Lunes, 16 de junio de 2025.
Allá por mis dieciséis años viví un breve idilio con las matemáticas, en concreto con los números imaginarios y el número e. Entreví entonces la fascinación de la gente de ciencias por esta materia y, para lo que aquí nos interesa, el potencial metafórico de los números. Sabía que no tendría continuidad porque en el viejo BUP elegir letras suponía que, al pasar a tercero, los números y las cantidades solo recuperarían importancia ―no sé si trascendencia― al tratar de la métrica y de las fechas de acontecimientos históricos. Por eso, y al contrario de lo que ocurre en los romances trágicos que nutren la narrativa del siglo XIX y primera mitad del XX, quedé convencida de que mi desenfadado amorío con el número infinito y los números imaginarios empezaba y terminaba allí y que nunca volvería a saber de uno y otros.
Pero, como dijo Baudelaire, Hélas, non ! Resulta que los he encontrado por doquier en los momentos y lugares más inesperados. Imaginarios me parecieron los números con que debía calificar los conocimientos de los alumnos de Lengua y Literatura, especialmente cuando un 3 se convertía, por orden superior, en un 5. Imaginarios son los de las tallas de ropa de cada marca en la franja que va de la 34 a la 40. Imaginarios son a menudo los números que figuran en el catastro de Barcelona, que recoge los datos relativos a propiedades inmuebles para de ellos deducir las contribuciones a pagar, el valor catastral y el índice que sugiere un rango de precios para el alquiler de las viviendas en las llamadas «zonas tensionadas». Como todas estas cantidades dependen de los metros cuadrados, a nadie se le escapa la ventaja para el propietario de que exista un desfase entre el número real ―la superficie comprobable de su viejo pisito más o menos remozado― y el imaginario que figura en el catastro, calculado a ojo de buen cubero en épocas muy pretéritas.
Por supuesto, es en el terreno de los derechos de autor donde básicamente solo vemos números imaginarios, ya sean los que nos proporcionan las editoriales en las liquidaciones o bien los organismos gestores de derechos. A leer los correos y avisos del reparto anual solemos exclamar: ¿Cómo es posible?
La respuesta estaría en la definición por la cual: «En matemáticas, un número imaginario es un número imaginario puro (número complejo con parte real igual a cero)». Que el término fuese acuñado con intenciones despectivas, tildándolo de «imaginario e inútil», por René Descartes, como chismorrea la Wikipedia, explica en parte que me divirtieran tanto. Sin embargo, esta parte de la matemática se ganó el respeto de los sabios a partir del siglo XVIII cuando ciertos cálculos permitieron vislumbrar el potencial que encerraban para el futuro, efectivamente concretado en este siglo en campos como la física cuántica y las nuevas tecnologías. Sus aplicaciones prácticas son hoy enormes, y además de la ciencia y la ingeniería, también el arte y la economía han sacado un provecho significativo. Esto último lo veremos aquí.
La definición dice:
Los números imaginarios pueden expresarse como el producto de un número real por la unidad imaginaria i, en donde i es un número tal que al elevarse al cuadrado da como resultado −1, es decir: i² = −1
Como dijo Jacques Lacan: «¡Ajajá! Aquí está la madre del cordero». Porque en la interpretación tantas veces irónica a la que somos proclives los de letras ante las abstrusas definiciones matemáticas encontramos no un consuelo sino ese núcleo de verdad que nos esquiva en la lectura superficial de nuestra realidad profesional. Sí, porque en esta definición: «Los números imaginarios combinados con números reales forman los números complejos», y dicha unidad imaginaria «elevada al cuadrado resulta en una cifra negativa», se plasma de manera prístina el misterio del cálculo de los royalties para la mayoría de nosotros.
Explicación: estamos de acuerdo en que hay cierta diferencia entre convenir una cifra e inventarla. Por ejemplo, es posible convenir que a la traducción X, complejísima en terminología y/o en su redacción, le corresponda una tarifa X por un número también convenido de líneas o caracteres. También estamos de acuerdo en que, porque así lo establece la Ley de la Propiedad Intelectual, el contrato determina que se destine unos royalties al autor y otros al traductor, a ingresar en la cuenta bancaria tras descontar el llamado «anticipo», que en España suele pagarse al dar por buena la traducción mientras en otros países, como Francia, es costumbre hacerlo en tres partes, la primera a la firma del contrato, un modo de asegurarse que el traductor renuncie a su conocida promiscuidad y no abandone el trabajo si le surge una oferta mejor remunerada.
