Sin embargo, no tiene mucho sentido que yo hable de la Esther Benítez luchadora: otros la conocen mejor, la acompañaron en esas batallas y sabrán muchas cosas que yo ignoro. Así que mejor hablo de mi madre, la Madre como la llamábamos Antonio y yo, a la que veíamos desde muy pequeños pegada largas horas a la máquina de escribir, al paquete de folios Galgo, a la caja de papel carbón Kores y ya siendo más grandes a las máquinas eléctricas primero, las electrónicas después y por último al teclado del ordenador. La Madre siempre estuvo tecnológicamente a la última, y no por afición papanatas a la novedad, sino por ese acendrado sentido práctico que era otra de sus virtudes.
La recuerdo, por ejemplo, en el salón de nuestra casa del Parque de San Juan Bautista, trabajando sobre la mesa del comedor (mi padre sí tenía despacho), sobre una Olivetti verde mar, con su original medio desencuadernado, el inseparable Julio Casares de guardas rojas al lado (luego vendría María Moliner, a quien tanta ley tenía), y una capacidad de concentración a prueba de niños pequeños. No sé muy bien cuándo empezó a traducir, pero yo la recuerdo así de toda la vida. Luego, cuando empezamos a ir al colegio, pasó a trabajar en el cuarto de los niños, y más de una tarde la encontrábamos a la vuelta de clase con el material desplegado sobre una recia mesa baja de madera de pino, ajena a cualquier preocupación por la ergonomía del puesto de trabajo y tratando de apurar el último folio mientras nosotros merendábamos pan con chocolate y nos disponíamos a atacar los deberes.
Sobre esa mesa tradujo, originalmente para la editorial Doncel, El pequeño Nicolás, una obra aparentemente menor, pero nada fácil de traducir, y con la que la Madre, perfeccionista hasta el extremo, dudaba de haber dado con el tono adecuado, esa sabia ingenuidad infantil, tan genuina, que había logrado Goscinny en francés. Esas dudas hicieron que, aunque ya éramos unos grandullones de once años, la Madre recuperara temporalmente la vieja costumbre de leernos cada noche, a la hora de los cuentos, unas páginas de la traducción a Antonio y a mí, tumbados en las camas nido. Ni que decir tiene que nos encantaban las historias de Nicolás y sus compinches: el zampón Alcestes, Agnan el ojito derecho de la maestra, el matón Eudes, Godofredo que tenía un padre rico que le compraba todos los juguetes, y Clotario, siempre castigado por no saberse las lecciones. No creo que la ayudáramos mucho con el tono, ni con el vocabulario, ni con nada en realidad, pero comprenderán que le tenga un especial cariño a esa traducción. Años después, disfruté leyéndosela a mis hijos, a la hora de los cuentos, tumbados en otra cama nido en un barrio en la otra orilla de la M-30. Me gusta pensar que entonces sonaban en mi voz los ecos de la de su abuela.
Tengo otro recuerdo nítido de la Madre, de nuevo en una mesa de comedor, esta más grande, en el salón de nuestra casa de la Rue Docteur Thèze, en Dakar, donde la luz entraba con tanto ímpetu que era preciso tener echadas las contraventanas casi todo el día. Ahí también recuerdo bien qué traducía: era Nuestros antepasados, de Italo Calvino. Y lo recuerdo bien porque con esa misma máquina decidió un día escribir al escritor italiano para preguntarle por unas dudas que no conseguía resolver: una sobre una flor (vinca pervinca) y otra, en la que yo creo que mi madre tenía razón y Calvino se equivocaba, sobre el título de una de las novelas de la trilogía: Il visconte dimezzato, que mi madre quería traducir como «trunco» o «partido en dos», aunque se impuso (como debe ser) el criterio del autor. Lo recuerdo bien porque la ilusión de mi madre ante las respuestas de Calvino ―las cartas están publicadas―, amables, afectuosas y un punto asombradas por la meticulosidad de aquella desconocida española que le interpelaba desde el grano en la nariz del continente africano, nos la contagiaba a toda la familia, y esas cartas se convertían en tema de conversación en los ratos en que su mesa de trabajo recuperaba su uso primario de mesa de comedor. De aquella, yo leí por primera vez las andanzas de Cossimo, el barón rampante, y mi madre empezó a disfrutar como una loca de la traducción literaria, que se convirtió en su pasión para los restos.
Estas evocaciones, un poco bobas, lo confieso, hablan de algunas de las virtudes de mi madre para este oficio y también para la vida: capacidad de trabajo, pasión por la literatura y los autores, cierto desparpajo, respeto por el idioma, amor por el detalle, gusto por el trabajo bien hecho.
Está mal que yo lo diga, pero mi madre era una gran traductora. Ella misma contaba la maledicencia que un buen amigo propalaba cuando su nombre ya empezaba a ser conocido: que en realidad no era tan buena, pero que ponía muchas notas a pie de página, para que se la viera más. La Madre lo contaba riéndose ―algunos se acordarán de aquella carcajada sincopada y espontánea que no perdió ni siquiera en los días más feos de su fea enfermedad―, pero con su puntito de orgullo herido. De hecho, debió pensar que pudiera haber algo de cierto, y con los años fue cada vez más remisa a incluir notas (las famosas N. de la t., con el artículo en femenino), aunque se atrevió con autores ―Manzoni, Bocaccio, Zola― que le hubieran permitido prodigarlas.
