En torno al ©, Esther Benítez

Lunes, 26 de agosto de 2024.

Recuperamos de VASOS COMUNICANTES 2, invierno 1993-1994, la conferencia de Esther Benítez en torno a la Ley de Propiedad Intelectual. Sus comentarios sobre los conceptos básicos de la ley (tres años más tarde se publica el texto refundido ahora vigente) siguen siendo de interés para los traductores y editores. 

No tengo muy claro si debo considerar un honor éste de tratar cosa tan árida como la del copyright o, si se quiere, las perspectivas profesionales a la luz de la Ley de Propiedad Intelectual, en este número de VASOS COMUNICANTES donde algunos colegas debatirán apasionantes problemas teóricos por los que yo también me pirro, o si más bien debiera considerarlo un castigo de la revista, que me ha reservado para bailar con el más feo de nuestros focos de interés. En fin, acepté el encargo, e intentaré, por lo menos, amenizar, no sé muy bien cómo, un tema que de por sí resulta bastante pesadito.

El punto de partida de estas reflexiones está marcado por una fecha que, bien mirado, es sólo un hito a medias: el 11 de noviembre de 1987, fecha de promulgación de la Ley de Propiedad Intelectual. Y digo que se trata de un hito a medias porque, aunque la Ley aportaba interesantes novedades para otros sectores hasta entonces desprotegidos como el llamado droit de suite de los artistas plásticos, el reconocimiento del © de las fotografías o los programas de ordenador, una mejor retribución para los cantantes, etc., desde el punto de vista de los traductores lo único que hizo —no es poco, por fortuna— fue revalidar unos derechos que, por ser de vieja data, resultaban inadecuados, por una parte, y por otra se veían conculcados todos los días.

En efecto, así la vieja ley de Propiedad Intelectual de 1879 como la Ley del Libro franquista, de 12 de marzo de 1975, recogían en su articulado, y dentro de la definición de autores, a los traductores. Ahora bien, esta última no se aplicó nunca, a falta de los oportunos reglamentos, y, en cualquier caso, tampoco nos valía de nada ser considerados autores, cuando la situación del escritor era bastante catastrófica y se prestaba a todos los abusos, con la ley en la mano y como respaldo. Por ello la nueva ley, positiva para los escritores en muchas cosas, lo fue también para nosotros y nos abrió nuevas e interesantes perspectivas. Y, ya que me ha tocado la pareja más fea, insisto en que no estoy bailando con ella sólo por su dinero, porque posea unos cuantos derechos patrimoniales, sino también por sus prendas morales, porque es muy maja.

Y sigamos el baile… El propósito de este artículo es bien modesto: difundir cosas que quizás no todos los colegas saben, informar sobre las posibilidades que la Ley brinda de cara a los contratos, y analizar sus repercusiones, siempre desde el punto de vista del traductor. Muchas de las cosas que tocaré parecen ya obvias en los escritores, pero mi experiencia de estos años me dice que todavía hay quien se sorprende —el público profano, traductores todavía poco habituados a firmar contratos, y algún que otro editor— de que los traductores exhibamos tamañas pretensiones. Pues las exhibimos, desde luego; otra cosa es que nos salgamos con la nuestra.

Pero puedo asegurar que, desde que empecé a traducir, hace ya casi treinta años, hemos andado mucho camino hasta hoy. Y aquellos de mis lectores que pertenezcan a mi generación recordarán perfectamente traducciones a 40 pesetas la página, con las que las editoriales hacían lo que les venía en gana, desde destrozarlas (¡mala cosa!) hasta publicarlas sin leerlas, en un alarde de confianza (¡casi peor!) y sobre las cuales no cabía alegar ningún derecho…

Paso, pues, al análisis de la LPI. En primerísimo lugar, reconoce sin lugar a dudas la condición de autor del traductor en los artículos 11 y 21:

Artículo 11. Sin perjuicio de los derechos de autor sobre la obra original, también son objeto de propiedad intelectual:

Las traducciones y adaptaciones […] Artículo 21. 1) La transformación de la obra comprende su traducción, adaptación o cualquier otra modificación en su forma de la que se derive una obra diferente. 2) Los derechos de propiedad intelectual de la obra resultante de la transformación corresponderán al autor de esta última, sin perjuicio de los derechos de autor de la obra preexistente.

