Traduction et violence, de Tiphaine Samoyault

Viernes, 23 de agosto de 2024.

Traduction et violence, Tiphaine Samoyault, Éditions du Seuil, 2020, 208 páginas.

María Aroa Masa Corral

«[…] dejemos de pensar que la traducción es solo una operación positiva para acoger al extranjero o para conocer al resto a través de su lengua. Dejemos de elogiarla o de verla solo como un espacio de encuentro entre culturas y diferentes formas de pensar» (p. 10).

Este original ensayo, que se compone de un prólogo, diez capítulos y un epílogo, llevará a reflexionar sobre multitud de temas a traductores experimentados, estudiantes de traducción, profesionales que se enfrenten a los primeros encargos, apasionados de las humanidades y lectores en general. A título personal, es triste que Traduction et violence no se haya traducido todavía al español. Esperamos que alguna editorial le otorgue un hueco en su catálogo.

En primer lugar, la originalidad y la frescura de este ensayo reside en la forma en que su autora, Tiphaine Samoyault, aborda la relación entre traducción y violencia. Con este fin, crea un entramado de preguntas y ejemplos que sacan a la luz aspectos que se suelen obviar, pues la cara b de cualquier acto esconde el sentido de la violencia que lo acompaña.

El libro comienza mencionando una de las cuestiones que más preocupan a la sociedad, al igual que al gremio traductor: el papel que desempeñará la inteligencia artificial en el futuro. Samoyault nos narra que en 2018 se utilizó por primera vez esta herramienta para traducir un libro científico en francés (p. 7). Hace poco, nuestra compañera Belén Santana reseñó en esta misma sección de VASOS COMUNICANTES otro ensayo que aborda la relación (no exenta de polémica, otro término que Samoyault utiliza en su libro en alguna ocasión) entre los traductores y la Inteligencia Artificial: ¿Sueñan los traductores con ovejas eléctricas? En España, desde 2022, existe una herramienta de IA conocida con el nombre de MarIA, la primera inteligencia artificial de la lengua española, capaz de crear textos y de resumir otros según lo que se declara en la web del gobierno. Otro asunto de actualidad es la relación que se establece entre la traducción y la situación de las personas migrantes, cuestión que también se aborda en el libro (pp. 63-64). Tras tratar este tema de rabiosa actualidad, la autora retrocede y nos habla de la traducción en los campos de exterminio nazis o de la figura del traductor después de los atentados del 11-S.

Otro argumento que ocupa una parte importante del texto es la traducción de poesía. En el ensayo se presenta en unas cuantas ocasiones la traducción de los textos en verso, por ejemplo para debatir sobre la fidelidad en esta disciplina tan ligada a lo que no se ha plasmado en el papel (pp. 14-15), cuestión que se retomará al final del libro (pp. 182-183) con el fin de hablar sobre la relación entre el sentido (del texto) y los sentidos, o cuando se define la traducción como «el poema en el interior de cada uno» (p. 132) para razonar sobre el ritmo y la traducción (p. 54-55). Aquí, Samoyault también nos muestra algún caso práctico de profesionales que combinan ambas facetas, la de traductor y la de poeta.

Pasamos a describir a continuación, de manera pormenorizada, los contenidos de Traduction et violence. En la introducción al libro y en los dos primeros capítulos, Samoyault expone los fundamentos esenciales de su pensamiento, que parten de un concepto propuesto por Paul Ricœur y que otros teóricos de la traductología francesa retoman con frecuencia: l’hospitalité langagière, que optamos por traducir aquí como hospitalidad del lenguaje. Esta hospitalidad del lenguaje, que, en palabras del propio Ricœur, implica «aceptar la distancia entre la adecuación y la equivalencia» (p. 22), es decir, admitir lo absoluto del lenguaje y la imposibilidad de la correspondencia, convierte la traducción en un lugar de encuentro cuya función cobra especial significado en tiempos de cultura global, ya que acoge al otro con sus diferencias, pero aceptando contradicciones y desafíos. El reto más evidente es la labilidad del concepto de equivalencia, pues el significado varía en función de la mirada, del origen y de la cultura del traductor.

A partir de aquí, Samoyault pasa a considerar la traducción como una forma de antagonismo. Un antagonismo con una vertiente histórica, en la que los acontecimientos son los que marcan las dinámicas de actuación, lo que es canónico y lo que no lo es. Buen ejemplo de ello es la figura de la Malinche ―gozne entre dos lenguas y dos culturas, representación, asimismo de la mirada desde otro género― o el hibridaje lingüístico en las comunidades del Magreb, donde se da una fricción continua entre norma y lengua local, entre lengua autóctona y lengua de la metrópoli. Sin embargo, ese antagonismo también afecta a la traducción en sus dinámicas internas. Para definirlas, Samoyault recurre a otro clásico de la traductología francesa, Pour une poétique de la traduction, de Henri Meschonnic, donde la escritura se convierte en la esencia del texto excluyendo la diferencia, al otro, que queda borrado en virtud de dos elementos irrenunciables: el ritmo y el estilo que la lengua meta impone (pp. 42-43). Más adelante, la autora retoma el argumento desde otras perspectivas, donde la traducción tiene una mayor visibilidad como proceso codificador y deconstructivo.

En el capítulo tercero se plantea otro concepto que vertebra el pensamiento del libro: el de traducción agónica, que gira en torno a la idea de que traducir es llegar a un consenso ilusorio entre contrarios (p. 52). El traductor elige y rechaza, porque lo plural, en virtud de la decisión traslativa, no puede ser respetado. Samoyault vincula esta idea de la traducción agónica, que en ocasiones se convierte también en decisión política, a una convicción que Walter Benjamin manifiesta en su obra La tarea del traductor: la imposibilidad de la mímesis perfecta y la sensación de rechazo que se produce ante el simulacro del original (p. 57).