A menudo, el traductor habrá defendido a brazo partido que el porcentaje de royalties alcance un 2 % en lugar de aceptar ese 1 % que con característica esplendidez le ofrece la editorial. La batalla por rebasar el 1 %, cuando no el 0,5 %, es un mensaje cifrado a través del cual el traductor informa a la parte contratante que sabe, porque insistió el abogado francés que impartió el taller «jurídico» sobre LPI y contratos, que un 1 % equivale a «ganancia nula» y que carece de sentido conformarse con esa ganancia cero. Luego de una quisquillosa revisión de varias cláusulas por ambas partes, el traductor consiente en responder «ante el EDITOR de la autoría y originalidad de la traducción, y del ejercicio pacífico de los derechos que cede mediante el presente contrato, garantizando que no es copia ni arreglo, simple alteración o modificación de ninguna otra efectuada por terceros. Asimismo, el TRADUCTOR garantiza al EDITOR que su creación no es resultado de la utilización de sistemas, herramientas o técnicas derivadas o vinculadas con la Inteligencia Artificial». Cláusula que lee y acepta con una sonrisa porque en la década en que hizo la traducción objeto del nuevo contrato, traducir mediante «sistemas, herramientas o técnicas derivadas o vinculadas con la Inteligencia Artificial» era sólo hipótesis o fantasía, los prototipos no estaban al alcance de nuestros ordenadores y era por eso un delito imaginario. Es halagador que se atrevan a sospechar que un traductor al que se paga la mitad, o incluso un tercio de lo que recibe un colega francés por traducir a su idioma un libro de semejantes características, sea capaz de concebir el sistema, herramientas, etc., que no solo producirían en un parpadeo un texto legible, válido para los estándares de nuestro idioma y comercializable, sino que además puede llegar a cavar su tumba y la de la mayoría de sus colegas.
De las cifras concretas que deberían dar lugar a cifras reales de beneficios, así como la cantidad real a descontar sobre el avance cobrado por el traductor, resultan en la práctica cantidades que no cuesta llamar «imaginarias», tanto más al ver los números negativos en la columna del «total» de las liquidaciones. Aquí se verifica que un número real ―la cantidad pagada como avance― multiplicado por un número imaginario ―el de los ejemplares impresos y puestos a la venta―, elevado al cuadrado de las ediciones en sus diferentes formatos, da impepinablemente un número complejo.
Y no solo el Número Complejo de Tonto del Bote que nos abruma ante el desglose de las cantidades que editoriales y la entidad de gestión de derechos reprográficos nos envía. El quid de esa fórmula fantasma es que no tenemos acceso a los números reales, pese a que la LPI nos otorga ese derecho. Si no conocemos las cantidades reales de ejemplares impresos, destinados a la venta, a marketing y a relaciones públicas, prensa incluida, ya que nunca recibimos el certificado correspondiente, lo que tenemos ante nuestros ojos, más o menos incrédulos, es un documento que se quiere artículo de fe.
Liquidación de existencias… A scary movie!
Hace tiempo un francés llamó mi atención sobre esta expresión que utilizamos a menudo sin pensar en sus dobles significados, implícitos o metafóricos: «Liquidación de existencias» o, con signos de exclamación, «¡Liquidamos existencias!». Al leerlo, a menudo en cartelones durante la temporada final de rebajas y de «grandes oportunidades», entendemos que el comercio está saldando algún producto con un precio por debajo del último descuento. Pero «liquidar» en jerga de novela policiaca es matar, acabar con la vida de alguien, y en cuanto a la definición de «existencia», filósofos de todas las escuelas se han entretenido en el concepto, aunque, sin atacar tales honduras, hasta un pelanas entiende que no es lo mismo «existir» que «respirar» como sinónimo de vivir a full. Un extranjero puede suponer, temer o incluso anhelar que los sicarios ya no se esconden detrás de empresas fantasma o en la dark web, sino que ofertan sus servicios a pie de calle. Una vez más, conscientes del doble sentido de la expresión, traductores y gente de letras avanzamos como funambulistas sobre la cuerda tensa del sarcasmo.