Esas virtudes de las que hablo y ese amor por el oficio fueron, creo yo, las que la impulsaron a embarcarse en la lucha por la defensa de los derechos de los traductores. Durante algún tiempo estuve convencido de que se había integrado en APETI ―presidida entonces por una vieja dama china, rebautizada como Marcela de Juan― a instancias de su partido ―ya saben, el Partido―, dentro de la estrategia de los comunistas de penetrar en plataformas profesionales, de barrio o asociativas para impulsar la oposición al franquismo. Una vez se lo comenté, y me contestó, sorprendida, que no. Que en realidad la había liado Marcela de Juan, con el objetivo de impulsar la asociación, y que ella lo vio claro desde el principio.
Alguna vez estuve yo en aquel despacho de APETI, una oficina oscura de mobiliario tan vetusto como su presidente, en las entrañas de la Biblioteca Nacional, a la que se accedía desde una puerta camuflada en una de las escalinatas. Todo muy misterioso a los ojos de un chaval de trece o catorce años. APETI fue el germen del asociacionismo de los traductores en Madrid, y mi madre le dedicó a la tarea horas sin cuento, entusiasmo a raudales y esa capacidad de organización que hubieran hecho de ella una gran… lo que sea. Allí, creo recordar, estableció contacto con algunos de los que serían sus grandes amigos en la profesión: Paco Torres, Marisa Balseiro, José Luis López Muñoz, Fernando Villaverde. Ahí es nada, el póker de ases de la traducción española (faltan otros, claro, pero yo hablo de quienes además eran amigos de la casa), y mi madre haciendo del joker todoterreno que los convertía en un repóker imbatible.
En todo caso, esa, la de las luchas por reivindicar la dignidad de la profesión, es otra historia, a la que podría aportar algún detalle personal, pero no un conocimiento de primera mano que otros sí tienen. Lo que sí tengo claro es que la Madre, Tereto, siempre vio APETI primero, y luego ACEtt, ante todo como un sindicato, cuya principal obligación era organizar a los miembros del oficio, a los profesionales que vivían de esto, y desde la organización luchar por defender, ante los editores y las administraciones, el reconocimiento y las tarifas que merecían. Por eso ponía tanto empeño en que los premios de traducción ―los del Ministerio, pero también el Consuelo Berges― se dieran a traductores profesionales, no a profesores o diletantes que traducían en sus ratos libres y comían de otra nómina. Porque era consciente de con la miseria de las tarifas que pagaban las editoriales no había quien viviera. A ella sólo una rapidez pasmosa, de hasta treinta folios al día, le permitía ganar bien con su trabajo. Y si los traductores profesionales no podían vivir de su oficio, entonces no habría buenas traducciones, y los perjudicados seríamos todos los que necesitamos de la letra impresa: los editores también, los autores, los lectores, la propia literatura. En todo caso, la Madre, Tereto, tan remisa al desencanto, hubiera estado orgullosa, creo, de cómo ACEtt mantiene viva la llama del sindicalismo en medio de la tribu de hombres y mujeres invisibles y discretos,que tan a menudo no reivindican por no molestar.
Un sindicalismo que pasa también, cómo no, por la formación, por ofrecer lugares de encuentro en los que se hable del oficio (de sus pequeños trucos y sus grandes problemas), se ejerza la solidaridad y se forje (en palabras antiguas, que no anticuadas) conciencia de clase (en sí y para sí, como diría Althusser, otro de los autores de la Madre). Por nuestra parte ―hablo de nuevo en nombre también de Antonio― nos sentimos particularmente orgullosos de cómo ACEtt cuida y transmite la memoria de una de sus fundadoras, con ese premio de traducción que lleva el nombre de nuestra madre y se otorga a traductores profesionales, a través de los votos de toda la tribu de hombres y mujeres invisibles.
Creo que debo dejarlo aquí; ya he abusado bastante de su paciencia. Eso sí: recuerden que este es un oficio genial y que lo que se ha conseguido hasta hoy –en protección legal y respeto profesional, no tanto en tarifas— es aún poco para lo que vale; también que lograrlo no fue gratis y que merece la pena dedicar algo de tiempo a reivindicar y batallar por tarifas, visibilidad y mejores condiciones de trabajo. Por último, no se crean del todo lo que les he contado, porque ya saben que en los homenajes sólo se dicen cosas halagüeñas y domina el sentimentalismo, la amistad, el espíritu de secta, el agradecimiento y hasta el amor filial. En cambio, si tienen ocasión, lean alguna de sus traducciones, rindan tributo a los muchos y buenos traductores en activo, transmitan a los jóvenes de la tribu las virtudes del oficio, feliciten a los editores que sacan el nombre de la traductora a las guardas y pagan tarifas dignas y, si me permiten parafrasear a Jonathan Swift, atrévanse, si pueden, a imitar su nada viril lucha en defensa de la traducción.
Mauro Hernández Benítez es el menor de los dos hijos de la traductora Esther Benítez Eiroa y su marido, el novelista Isaac Montero. En su juventud se atrevió a traducir varios libros, los suficientes para descubrir que este oficio no era el suyo. Así que decidió dedicarse a tiempo completo a la profesión de historiador. Con más de treinta años de profesor de Historia Económica en la UNED, ha investigado en materias de historia social, actualmente sobre protesta popular en el siglo XVIII. Las actividades docente y de investigación le han deparado muchas satisfacciones y algunos premios.