Estos dos artículos son los pilares, afortunadamente solidísimos, en los que se sustenta todo el edificio de derechos de los traductores. Decía antes que no se trataba sólo de la pasta, la pela, el money, el vil metal, porque la ley nos atribuye también unos derechos morales. Este derecho moral se trata en el artículo 14.

Artículo 14. Corresponden al autor los siguientes derechos irrenunciables e inalienables: 1) Decidir si su obra ha de ser divulgada y en qué forma. 2) Determinar si tal divulgación ha de hacerse con su nombre, bajo seudónimo o signo, o anónimamente. 3) Exigir el reconocimiento de su condición de autor de la obra. 4) Exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación. 5) Modificar la obra respetando los derechos adquiridos por terceros y las exigencias de protección de Bienes de Interés Cultural. 6) Retirar la obra del comercio, por cambio de sus convicciones intelectuales o morales, previa indemnización de daños y perjuicios a los titulares de derechos de explotación.[…] 7) Acceder al ejemplar único o raro de la obra, cuando se halle en poder de otro, a fin de ejercitar el derecho de divulgación o cualquier otro que le corresponda. […]

Los apartados que más nos interesan a nosotros son varios. En primer lugar el 2, elegir nombre, seudónimo o signo. Y voy a la casuística, pues pienso que es la única manera plástica de entretener un poco a mis lectores entre tantas arideces: hace unos años un colega traduce un libro de psicoanálisis; el director de la editorial en cuestión, que, según sus propias palabras, está aprendiendo inglés para leer los libros que publica en el idioma original antes de decidir su edición (se trata de una pequeña editorial), y que posee ese conocimiento del idioma que permite leer y enterarse, aunque no desde luego traducir, introduce una serie de modificaciones: traducciones caprichosas, pegado siempre a la literalidad del inglés, del corte de traducir siempre fail to identify con la larga perífrasis de «fracasa en su intento de identificación» en lugar de limitarse a un simple «no se identifica»; earlier in bis Ufe pasa a ser «en los primeros años de su vida», en lugar de «años antes»; term se convierte en «término» siempre, incluso cuando no designa un término, sino una expresión, dando lugar a frases tan curiosas como «el término «mecanismos de desprendimiento»»; sustitución de «masivo», que al editor no le gustaba, por «excesivo», lo cual no es en absoluto lo mismo; eliminación de «comillas» en un texto de discusión terminológica entre profesionales, con lo cual quedan largos párrafos bastante incomprensibles, un pequeño galimatías; sustitución sistemática de los demostrativos «ese, esa» por «este, esta»: en fin, una auténtica carnicería, una alteración en regla de la traducción. Nuestro paciente colega, tras un par de exasperantes sesiones de discusión, renunció a retirar su obra —renuncia más que comprensible si se piensa en que eran dos meses de trabajo— y se acogió al seudónimo, no queriendo amparar con su nombre un texto que, tal como había quedado, desaprobaba.

El párrafo 3, «exigir el reconocimiento de su condición de autor», nos permite solicitar de inmediato la inclusión de nuestro nombre en la próxima edición de un libro, si es que por esos azares de la vida hemos publicado alguna vez una traducción anónima. El trámite no puede ser más sencillo: carta certificada o con acuse de recibo, o mejor telegrama —queda constancia oficial— solicitándolo así.