Porque cuando, entre enero y marzo, desde el departamento de Derechos de Autor la editorial que nos encargó una o muchas traducciones nos comunica que tal edición del libro que tradujimos con sumo esmero hace cinco o dos años va a ser destruida por completo o en parte, la mayoría de veces el mensaje no adjunta el certificado de destrucción con la cantidad concreta de ejemplares que nos aseguran van a retirar del mercado. Previamente, como ya he dicho, tampoco recibimos el certificado por el número exacto de ejemplares impresos. Nos informan de que la destrucción de esos 200 o 500 ejemplares se hace en aras de la mejor explotación del stock. A veces sospechamos que esos ejemplares surcarán en perfecto estado los mares para su distribución y venta en el continente americano, a precios rebajados respecto a los de la Península a fin de atraer a compradores con un poder adquisitivo castigado por la inflación galopante y otros inconvenientes. Tenemos derecho a sospechar esta posibilidad y cualquier otra cuando, pese a nuestra insistencia, el certificado que la editorial está obligada a remitir no llega nunca. Lo único cierto es que esa cantidad de libros borrados no podrá descontarse como venta del dinero que cobramos y, por lo tanto, incluso cuando se nos dice que la totalidad de la edición ha dejado de comercializarse, pueden llegarnos en la fecha que la editorial decida los datos relativos al título en cuestión con un cero como resumen de la ausencia de movimiento comercial, y una cantidad en negativo correspondiente al montante que la editorial afirma no haber recuperado. Algunas editoriales pretenden que esa parte supuestamente no recuperada debe descontarse de las ediciones digitales, fechoría que no todas las empresas plantean.
Conozco a traductores que responden con cartas airadas a la editorial enviándola a tomar viento cuando les exponen en números este fracaso de ventas. Otros optan por responder que la explotación de la edición es cosa de la editorial, no del traductor, que es un proveedor de servicios, implicado en la promoción en concretas circunstancias que redunden también en su beneficio; que la empresa a estas alturas del siglo podría usar estrategias alternativas como vender desde el principio a precios menos elevados para predisponer a la compra a los «quiero y no puedo» habituales, esto es estudiantes y especies lectoras afines, lo cual ahorraría el gasto de destrucción, etc.

Obra de dominio público cedida por su autor Ianmacm a English Wikipedia
Hay que recordar que la cifra ingresada por la traducción corresponde a un trabajo efectivamente realizado, que requiere del traductor una formación especializada, unas herramientas sofisticadas y caras y un permiso para ejercer solicitado a las altas instancias fiscales, sin olvidar que, para protegerse ante eventuales problemas de salud que pudieran impedir realizar el trabajo, la mayoría paga una cuota mensual a la Seguridad Social y algunos también un seguro privado. En los contratos actuales se exige que el traductor esté habilitado «por las leyes para el ejercicio de su profesión y de las actividades objeto» del contrato, además de estar «al corriente de sus obligaciones fiscales, de Seguridad Social, administrativas y de cualquier otra índole que a tal fin deba observar». Estos requisitos, que le suponen unos gastos al traductor freelance por su mera disponibilidad a trabajar, me parecen argumento suficiente para reclamar que los royalties se contabilicen en positivo a partir del primer ejemplar vendido, descontado en todo caso el coste de producción.
Sigamos con las «liquidaciones». Casi siempre, tras pelear por ese 2 % de royalties en el contrato de edición digital de tal traducción de éxito, vemos que la cifra total, que forzosamente debe ser positiva, ya que el descuento sobre el anticipo se hace en la versión en papel que ha tenido más de una edición, es de un solo dígito, inferior a lo que la editorial ha determinado como mínimo para transferir los «cuartos» al traductor. En plata: menos de 8 euros en todo un año de explotación. Ahí es cuando unos interpretan por «liquidación de existencias» las de los propios traductores, que no pueden permitirse seguir en la brecha, mientras otros ―o quizá los mismos― empiezan a considerar la idea de una sociedad de sicarios puerta con puerta con la frutería y «el chino» o «el paki», igual de disparatada pero no imposible.
María José Furió es traductora de francés, italiano, catalán e inglés al español. Colabora además con editoriales y empresas españolas y extranjeras como lectora de textos ya publicados o de manuscritos para su posible traducción al castellano y en la revisión y editing de textos. Especializada en no ficción, entre los libros traducidos se cuentan: Smash!, la explosión del punk californiano en los ’90, de Ian Winwod (Ediciones Cúpula), Los cuentos de una mañana y El último sueño de Edmond About, de Jean Giraudoux (Lom Ediciones), La travesía del libro, de J.J. Pauvert (Trama) y Las ambiciones de la historia, de F. Braudel (Crítica). Publica regularmente crítica literaria y reportajes sobre fotografía y cine en diferentes revistas españolas y extranjeras.