Viernes 24 de enero de 2025.
Lo que se pierde en la traducción no es poesía, es dinero.
Aclaremos primero lo de la poesía.
Soy una mercenaria de la traducción. Me he dedicado casi siempre a los libros, desde clásicos de literatura a divulgación de toda índole, guías de viaje y no pocos ejemplares relacionados con superhéroes de Marvel y DC, diccionarios visuales, enciclopedias de personajes y un sinfín de volúmenes de una galaxia muy muy lejana. Durante el último lustro y pico he combinado además la actividad libresca con dosieres de prensa, sinopsis y localización de títulos de series y películas. Y cuánto he aprendido.
Tras veintimuchos años de profesión, he aprendido sobre todo a ser humilde, porque la soberbia es un bumerán que, cuando vuelve, te da en toda la cara. Todos nos equivocamos y en este oficio es fácil que se te pase algo. Por otro lado, a diferencia de la traducción literaria, en la mercenaria no se cuenta con el privilegio —a la par que trabajón y martirio— de revisar las correcciones, de modo que lo que se te haya pasado a ti, al corrector o al editor va a misa (¡y cuántas veces no habrás deseado apostatar!). Por si fuera poco, todo es para ayer. Los listos que critican desde la barrera sin meterse en harina no tienen ni la más remota idea. El escarnio al que se someten los profesionales de la lengua (absténganse del chiste fácil) por el mero hecho de que «todos la hablamos, ergo todos opinamos» merecería un capítulo aparte. Siempre hay quien lo habría hecho mejor (o incluso «megor»); son los mismos que habrían niquelado un Miró. Excuso decir que toda crítica constructiva con conocimiento de causa se recibe siempre con los brazos abiertos (y lágrimas en los ojos).
Pero hablemos de la poesía. Hace muchos años, un amigo inglés me dijo que en España siempre añadíamos algo a los títulos. Por ejemplo, Alien no era solo Alien, sino Alien, el octavo pasajero. Y cosas por el estilo. Entonces yo no sabía nada de este asunto, más allá de que, obviamente, se barajaban cuestiones de marketing. Pero en los últimos años he colaborado en esa clase de traducción y he aprendido lo suficiente como para no meterme con ella. Para empezar, no siempre se cuenta con toda la información deseable a la hora de trabajar. De hecho, a veces solo tienes unas líneas descriptivas de la serie o película. La traducción literal no siempre funciona, por varios motivos: es un juego de palabras o una frase hecha que no tiene sentido para un hablante de español (en este caso, de español de España); ese título ya existe en tu mercado, ergo no conviene para no asociarlo a un contenido equívoco o porque está sometido a derechos de autor, etc.; o, simplemente, lo que suena genial en un idioma no tiene gancho en otro, no le dice nada al espectador o incluso es ofensivo. En esos casos —que abundan—, hay que optar por una transcreación, es decir, por un título ligera o radicalmente alejado de la traducción literal adecuado al mercado y basado en el contenido de la obra, el género, el público objetivo, la emoción que se quiere transmitir y demás factores.
Un ejemplo buenísimo es el espléndido Con faldas y a lo loco. El doble sentido de hot del título original, que alude tanto al sexo como al jazz, no se traduce satisfactoriamente al español, lo que llevó a crear ese titulón que rezuma comedia por los cuatro costados. En catalán se aprovechó el remate genial de la película, Ningú no és perfecte, y también fue un soberbio acierto. Pero este es un ejemplo de traducciones a la altura del original. Pasemos a las que incluso lo mejoran, es decir, que le añaden poesía.
Tomemos por caso el anodino Airplane!, traducido en España por el cómico Aterriza como puedas. En la misma línea, Weekend at Bernie’s se convirtió en Este muerto está muy vivo y The Money Pit en Esta casa es una ruina, ambos más sugerentes. Y luego están los de corte más literario, como el magnífico Centauros del desierto para The Searchers, donde dejar un literal «Los buscadores» podía llevar a pensar que la película trataba de la fiebre del oro, por ejemplo. Centauros del desierto, qué barbaridad, qué imagen. A la altura de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby) o El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard). Por no hablar de North by Northwest: Con la muerte en los talones. La lista es larguísima. Y no se limita al cine.
La colección de libros Bad Guys se tradujo en España por Ani-Malotes, una genialidad, como señaló en su momento Edouard Vallée. La versión catalana no se quedó atrás con su Males bèsties, como observó Ana Isabel Sánchez. A una servidora le parece un poema la traducción de I Feel Bad About my Neck, de Nora Ephron, por El cuello no engaña.
Lo dejo aquí porque no cabe todo.
Conclusión: si la poesía abunda, ¿qué es lo que se pierde en la traducción? Algo tan prosaico como necesario: dinero. En general, las tarifas apenas han subido en más de una década. Es más, las están recortando. En cambio, la cuota de autónomos, por no hablar del coste de la vida, sigue aumentando. Y, para colmo, el sector multiplica las modalidades de tortura. Analicemos una.