El apartado 4, donde se plantea el «respeto a la integridad de la obra», con el derecho de «impedir la deformación/modificación/alteración» es uno de esos clásicos terrenos donde tendremos que dar más de una batalla y en los que los tribunales acabarán diciendo la última palabra. Otro ejemplo de la casuística: un ilustre hispanista escribe un texto, que traduce una colega en el año 1974; la editorial que iba a publicarlo, y que por supuesto ha pagado la traducción en su momento —¡hasta ahí podríamos llegar!— renuncia a su publicación por diversos motivos —entre ellos el empecinamiento del gran erudito que no para de tocar y retocar su texto a cada nuevo juego de pruebas que le envían—; y en 1988 sale el libro, en otra editorial, y ¡sin nombre del traductor! La segunda editorial cree que el ilustre escribe en español —¡fantástico!— y no le ha preguntado más al recibir el texto; y, además, como opina que no escribe un español muy bueno —la traducción había sido arreglada a su gusto por el catedrático y su sufrido adjunto—, lo toca y retoca aún más. ¡Y semejante engendro se presentó en sociedad a bombo y platillo, con vicepresidente del gobierno incluido! Al final, tras un intercambio de cartas entre el eminente hispanista, la traductora y la editorial, la cosa quedó en que en posteriores ediciones de la obra se incluiría la siguiente nota en la página de créditos: «El autor advierte que la primera traducción castellana de la «Introducción» y las «Notas» a XXX estuvo a cargo de NN». (Aclaro, entre paréntesis, que, por increíble que parezca, no me estoy inventando nada. En la Asociación, que es a donde nos llegan las reclamaciones, tenemos material para escribir un libro.)

Quizás el más interesante, desde el punto de vista práctico, de todos estos derechos morales, sea el definido por el párrafo 5, que nos faculta, por ejemplo, para retirar del mercado una traducción antigua, que hoy ya no nos guste, aunque, por supuesto, arrostrando la posible indemnización por los perjuicios a los cesionarios de los derechos… Y, aún sin llegar a retirarla, supuesto extremo, sí puede ser interesante comunicar a la editorial nuestro deseo de revisar la traducción para próximas ediciones; si se tratara de una traducción por la que no cobrábamos derechos de autor, la revisión nos sitúa en una excelente posición para renegociar un nuevo contrato. ¡Que no cunda el pánico, empero, entre los editores! (un artículo de José María Guelbenzu en La Vanguardia del 10 de marzo de 1989, que algunas ronchas levantó en la profesión, por absurdo, parecía responder a un sentimiento de pánico editorial, más que a una auténtica preocupación por la libre difusión de la cultura: «los traductores nos van a retirar sus traducciones»). Por desgracia estamos tan atados por el hoy que apenas nos queda tiempo para echar la vista atrás y reconsiderar la revisión de una traducción de hace diez, quince, veinte años… Apunto sólo la posibilidad, que me parece interesante. Lo dispuesto en los artículos relativos al derecho moral (14 a 16): «Será de aplicación a las obras creadas antes de la entrada en vigor de la Ley (disposición transitoria cuarta)».

Gracias a ello, como decía, podremos exigir que traducciones «anónimas» dejen de serlo, o podremos pedir a un editor un texto viejo y que no nos gusta para modificarlo.

Echemos ahora una ojeada a los derechos de explotación. La cesión de los derechos de explotación sobre las obras no impedirá su publicación en colección escogida o completa (art. 22). Esto también tiene su interés y abona, por lo tanto, la idea, que no dejaremos de recomendar a nuestros socios y colegas, de no ceder a la hora de firmar el contrato la explotación exclusiva al editor.

