Convenciones para no perder el norte: traducir la toponimia, Silvia Senz

Lunes, 10 de marzo de 2025.

Entre los aspectos de estilo editorial que afectan al traductor, creo que no habrá discusión si afirmo que el tratamiento de la toponimia (es decir, de los nombres de lugar reales, no de ficción, y tanto físicos como políticos y urbanos) supone todo un quebradero de cabeza. Alguien que no haya tenido que enfrentar esta cuestión puede pensar que la cosa gira en torno a dos simples criterios: transcribir el topónimo original (o endónimo) si no hay exónimo en castellano y dar su exónimo si sí lo hay.

Pues no es así, de ningún modo. Las dificultades que los nombres de lugar plantean al traductor editorial son, siendo escuetos, todas estas:

I. Identificar y localizar un topónimo o un exónimo de otra lengua citados en el texto que se traduce y hallar su exónimo en castellano, lo que implica lidiar con dificultades como:

  • la homonimia y la paronimia toponímicas; p. ej., diferenciar Rovné y Rovne, que son lugares distintos de Eslovaquia, o todas las localidades del mundo llamadas Orange;
  • la confusión de un exónimo histórico con su exónimo actual (p. ej., Dresda con Dresde),
  • o la distinción entre un endónimo romanizado (p. ej., Bayrūt, romanización del nombre en árabe de la capital del Líbano) y su exónimo en castellano (Beirut).

II. Relacionar el nombre antonomástico de un lugar en el idioma que sea (p. ej., City of Lights; Perfide Albion; Sud profond) con su nombre real (Paris; England; Deep South) y hallar su equivalente en español (Ciudad Luz = París; Pérfida Albión = Inglaterra; el Sur Profundo = estados de Alabama, Carolina del Sur, Florida, Georgia, Luisiana y Misisipi).

III. Decidir si traducir un topónimo a su exónimo, si romanizarlo si está en una lengua en un sistema de escritura no latino o si mantenerlo tal cual, en función de los criterios que rigen para cada tipo de texto, obra y medio; a saber:

  • Medios de comunicación, más sujetos a la oficialidad y vigencia de los topónimos.
  • Obras que incluyen cartografía (un ámbito muy regulado).
  • Textos institucionales y textos oficiales, que deben reflejar la normativa toponímica que les afecta.
  • Editoriales, un medio en el que hay que atender a las exigencias propias de cada tipo de obra. Así, en el caso de las obras literarias, puede convenir dejar el topónimo vernáculo por coherencia argumental y color ambiental (p. ej., Mumbai [o Mumbái] y no Bombay en una obra que transcurre en la India actual). O, por coherencia con el contexto histórico de una obra y para evitar anacronismos, puede interesar usar un exónimo que ha caído en desuso (p. ej., Dánzig en lugar de Gdańsk) o que ha desaparecido del todo (p. ej., la Cochinchina o Prusia).

IV. Resolver dudas sobre la grafía correcta de un exónimo; a saber: adecuación a las normas de escritura del castellano, grafía del artículo, del término genérico, atildación…). Por ejemplo: ¿Canberra o Camberra?; ¿Múnich o Munich?; ¿Bosnia y Hercegovina, Bosnia y Herzegovina, Bosnia-Hercegovina o Bosnia-Herzegovina? En principio, la institución que tiene potestad para establecer la forma ortográfica de los exónimos en español —pero no su uso— es la RAE, que en su ortografía vigente (2010, § 3.2.3) dice: «Los exónimos españoles, ya sean formas tradicionales o nuevas adaptaciones de topónimos extranjeros, deben someterse a las normas de acentuación gráfica de nuestra lengua». No obstante, los medios de comunicación van a menudo por su cuenta e incluso las obras de referencia oficiales (p. ej., Los exónimos en español, del IGN) cometen inconsistencias, como la no atildación del exónimo Múnich, que debería seguir la pauta de Zúrich.