La reflexión sobre la traducción agónica se vincula al concepto de violencia en el cuarto capítulo del libro, una violencia que se ejerce en varios planos: violencia contra la historia ―los célebres malentendidos históricos achacables a errores de traducción y que han conducido a situaciones de conflicto―, violencia contra la lengua original ―traer el texto a las convenciones de la lengua de llegada, según el concepto de domesticación descrito por Lawrence Venuti― y violencia contra la lengua meta ―la traducción extranjerizadora, que fuerza la naturaleza del idioma y empuja al lector a un sentimiento de extrañeza; entre varios ejemplos citados, destacamos aquí la referencia a la traducción de El paraíso perdido de Milton a manos de Chateaubriand, quien afirmaba haber calcado el poema de Milton de forma que el texto traducido actuaba sobre el original como un cristal (p. 72)―. La violencia que ejerce la traducción puede trasladarse también a la propia biografía del traductor, circunstancia ilustrada por Samoyault con dos célebres ejemplos: el de Étienne Dolet ―que, acusado de ateísmo por sus traducciones de Platón, fue condenado a la hoguera en 1546― y el de Salman Rushdie.

Esta interrelación violenta entre la actividad del traductor y la propia experiencia vital es el argumento del quinto capítulo, dedicado a la traducción en los campos de concentración. En un espacio de alienación, en el que la traducción es una cuestión de supervivencia, Samoyault retoma la reflexión de Primo Levi sobre el argumento. Aquí la imposibilidad de traducir lo indecible refleja la subversión de lo humano, una subversión que hace irreconocibles las mismas lenguas que el autor conocía.

La experiencia extrema de los campos induce a pensar en la necesidad de que la traducción se convierta también en una forma de justicia. Este es el argumento del capítulo sexto, en el que Samoyault define la dicotomía entre dos términos de la misma etimología pero con significados diferentes: justicia y justedad. Al hablar de justicia se retoma el concepto de hospitalidad de la lengua, es decir, la habilidad de convertir la lengua meta en la identidad expresiva del otro, mientras que la justedad está relacionada de nuevo con la equivalencia, con la hermenéutica y la variabilidad del significado.

Una justicia desde la ética de la traducción es el desafío ideológico que se expone en el capítulo séptimo. La traducción crea una comunidad al aunar relatos que no son los nuestros para construir una memoria común, una biblioteca mundial. La ética de la traducción, que se inscribe en el ambivalente principio de la hospitalidad defendido a lo largo de toda la obra, se construye en torno a la transmisión de la alteridad, para lo que la autora se basa en los planteamientos de Antoine Berman (pp. 150-151), otro teórico de gran peso en el pensamiento de esta autora. Samoyault propugna una ética a favor de la extranjerización que permita la aceptación de lo diferente, la creación de un espacio en el que convivan distintos colectivos ―entre los que se cita de forma explícita la cultura de los inmigrantes y las lenguas no occidentales― con el fin de construir un nosotros que, según lo propuesto por Mona Baker, vaya más allá del nosotros de la lengua original y de la lengua meta para convertirse en un nosotros realmente universal (p. 161).

La parte final del libro es rica en metáforas y juegos conceptuales. En el capítulo octavo, «Traducción y procreación», Samoyault concibe el texto traducido como una forma de procrear, como una maternidad en la que quien traduce no entabla una relación de identidad con el resultado final ya que se establece, al igual que en las relaciones filiales, una relación de parentesco donde siempre pueda aflorar la voz del otro.

Las dinámicas de la equivalencia ponen de manifiesto una aporía que se expone en el capítulo noveno, y que se manifiesta mediante un nuevo juego etimológico entre sentido y sentidos. Samoyault plantea varias propuestas para llenar el vacío entre ambos conceptos, haciendo alusión al frecuente irracionalismo de la expresión literaria con el fin de no postergar las sensaciones frente al significado durante el proceso traslativo. Es decir, alejarse del sentido para acercarnos a los sentidos (pp. 181-184).

El libro se cierra con una última reflexión sobre la relación entre traducción y escritura, que vincula de nuevo el arte del traducir con procesos de deconstrucción, teniendo siempre en cuenta que ni autores, ni traductores, ni lectores tienen en realidad autoridad sobre las palabras.

 

Bibliografía:

Baker, M. (2006): Translation and Conflict: A Narrative Account. London-New York: Roultedge.

Berman, A. (1995): L’épreuve de l’étranger. Culture et traduction dans l’Allemagne romantique. París: Gallimard.

Levi, P. (2006): Si esto es un hombre, trad. de Pilar Gómez Bedate. Barcelona: El Aleph.

Meschonnic, H. (1999). Poétique du traduire. Lagrasse: Verdier.

Ricœur, P. (2004): Sur la traduction. Paris: Bayard.

Venuti. L. (1998): The Scandals of Translation. Towards an Ethic of Difference. London and New York: Routledge.

 

Aroa Masa Corral

 

Aroa Masa Corral. Polifacética al igual que toda traductora, Lectora con Rayos X, como se titula un artículo de la revista Librújula. Firme defensora del asociacionismo, forma parte de ACE Traductores, ASETRAD y ATRAE. Ha obtenido una mentoría en la cuarta edición del programa en ACE Traductores. Le interesan la traducción literaria, la científica, la gastronómica o la de moda, entre otras. Se acercó a la traducción a través de la carrera de Filología Inglesa, estudió un Máster en Traducción y Mediación intercultural, para compaginar ahora su Doctorado en Traducción de cómic con la traducción y la lectura.