Duración de los derechos. Toda la vida del traductor y 60 años después de su muerte (1). Creo que todavía no hemos asimilado lo bastante el alcance de este hecho, la importancia de conseguir un porcentaje interesante, y no esa cosa simbólica que a veces nos ofrecen. Pondré en este caso un ejemplo más, cifras en mano: en 1972 publica Alianza Editorial —en su honor hay que reconocer que fue, en la época en que Jaime Salinas era Director Literario, la primera editorial que concedió un porcentaje sobre ventas a los traductores y el ©— mi traducción del Pinocho, de Cario Collodi, por el que me paga un anticipo de 88.660 pesetas. No vuelvo a ver un duro hasta pasados siete años, cosa lógica porque la repercusión del coste de una traducción sobre las primeras ediciones es alta y tarda en enjugarse el anticipo recibido a cuenta. Pero a partir de 1979, he ido cobrando, en concepto de derechos de autor, pequeñas cantidades que arrojan hoy, veinte años después, la cifra aproximada de 235.000 pesetas, una insignificancia cada año, quizás, pero que pienso seguir cobrando durante toda mi vida y que mis nietos percibirán también en el siglo xxi. No sé a mis lectores, pero a mí desde luego el dinero que mejor me sabe es el que llega en el primer trimestre del año, en concepto de derechos de autor. Pues, aunque estemos hablando de insignificancias, es sabido que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero… y muchos poquitos acaban formando una cantidad interesante. Otra importante faceta de la ley es la de los límites a la reproducción. En el pasado, cualquiera entraba a saco sin más problemas en la traducción de una colaboración literaria publicada en los media; desde la entrada en vigor de la LP I es necesaria en todo caso la oportuna autorización del autor (art. 33).

Transmisión de los derechos de explotación. Pueden transmitirse por actos inter-vivos, quedando limitada la cesión del derecho o derechos cedidos a las modalidades de explotación expresamente previstas y al tiempo o ámbito territorial que se determinen (art. 43. 1). Es fundamental, pues, leerse la letra pequeña de los contratos para ver lo que se cede.

Y ahora entramos ya de lleno en el tema de los contratos, que por sí sólo nos daría para un largo debate. Antes de meternos en harina, recuerdo que la Ley fija unos cuantos principios de suma importancia, aplicables en general a la transmisión de los derechos de explotación y en nuestro caso concretísimo, a los contratos:

a) La no mención de tiempo, limita la transmisión a cinco años, y, si no se menciona el ámbito territorial, lo limita al país donde se realice la cesión (art. 43.1).

b) La transmisión no alcanza las modalidades de utilización o los medios de difusión inexistentes o desconocidos al tiempo de la cesión (art. 43.5). Esto sí es fundamental, porque, con 60 años post mortem de derechos de autor, id a saber las novedades que nos depararán los próximos años. En algunos contratos hemos empezado a ver una cláusula del tipo: «La traducción podrá ser reproducida por el Editor en las modalidades de edición normales… o cualesquiera otras imaginables, cuya denominación no se alcance a las partes contratantes, así como cualquier soporte». Pues bien, la tal cláusula es nula, porque contraviene la ley. Toda cesión deberá formalizarse por escrito (art. 45). Este artículo fue muy importante, porque cambió totalmente las prácticas del sector, donde la inexistencia de contratos de traducción estaba bastante difundida y el encargo se solía confiar a una simple carta, en el mejor de los casos, y a la negociación oral entre las partes en el peor. La cesión confiere una participación proporcional en los ingresos de la explotación (un porcentaje sobre el PVP) en la cuantía convenida con el cesionario (art. 46.1).

Las cuantías que aconsejamos, a falta de acordarlas con los editores, tarea que por el momento se presenta lentísima, son las siguientes:

Hasta 5.000 ejemplares: dominio público 5%  autores vivos 1,5%
De 5.000 a 10.000 ejemplares: dominio público 6% –  autores vivos 2%
A partir de 15.000 ejemplares: dominio público 7%  – autores vivos 2,5%