V. Decidir cuándo amoldarse al nomenclátor y la legislación toponímicas oficiales de un país o región, en lugar de usar su exónimo —más o menos usual o tradicional— en español, que es una decisión a menudo problemática y que depende más del medio o del editor que del traductor. Me refiero, por ejemplo, a cuándo usar «el Paral·lel» en lugar de «el Paralelo», Malawi en lugar de Malaui, Harare en lugar de Salisbury, Girona en lugar de Gerona, Ciudad Hồ Chí Minh en lugar de Saigón, Sri Lanka en lugar de Ceilán, Myanmar en lugar de Birmania o Sierra Leone en lugar de Sierra Leona.

A esta decisión no ayudan fuentes de referencia habituales basadas casi siempre en lo que dice la RAE, como la FundéuRAE o la Wikipedia en español. Esta última, por ejemplo, ignora por completo el cambio de denominación del nombre de la antigua capital de Myanmar a Yangón (topónimo oficial desde 1989) y entra esta ciudad por el exónimo antiguo Rangún, a pesar de que existe en castellano el río Yangón, que la propia entrada «Rangún» de la ESWiki cita. Si usa «río Yangón», ¿por qué no Yangón para la ciudad? Quienes hayan tomado esta decisión no siguen ningún criterio lógico.

VI. Decidir si usar un exónimo, pese a que haya caído o esté cayendo en desuso. Por ejemplo, para los textos publicados en Europa es cada vez más común usar los topónimos oficiales y no sus exónimos, porque la cercanía y el constante intercambio que permiten las comunicaciones y la pertenencia a un mismo espacio político-geográfico (especialmente para los miembros de la UE) hacen más fácilmente identificable un topónimo original. Así, Mastrique pasó a la historia desde el Tratado de Maastricht, y Fráncfort o Francoforte (del Meno o del Óder) han ido dejando paso al topónimo Frankfurt o a nuevos exónimos híbridos (Frankfurt del Óder o Frankfurt del Meno/del Main), al igual que Mainz va desplazando a Maguncia o Göteborg a Gotemburgo, entre otros casos.

VII. Resolver dudas sobre la grafía de los topónimos sin exónimo español, relativas, por ejemplo, a:

  • la transcripción de los diacríticos propios de otras lenguas;
  • la aplicación de un sistema u otro de romanización en el caso de aquellos topónimos de lenguas con escritura no latina que carecen de exónimo en español;
  • la adaptación al castellano de las romanizaciones de un topónimo procedentes de otras lenguas con alfabeto latino.

El espacio que me permite esta revista no me alcanza para profundizar en todas estas cuestiones y sus soluciones posibles, pero sí para apuntar cómo abordar los principales dilemas.

 

El Dictionary of translated names and titles, del toponimista Adrian Room, es una de las obras más útiles para la traducción (entre seis lenguas) no sólo de topónimos, sino de todo tipo de nombres propios.

 

1. Transcribir o transliterar la toponimia

Vaya por delante una necesaria distinción terminológica para entender la cuestión que voy a tratar. Brevemente, la transliteración es un método convencional y reversible de conversión de nombres entre distintas escrituras (y no entre lenguas), recurriendo a letras adicionales o especiales, a diacríticos o a otros signos. La transcripción, en cambio, representa aproximadamente los sonidos de idiomas extranjeros en la escritura de una lengua. La romanización, finalmente, es la conversión de una lengua hablada o de un sistema de escritura al sistema de escritura latino.

Muchos exónimos se han creado mediante procesos de traducción o de deformación del topónimo original (o endónimo), con frecuencia sin preservar su significado, su pronunciación ni su forma gráfica, lo que supone una desvirtuación de este. De hecho, cuando a un endónimo se le aplican procedimientos que preservan su forma hablada original, como la transliteración (el método más fidedigno), la transcripción (menos fidedigno, pero sí aproximativo) o incluso la mera traducción del genérico, en la mayor parte de los casos los resultados ni siquiera se consideran exónimos. No obstante, estos procedimientos respetuosos y conservadores tampoco ahorran dificultades al traductor:

