El tiempo de la mariposa, de Selma Ancira

Viernes, 22 de noviembre de 2024.

El tiempo de la mariposa. Un relato sobre la relación personal y literaria entre una traductora, la obra de Nikos Kazantzakis y la lengua griega, de Selma Ancira. Prólogo de Mónica Lavín, Gris Tormenta, 2024, 112 páginas.

Dolors Udina

 

Uno de los aspectos que llaman más la atención de El tiempo de la mariposa, un testimonio literario sobre el entramado de retos, hallazgos, descubrimientos, anécdotas y reflexiones que subyacen en la traducción de Zorba el griego, es el respeto que muestra la autora hacia la exactitud de las palabras y la minuciosidad con que busca confirmar sus intuiciones. En su empeño por «revivir» las circunstancias de la obra original, esta traducción la lleva a emprender un viaje al lugar donde se desarrolla la acción, para verlo todo «con los ojos del autor», que le propicia una serie de aventuras que merecen, o casi diría que exigen, un relato. Si, como queda claro leyendo este libro, Kazantzakis y su Zorba el griego (que llegó a su vida «por una película que no vi» que «antes de ser palabras, fue música») es uno de los amores que ha cultivado desde la infancia, quienes la conocemos, a ella y su trayectoria, sabemos que tiene otros grandes amores a los que ha dedicado años de su vida, como Marina Tsvetáieva, como Tolstói, Seferis, Ritsos, Pushkin y un largo etcétera. Creo que este libro puede leerse como el primer capítulo del estimulante volumen que nos podrá ofrecer Selma Ancira cuando quiera contar los entresijos de cada una de las grandes obras que ha traducido, tanto del griego como del ruso. Apostaría, confiada, a que con el paso del tiempo cada uno de ellos tendrá su capítulo.

Por defecto (o quizás por efecto) profesional, me apasiona leer libros que revelen qué hay detrás del resultado visible del trabajo de un traductor, que presenten la relación de quien reescribe una obra con el autor original y buceen en su vida y milagros para que, de algún modo, quede todo reflejado en el nuevo texto. Hay muchas maneras de definir la traducción, muchos adjetivos y muchas metáforas para explicar una actividad que hay quien considera imposible, pero creo que lo que más se acerca a determinar lo que hace el traductor es la pasión por hacer suyo un texto que solo leído en la lengua propia, con toda la carga de tradición que conlleva, puede llegar a destilar su verdadera esencia. Traducir es comprender, compartir y, sobre todo, escribir. Y «no se puede escribir de lo que no se conoce», nos asegura Ancira (p. 29). «Porque traducir un libro es experimentar una especie de metamorfosis. Es convertirse en el autor, seguir sus huellas, andar sus pasos, leer los libros que él leía, descubrir a sus autores predilectos y dejarte o no cautivar por ellos; es adentrarte en el resto de su obra para situar, en el conjunto, el libro que traduces […] es transportarte al siglo y al entorno del argumento traducido, es recrear, en tu momento y tus circunstancias, un mundo muchas veces desaparecido» (pp. 34-35).

Como dice Mónica Lavín en el prólogo de El tiempo de la mariposa: «Traducir es hacer visible lo que de otro modo permanecería en la penumbra, es posibilitar una experiencia, como sacar un barco hundido del mar» (p. 29). Casi parece que, en este ensayo, Selma Ancira haya ido a sacar literalmente del mar el barco hundido. Su viaje al mundo de Kazantzakis para sentir, vivir y ver el paisaje con los ojos del autor, para reconocer el entorno y el contexto en el que escribió Zorba el griego, alcanza y transmite una emoción que sin duda ha de reflejarse en la traducción. Es la energía que desprende un libro, la «seda fina del vivir», como la define Nicole Brossard, lo que en definitiva hay que reproducir en una traducción, y creo que esta «seda fina» es la base de lo que podríamos llamar «método Ancira» a la hora de traducir, que consiste en ir físicamente en pos del autor y, como quien dice, revivir su vida. El «Buenos días. Mi nombre es Selma Ancira. Soy mexicana. Soy traductora literaria y estoy intentando recrear en español el Zorba de Kazantzakis», que aparece varias veces en el libro cuando la traductora se presenta a quienquiera que encuentre en los sitios donde va a investigar, es la puerta de entrada a descubrimientos imprescindibles para su manera de avanzar en la traducción y conseguir transmitirnos la intensidad del autor. Con ella, en Creta, entramos en la casa natal del escritor en Heraklión, vistamos el museo en Myrtia, averiguamos con la ayuda de una arqueóloga si Knossos es la ciudad de la que habla Kazantzakis en el capítulo 15, y recorremos el monasterio de Arkadi con el pope «de luenga barba» cuyo primer objetivo es hacer reír a la concurrencia.