Hasta ahora, estamos consiguiendo sólo un porcentaje uniforme para la totalidad de la tirada, que rara vez supera el 5 por ciento en dominio público y el 1,5 por ciento en derechos vivos. En la Asociación tenemos un fichero actualizado —en la medida en que nuestros socios responden a las encuestas que les enviamos— sobre los porcentajes realmente existentes en el que vamos anotando los porcentajes obtenidos y las respectivas editoriales que los ofrecen. Desaconsejamos aceptar por debajo del 1,5 por ciento, pues eso equivale a mantener la ficción de que cobramos derechos, aunque sin verlos materializados nunca en forma de liquidaciones de dinero. También está prevista (art. 46) la cesión a tanto alzado en el caso de primera o única edición de una traducción. Ahora bien, debe quedar claro que esa remuneración a tanto alzado es asimismo derechos de autor, porque ahí está nuestro caballo de batalla en el mantenimiento de la exención del IVA. Cuando se cobra un tanto alzado —recordemos, sólo para una primera edición es posible esa forma de cobro— hay una interesante cláusula en la Ley: En caso de «manifiesta desproporción» (art. 47) entre la remuneración del traductor y los ingresos recibidos por el editor, cabe pedir una revisión del contrato y, si no hubiera acuerdo, acudir el juez… ¿Qué puede considerarse «manifiesta desproporción»? El asesor jurídico de ACE estima que si lo que hubiéramos ganado con la traducción aplicando el tanto por ciento duplica lo que cobramos realmente, se podría ya pedir al editor la revisión. Ejemplo simple: Traduzco un libro por el que cobro un tanto alzado de 100.000 pesetas, y que prevé una tirada entre 1.000 y 50.000 ejemplares. El libro —de autor vivo— se vende a 1.000 pesetas, con lo cual a mí, en el peor de los contratos, me habría correspondido el 1,5 por ciento de cada libro vendido, o sea 15 pesetas por libro. Pues bien, en cuanto el editor haya vendido 15.000 ejemplares (15.000 por 15 son 225.000 pesetas, más del doble de lo que me pagó), yo podría pedir la revisión del contrato y un pago complementario. Evidentemente, la mayoría de los libros que traducimos nunca venden 15.000 ejemplares, pero hay muchos que sí, y conviene tenerlo en cuenta.

El artículo 48 prevé la cesión en exclusiva, que es la que los editores en general proponen. Cuando comenzó a aplicarse la Ley de Propiedad Intelectual, nuestra opinión era que no se debía firmar nunca una cesión en exclusiva, salvo por muchísimo dinero, porque atribuye al cesionario la facultad de explotar la obra con exclusión de otra persona, comprendido el propio cedente… Pero la experiencia de estos años nos ha demostrado que este punto es uno de los huesos más duros de roer, porque, como es lógico, el editor no quiere ver publicada por otro esa misma traducción —supuesto sólo posible en el caso de autores de dominio público, pues en el otro supuesto (derechos «vivos») la editorial posee los derechos en español de la obra original—. No obstante, aunque se haya cedido en exclusiva, el cesionario necesita el consentimiento expreso del autor para transmitir su derecho a otros (art. 49). Esto es, una editorial a la que hayamos cedido en exclusiva una traducción puede cambiarla de colección o publicarla en bolsillo con su mismo sello, pero para cederla para una adaptación televisiva o a un Club del Libro necesita nuestro «consentimiento expreso». Tal consentimiento no será necesario en caso de disolución o cambio de titularidad de la empresa cesionaria, aunque, eso sí, el nuevo cesionario de los derechos debe seguir atendiendo los mismos compromisos de pago a que se obligaba el inicial. Y una cosa que el traductor debe hacer es cerciorarse de que el nuevo cesionario ha cambiado realmente de titularidad.

Un nuevo ejemplo concreto: Ediciones B ha reeditado bastantes traducciones de Editorial Bruguera, alegando ante los traductores que reclamaban una continuidad que me veo forzada a conjeturar inexistente, puesto que, si hubiera habido una compra legal, también tendría que atender los viejos compromisos de pago de Bruguera, cosa que no ha hecho —yo llevo inscrita en la lista de acreedores de Bruguera desde la disolución de la editorial, sin que haya habido manera de cobrar esos viejos derechos de autor—. La obra creada en virtud de una relación laboral «se regirá por lo pactado en el contrato», que deberá hacerse por escrito.