I. En el caso de los topónimos de países con lenguas que utilizan alfabetos no latinos (árabe, griego, hebreo, cirílico búlgaro y cirílico ruso, principalmente), el traductor puede encontrarse en la obra que traduce con diferentes transcripciones de un mismo topónimo según la lengua que esté traduciendo o el sistema internacional (transliteración) o particular (transcripción) utilizado por el autor. Así, puede topar con formas tan dispares como Chavashia, Chuvashia, Tschuwaschen, Chuvaches, Ciuvaci o Tchouvache, que le obligarán a hacer las pesquisas necesarias para identificarlas como la República de Chuvasia.

II. Lo mismo ocurre con las lenguas con escrituras logográficas. Por ejemplo, si el traductor se encuentra con Peiping o Beiping, deberá documentarse para averiguar que es la romanización del nombre que se daba a la ciudad de Pekín durante la dinastía Ming y que la República China restauró en 1928, que luego pasó a Peking con el sistema de romanización postal de la República Popular China, y que en castellano tiene dos formas usuales: la forma tradicional Pekín o Pequín (aproximación al castellano de Peking), y la oficial Beijing, según el sistema actual chino de romanización (el pinyin).

III. Como ocurre con toda la onomástica, otro problema estriba en que los topónimos suelen llegarnos intermediados, a través de lenguas como el inglés y el francés, cuyos signos para representar letras o sonidos de alfabetos no latinos no sólo son distintos entre ambos idiomas, sino del nuestro. En su Diccionario de ortografía técnica, Martínez de Sousa propone algunos cambios para acercar al castellano (hispanizar) la grafía de topónimos extranjeros que nos han llegado a través de lenguas intermedias:

  • aa: se simplifica: Dar es Salaam → Dar es Salam;
  • dd: se simplifica: Yiddah → Yida;
  • dh: se elimina la h: Abu Dhabi → Abu Dabi; Nouadhibou → Nuadibú:
  • dj: se transcribe por y: Djakarta → Yakarta; Djibouti → Yibuti; Fidji → Fiyi;
  • gh: se transcribe por g o gu: Afghanistan → Afganistán; Ghardahia → Gardaya; Maghreb → Magreb;
  • j: en transcripciones francesas del árabe se transcribe por y: Bujumbura → Buyumbura;
  • k: en transcripciones francesas e inglesas del árabe, generalmente se transcribe por q: Irak → Iraq; Katar → Qatar;
  • k: en transcripciones francesas e inglesas del ruso se transcribe por k: Kirghizistan → Kirguizistán (pero se escribe Ucrania, no Ukrania);
  • kh: en transcripciones francesas e inglesas del árabe, griego, hebreo y ruso se transcribe por j: Kazakhistan → Kazajistán; Khartoum o Khartum → Jartum;
  • oo: en transcripciones inglesas del árabe, ruso o de lenguas ágrafas se transcribe por u: Rangoon → Rangún (Myanmar, antigua Birmania);
  • ou: en transcripciones francesas del árabe, hebreo o ruso se transcribe por u: Djibouti → Yibuti; Essaouira → Esauira (antigua Mogador);
  • ph: normalmente se transcribe por f: Bophutatswana → Bofutatsuana;
  • pp: se simplifica: Aleppo → Alepo;
  • ss: se simplifica: Essaouira → Esauira;
  • tch: en transcripciones francesas del árabe, ruso o lenguas ágrafas se transcribe por ch: Tchad → Chad;
  • th: en transcripciones inglesas de lenguas ágrafas se transcribe por t: Lesotho → Lesoto; Thailandia → Tailandia;
  • tt: se simplifica: Nouakchott → Nuakchot;
  • w: en transcripciones francesas e inglesas del árabe, hebreo o lenguas ágrafas se transcribe por u: Swazilandia → Suazilandia; Zimbabwe → Zimbabue;
  • y: en transcripciones francesas e inglesas del árabe, ruso y otras lenguas se transcribe por i: Kenya → Kenia; Sydney → Sídney; Tokyo → Tokio; en Riyad se elimina: Riad;
  • zh: z o y.