Como mercenaria, he tocado muchos palos. Me faltan subtítulos y manuales de tostadoras, pero todo llegará, porque todo lo merece (y qué ricas están las tostadas, tanto francesas como dobladas). Ni que decir tiene que un manual bien traducido de la lavadora para que ella haga la colada mientras yo escribo mi novela no tiene precio, parafraseando a Joanna Maciejewska. Aunque luego haya que tenderla —la colada; a Maciejewska hay que arroparla—. Pero, quién sabe, Agatha Christie decía que las mejores ideas se le ocurrían fregando los platos. Igual yo me ilumino tendiendo la ropa. Entretanto, hablemos de traducción.
Como del mundo editorial ya se habla mucho, me centraré en el de las agencias, del que en realidad sé poco, pues solo llevo seis años en ese jardín. Y me centraré en un dato muy concreto a la par que humillante: la moda de mandar tareas como quien echa de comer a los cerdos o a una jauría de perros hambrientos, como las sardinillas de regalo para las focas, así, al tuntún y al por mayor (sin menoscabo del reino animal). Hablo de ese bello método que consiste en enviar un mensaje a todos tus traductores para preguntar quién está disponible para tal o cual tarea y adjudicársela al primero en contestar —o al que tiene las tarifas más bajas—, es decir, no al más adecuado, el más creativo o mejor formado, no al que tiene más experiencia en ese campo, sino al que, tras verse obligado a cortar orejas y partir mandíbulas ajenas, se alza con el rabo de toro sobre un montón de compañeros mutilados. Parece que no hay nadie al timón y que la calidad no importa. Lo que se prima es la cantidad: la cantidad que se ahorran. Un agravante es que esos mensajes pueden llegar en cualquier momento, también —o sobre todo— fuera de tu horario, por lo que exigen estar pendiente 24/7, como canta Rosalía, pero sin la alegría del ritmazo ni el chándal de Versace.
Este eficaz método empresarial de ahorro se suma al de la eufemística posedición (o postedición), pérfido invento que consiste en pagarte menos con la excusa de que ya te dan la traducción cortada, lavada y marcada (por una máquina) y tú solo tienes que echarle la laca. Es decir, que te cargan el muerto de la IA para que lo exhumes con tus manitas, que es algo así como pedirle a un chef que arregle un plato regurgitado con un poco de cilantro. Y es que la IA —de momento— no suele dar menos trabajo, sino más, por no mencionar que estandariza y mata la creatividad. Aunque, en todo caso, lo que debe valorarse a la hora de establecer una tarifa de posedición son la experiencia y el talento necesarios para corregir un texto perpetrado por un cacharro. ¿O es que un notario solo cobra por leer en voz alta?
Naturalmente habría que negarse a todo, pero no seré yo quien acuse a un colega de aceptar trabajo para pagar las facturas. Quien debe enderezar este tuerto —que no «entuerto»— son los gobiernos, las instituciones, pues no parece que las agencias vayan a hacer nada al respecto, más bien al contrario: exprimirán a la vaca hasta que reviente, con toda su mala leche, y veamos la imagen del oficio ardiendo en sus ojos, parafraseando a Vasili Grossman (con perdón del escritor y del rumiante).
Hace poco, saltó una noticia que, aunque exclusiva de la traducción literaria, debería servir de ejemplo sobre cómo actuar para proteger la dignidad de este oficio indispensable. Se trataba de una normativa que, en Francia, prohíbe conceder subvenciones a las editoriales que no paguen como mínimo 23 euros por 1200 caracteres con espacios a sus traductores. (Para hacerse una idea de la diferencia con España, en general aquí suele pagarse entre 10 y 15 euros —con sus flecos por delante y por detrás— por una plantilla de 2100 matrices).
Por eso, en cuanto a la mal llamada «inteligencia artificial», sucede lo de siempre: la cuestión ya no es lo que pueda llegar a hacer la máquina, sino lo que esté dispuesto a hacer el hombre, a qué abusos someterá a sus congéneres mientras recita el trillado mantra en estos casos: «Es el futuro, es inevitable». Si es el futuro, ¿por qué apesta a pasado?
Carmen G. Aragón (alias Jean Murdock) es licenciada en Filología Inglesa y posgraduada en Técnicas Editoriales por la Universidad de Barcelona. Se centrifuga como traductora, redactora, correctora y adaptadora en el sector editorial y el mundo del entretenimiento en línea. Traduce desde clásicos literarios a divulgación (historia, ciencia, literatura, etc.; libros de Star Wars, National Geographic, Marvel y DC; ilustrados; guías de viaje). Es autora de Los poetas que no fueron, When pigs fly… (las ranas criarán pelo) y Phrasal verbs to take away. Escribe en Vasos Comunicantes, El Trujamán y en las revistas culturales La Línea Amarilla y Lletraferit (Valencia Plaza).