En ausencia de contrato, se presumirá la cesión en exclusiva (art. 51). En este supuesto no tenemos mucha casuística, más bien diría que todavía no tenemos ninguna, porque no hay mucho traductor literario —quizás algunos científico-técnicos— trabajando con una relación laboral. El contrato de edición (arts. 60 al 73) deberá formularse por escrito y expresar en todo caso: 1) carácter de la cesión (si es o no exclusiva); 2) ámbito territorial (sólo para España, o para todo el mundo); 3) número máximo y mínimo de ejemplares que alcanzará la edición o cada una de las que se convengan.

Ojo aquí: los editores se están agarrando a máximos y mínimos muy distantes; el ejemplo anterior de tirada entre 1.000 y 50.000 no era broma, ya lo hemos visto en algún contrato; intentemos centrarlos en la medida de lo posible entre cifras verosímiles, 5.000/6.000, 8.000/10.000, 50.000/60.000; 4) forma de distribución de los ejemplares y los que se reservan al autor, a la crítica y a la promoción de la obra. En lo que respecta al segundo punto, el traductor viene recibiendo entre dos y veinte ejemplares; la primera cantidad parece misérrima, y la segunda un poco exagerada. Los casos más habituales son cinco/diez ejemplares de la primera edición y uno/dos de las siguientes. Por lo que atañe a los ejemplares de crítica y promoción, su número no debería pasar el 5 por ciento de la tirada —¡que ya son muchos!—; 5) remuneración del autor —proporcional o a tanto alzado—; 6) plazo para la puesta en circulación de los ejemplares, que no debería exceder de los dieciocho meses desde la entrega del original; 7) plazo en que el autor deberá entregar el original de una obra al editor; 8) lengua o lenguas en que se publicará la obra; 9) anticipo a cuenta de derechos. Aunque los usos siguen siendo cobrar después de la entrega de la traducción, en el caso de traducciones muy extensas conviene estipular anticipos en el curso del trabajo, que en principio no son complicados de obtener. Aún estamos muy lejos, en cambio, de recibir un anticipo en el momento de la firma del contrato, como muchos de nuestros colegas europeos, desideratum al que se oponen los editores alegando la gran cantidad de incumplimientos que deben arrostrar; 10) modalidad o modalidades y colección de la que formarán parte.

El artículo 64 se ocupa de las obligaciones del editor, entre las que se encuentra la de no introducir ninguna modificación sin el consentimiento del autor, y hacer constar en los ejemplares su nombre. También, salvo pacto en contrario, debe enviar las pruebas al traductor. El traductor debe recibir liquidaciones anuales y un certificado de existencias… —y aquí otra vez vuelven a fallar las prácticas—. Desde la Asociación insistimos en que, si nuestros partenaires no cumplen con su parte, debemos exigirles el cumplimiento, porque, si no, a la larga se olvidarán de que están obligados por ley a proporcionarnos ciertas informaciones; y, como nosotros no estamos acostumbrados a solicitarlas, entre olvido y olvido se van imponiendo inercias que luego será más difícil sacudir. También debe restituir el original de la obra, una vez finalizadas las operaciones de impresión y tirada. Está claro que esta última disposición evita que un editor se quede con un manuscrito que puede tener un valor en el futuro; en nuestro caso, exigir esa devolución o no es potestativo de cada cual y se trata de una de las cosas en las que yo no haría demasiado hincapié.

El contrato podrá prever un porcentaje máximo de correcciones sobre la totalidad de la obra (art. 66). El porcentaje que suele aparecer en los contratos que lo mencionan oscila entre el 10 y el 5% del total del texto (sin contar las erratas de carácter tipográfico), y eso en principio es más que suficiente cuando se entrega una traducción en condiciones. No obstante, algunas veces, por prisas de la editorial, que por el motivo que sea tiene que meter en imprenta el libro en cuestión, entregamos poco más que una «primera versión» y, en esta hipótesis, conviene negociar antes con el editor que tendremos manos libres para introducir en el texto cuantas modificaciones nos parezcan precisas.