 

 2. Traducir al exónimo

Como ya he dicho, a menudo un exónimo es en sí mismo una traducción, de modo que hablar de traducir al exónimo es, hasta cierto punto, un oxímoron. La tarea que enfrenta el traductor ante un nombre de lugar no consiste, pues, en traducir nada, sino en llevar a cabo todo un proceso de documentación y reflexión, en diversos pasos:

  • Identificar el lugar al que alude el topónimo y averiguar, con ello, su nombre original, para lo que a menudo se necesita el contexto que normalmente da el propio texto.
  • Localizar su exónimo vigente en español (si existe). Hay excelentes diccionarios geográficos y de traducción de nombres propios entre diversas lenguas que permiten dar con ellos y que son mucho más fiables que la ESWiki.
  • Decidir si emplear el exónimo es adecuado a la obra o al documento.

Hasta no hace mucho, siguiendo el criterio académico, no pocos libros de estilo solían establecer que los topónimos y los exónimos de otras lenguas se dieran en español en caso de tener exónimo (forma tradicional) de uso vigente en esta lengua. Así, por ejemplo: West Bank → Cisjordania; Bodensee → lago de Constanza; Kinneret (hebreo) o Sea of Galilee (inglés) → mar de Galilea, lago de Tiberíades o lago de Genesaret; Newfoundland (inglés) y Terre-Neuve (francés) → Terranova; etc.

Pero existe también una tendencia, aún no generalizada, a dar los topónimos según su grafía original, por diversas razones:

I. No siempre es sencillo decidir qué es una forma tradicional y vigente en español. De un lado, comprobar la vigencia en el uso requiere tener acceso a corpus orales y escritos actualizados. Y de otro, la tradicionalidad es un rasgo que tiene relación con el origen del exónimo, es decir, con su antigüedad y con la manera en que fue creado. Es tradicional cuando se crea «desde abajo», por el uso espontáneo de los hablantes, que adaptan por diversos mecanismos la forma original. Este mismo uso espontáneo es el que lleva a la desaparición o evolución de un topónimo (por ejemplo, lo que ha hecho que se haya pasado de Nuremberga a Núremberg). No es tradicional cuando se ha creado deliberadamente «desde arriba», durante procesos políticos de colonización y asimilación cultural y lingüística. Por eso no se entiende que, en el caso de España, la Wikipedia en español —yendo más allá que la RAE— utilice exónimos que se crearon mediante una castellanización abrupta y planificada de la toponimia local en otra lengua, llevada a cabo en períodos en los que se aplicaron políticas de homogeneización (diversos, desde el siglo xviii). En su mayoría, son formas que no tienen uso alguno en castellano entre los hablantes locales y que tienen oficialmente restituida su forma propia y usual; es el caso de las entradas de «San Quirico de Besora» o «Sangenjo», entra tantas otras.

II. Justamente por el rastro del proceso político de dominación y aculturación que les ha dado origen, el uso de ciertos exónimos levanta ampollas; sobre todo cuando ya se han restablecido oficialmente los topónimos originales desplazados o deturpados por este tipo de circunstancias.

Cabe decir que mantener los exónimos (físicos, políticos o urbanos) en castellano cuando han sufrido una redenominación oficial suele ser una decisión con fecha de caducidad. Así, dejaremos de hablar de Birmania de igual modo que ya no llamamos Angora a Ankara (capital de Turquía), Bathurst a Banjul (capital de Gambia), Brünn a Brno (ciudad de la República Checa), Fernando Poo a Bioko (isla de Guinea Ecuatorial), Villa Cisneros a Dajla (o ad-Dajla, ciudad de Marruecos), Stalino a Donetsk (ciudad de Ucrania) o Tananarive a Antananarivo (capital de Madagascar); todos ellos son cambios de denominación que se dieron desde 1930, durante la segunda mitad del siglo xx en su mayoría, y que ya están instalados en el uso común.