Hay momentos de pura emoción en este libro, como la visita al café donde una decena de ancianos juegan al chaquete y, sin osar franquear la puerta, pero con la presentación a modo de visado de «Buenos días. Mi nombre es Selma Ancira…», les pide el significado de una serie de palabras que no encuentra en ningún diccionario.

Las fichas y los dados enmudecieron. […] Solté la primera palabra.

—¿Te acuerdas, Yorgos, de aquel verano en que Nikos vino aquí a escribir? —preguntó un anciano con un tupido bigote encanecido—. Yo creo que usaba esa palabra…

—Sí —terció un viejo de mirada triste—. Me parece que la usaba en el sentido de cuando el corazón no puede más. Cuando sientes que te ahogas…

Y así, mientras me miraban como a un bicho entre raro y entretenido, fui desgranando frente a ellos las palabras y ellos fueron revelándome el significado de casi todas… (p. 66).

Otro momento realmente mágico es el encuentro con un pastor que le pide un cigarrillo y, al decirle Ancira que no tiene, le pregunta: «¿Y entonces qué traes en esa bolsa tan grande?» (p. 76), una pregunta que «a cien años de distancia, en un solitario paraje de montaña» da pie a reproducir la conversación que había tenido Kazantzakis con un pastor como este. Maravillada por la coincidencia, entabla una larga conversación con él, que le habla «de sus ovejas y de sus cabras, de sus corderos bien alimentados, del trabajo de los perros pastores, de la trashumancia que aún existe en algunos lugares de Creta» (p. 77).

Este momento de trashumancia me lleva a Traducir como trashumar, el libro de Mireille Gansel,[1] una poeta y traductora que, como Selma Ancira, cuando va a traducir algo prepara el hatillo y se pone en marcha por «ese paso largo y ancho de los rebaños hacia tierras lejanas, para encontrar, llegada la estación, las mejores hierbas, las de las planicies bajas en el invierno y las de las altas en el verano, […] esos caminos trashumantes de la traducción, ese lento y paciente pasaje, abolidas todas las fronteras, de un país a otro, de una cultura a otra, de una lengua a otra» (p. 113).

Con las vicisitudes de su viaje en busca de la esencia del libro a traducir, unidas a las reflexiones sobre un trabajo que le apasiona y que reconoce que es su manera de vivir, nos va revelando el nacimiento de la obra en un nuevo idioma y recupera la imagen de la mariposa de Zorba, «que no había podido madurar pacientemente, que había sido forzada a salir de su capullo antes de tiempo, arrugada y sietemesina. “Nació prematura —escribe Kazantzakis—, y al poco tiempo, murió”». Queda claro que su traducción nace cuando ya ha recorrido todo su camino, cuando ha sopesado sobre el terreno y en el papel cada expresión, y cuando ya ha llevado a cabo el interesante cotejo de la obra, página a página, con su amiga Kleri Skandami, con quien es fácil imaginar conversaciones inacabables sobre los matices del significado posible de cada palabra.

El tiempo de la mariposa es una invitación al lector a visitar el territorio (¿o acaso laboratorio?) donde se halla escondida la parte invisible de toda traducción.

 

Notas

[1] Mireille Gansel, Traducir como transhumar, Galaxia Gutenberg, S.L. 2023 (trad. de Ariel Dilon).

 

Dolors Udina es traductora literaria y fue profesora asociada de traducción de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB durante veinte años. Ha traducido al catalán obras de novelistas como Jean Rhys, Virginia Woolf, Alice Munro, J. M. Coetzee, Toni Morrison, Nadine Gordimer, J. R. Tolkien y Ali Smith; ensayistas como Aldous Huxley, Isaiah Berlin, E. H. Gombrich, E. M. Forster y Carl Sagan; y poetas como Elizabeth Barrett Browning y Robert Creeley. En 2009 recibió el Premio Esther Benítez de Traducción por Home lent, de J. M. Coetzee, y en 2014 el Premio Crítica Serra d’Or por la traducción de La señora Dalloway de Virginia Woolf. Ha publicado artículos sobre literatura y traducción en La Vanguardia, El País, Diario de Mallorca, Transversal, Vasos Comunicantes, Quaderns de Traducció y Reduccions. En 2017 recibió el Premi Ciutat de Barcelona de Traducció en Llengua Catalana por la traducción de The Devils of Loudun, de Aldous Huxley (Adesiara). En 2019 fue galardonada con el Premio Nacional a la Obra de un Traductor que concede el Ministerio de Cultura y Deporte por su trayectoria como traductora de lengua inglesa al catalán y castellano. en 2023 recibió el Premi de Cultura de la Generalitat de Catalunya.