La cesión indebida de derechos a un tercero se encuentra entre las causas de resolución de un contrato (art. 68, ld). Y es indebida toda cesión en la que el traductor no haya intervenido —sobre la que no haya sido consultado y por la que no se le haya pagado un dinero—. Porque aunque en el contrato en exclusiva el editor puede otorgar autorizaciones no exclusivas a terceros (edición de bolsillo, venta directa o por correo, derechos de cita, de antología, de edición abreviada, de reproducción mecánica, de edición electrónica, de lectura por radio, derechos de serialización por episodios, etc.), eso no le exime de pagar al traductor su parte. Por ejemplo, el paso de una obra de una editorial a otra, o su publicación en club, en prensa periódica —anticipos editoriales— o su cesión a la radio… etc. Este es uno más de los puntos que normalmente nos tienen sin cuidado, pero que deberían preocuparnos. Y su control, en lo que al libro respecta, es bien sencillo: una consulta anual a lates 29 Agencia Española del ISBN sobre los títulos traducidos por nosotros nos informará rápidamente de si ha habido alguna variación sobre los datos que ya conocemos: editorial, colección, etc. Entre otras causas de resolución (art. 68, lc) está el incumplimiento por parte del editor de las obligaciones de someter las pruebas al traductor, de asegurar a la obra una explotación continua y una difusión comercial conforme a los usos habituales en el sector, y de satisfacer la remuneración estipulada y enviar al traductor la oportuna liquidación anual.

El artículo 69 define las condiciones para la extinción del contrato: por la terminación del plazo pactado (69, 1) por la venta de la totalidad de los ejemplares (69, 2), por el transcurso de diez años desde la cesión si la remuneración se hubiera pactado exclusivamente a tanto alzado (69, 3), y en cualquier caso a los quince años de haber puesto el traductor al editor en condiciones de realizar la reproducción de la obra (69, 4). El 69, 3 nos favorece, puesto que, para evitar esa extinción, los editores preferirán proponernos ya en el contrato por la primera o única edición, si ésta es a tanto alzado, el porcentaje para la segunda y futuras ediciones (contrato mixto). Una aclaración asimismo al 69, 4: los quince años no se refieren a la fecha de publicación —que a veces se retrasa más de un año—, sino a la de la entrega del original. La única forma de llevar un poco el control, que recomiendo a los colegas, es confeccionarse una ficha para cada libro, en la que figuren los siguientes datos: fecha del contrato, duración contractual de la cesión [si en el contrato no figura, son cinco años], fecha de entrega del original, fecha de caducidad de la cesión de derechos.

Creo que con estas orientaciones y la lectura atenta de la Ley, podremos ir regulándonos en el futuro. Ahora nos interesa fundamentalmente, de cara a un seguimiento de la Ley de Propiedad Intelectual, que ya ha cumplido un lustro y a la que poco a poco hemos ido dejando de llamar «nueva» —estilema que ya no le cuadraba, como aquel del «difunto Lord Keynes» con que nos deleitaban los profesores de economía, acuñado sin duda en 1946, cuando John Maynard Keynes acababa de morir, pero que se perpetuó hasta bien entrada la década de los sesenta—, nos interesa, digo, disponer de información actualizada sobre cómo se está aplicando. Las encuestas entre los asociados que hemos difundido año tras año no han tenido respuestas masivas, con lo que seguimos aún lejos de poder publicar sus resultados en un Libro Blanco, Verde o Colorado —¡de vergüenza!— sobre la situación. A pesar de todo, y volviendo la vista atrás, como antes decía, a cuando empezamos a traducir, las cosas han cambiado mucho, y para bien. Me temo no obstante que, pese a mis excelentes deseos, he hecho una figura patosa con esta pareja de baile que Ramón S. Lizarralde, en un ataque de sadismo, me adjudicó. ¡Qué le vamos a hacer! Otra vez espero tratar temas más apasionantes. Confío en que, a lo menos, a algunos lectores les haya resultado útil.

(1) Según el texto actualmente vigente del artículo 26, setenta años (nota de la redacción).