III. Además, a consecuencia de la globalización y del aumento del poliglotismo entre la población, el contacto con nombres extranjeros es mayor y la dificultad de pronunciarlos también se ha reducido, de modo que el uso de las formas toponímicas originales no resulta tan difícil ni tan extraño como antaño.

IV. Y, lo más importante a un nivel práctico, porque el uso de exónimos provoca problemas de identificación del lugar en cuestión. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando se usan exclusivamente exónimos en una guía de viajes cuya función es orientar al lector sobre el terreno; o cuando los exónimos se incorporan, en lugar de los topónimos originales e incluso oficiales, a las fuentes o bases de datos geográficos que nutren los servicios de cartografía en línea (como Google Maps) y los navegadores GPS satelitales, lo cual es un verdadero despropósito.

De hecho, en el ámbito de las Naciones Unidas existe un consenso prácticamente general en que no se deben utilizar exónimos a un nivel internacional (cf. GENUNG, Manual para la normalización nacional de los nombres geográficos, ONU, 2007, p. 121). Y la recomendación de las entidades de regulación onomástica y geográfica —⁠las academias de la lengua no lo son— es adaptarse a las nuevas denominaciones no sólo por respeto, sino porque son las que aparecen en nomenclátores y mapas y las que nos facilitan su identificación y localización. Durante el período inicial de implantación del nuevo topónimo o del topónimo recuperado, para facilitar la transición, se aconseja poner entre paréntesis el exónimo anterior. Esta adaptación incluye propuestas como la de crear un nuevo exónimo adaptado; por ejemplo, tildando la nueva forma: «Mumbái (antigua Bombay)». El mismo criterio afecta a las transliteraciones al sistema latino de escritura. Por ejemplo, en las romanizaciones de los nombres de Ucrania, incluso organismos como la FundéuRAE recomiendan usar las formas transliteradas del ucraniano, en lugar de las formas rusas anteriores a la disolución de la Unión Soviética en 1991; así, se usarán Odesa (Одеса) en lugar de Odessa (en ruso, Одесcа), y Donbás (Донбас) o Dombás en lugar de Donbass (en ruso, Донбасс).

Cuando, de todas formas, el traductor tenga dudas sobre si usar o no exónimos en su versión, este prudente procedimiento le ahorrará problemas:

  • Primero, se menciona (si lo hay) el exónimo tradicional en castellano de uso vigente.
  • A continuación, entre paréntesis, se ofrece el topónimo original. Si es en una lengua con alfabeto latino, se transcribe sin dejarse ningún diacrítico. Si es una lengua en otro alfabeto o sistema de escritura, se transcribe en dicho alfabeto y sistema de escritura y se añade seguidamente su romanización (transcripción al castellano o transliteración normalizada a la escritura latina), que le servirá al lector de cierta orientación sobre su pronunciación; por ejemplo:

La plaza de Tiananmén (天安門廣場, Tiān’ānmén Guǎngchǎng; literalmente, ‘plaza de la Puerta de la Paz Celestial’) es una de las principales plazas de la ciudad de Pekín (Běijīng en pinyin) y la más grande del mundo, con una superficie de 440 000 m².

Y si con estos consejos, querido lector, sigues sin situarte, sólo te queda encomendarte a Santo Pónimo, patrón de los traductores desorientados, y esperar su inspiración.

 

Fotografía de Sílvia Senz

Silvia Senz Bueno es filóloga y máster en Edición. Desde 1990 ha trabajado como lectora, editora, correctora y traductora en y para diversos departamentos de publicación de organismos y editoriales. Desde 1997 imparte clases de edición, corrección, tipografía y traducción editorial en certificaciones profesionales oficiales, posgrados y maestrías, y formación continua gremial. Además de redactar libros de estilo por encargo, ha publicado artículos en revistas especializadas, así como diversos capítulos en obras de lingüística hispánica, y es autora de Normas de presentación de originales para la edición y coautora de El dardo en la Academia.

 

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