La traducción literaria, recreación de mundos ajenos, Rosa Regàs

Lunes, 22 de julio de 2024.

Rosa Regàs falleció la pasada semana tras una larga carrera como escritora, editora y traductora. A modo de homenaje póstumo, teproducimos aquí su conferencia en las X Jornadas de Tarazona, publicada en VASOS COMUNICANTES 24

 

Fotografia de Rosa Regàs en Tarazona (fuente: VASOS COMUNICANTES)

Es para mí una gran satisfacción intervenir hoy en las X Jornadas en torno a la Traducción Literaria que organizan la Casa del Traductor y ACE Traductores, y vivo como un privilegio impartir esta conferencia inaugural.

Me siento emocionada y un tanto extraña al dirigirme a ustedes de espaldas a un altar en la bellísima iglesia del monasterio de Veruela. Fui educada en un convento de monjas durante trece años y allí aprendí a guardar silencio y a mantenerme de cara al altar cuando estábamos en la capilla. Y aunque con los años he perdido la fe religiosa, aquella costumbre de respeto a lo trascendente debe de haber permanecido en mí tan arraigada que hoy siento un poco de aquella emoción que sentía en mi juventud, cuando hice de la trasgresión una norma de conducta. Y tengo que reconocer que es una sensación extraordinariamente agradable.

Agradezco también la invitación en nombre de todas las mujeres escritoras que, como siempre, tienen una exigua representación en los actos oficiales y oficiosos. Baja representación, no porque la calidad de su obra lo merezca así, sino porque vivimos en un mundo cuya cultura no discrimina a las mujeres escritoras, sino que, simplemente no las ve. En nombre de todas ellas y en el mío propio, gracias de nuevo.

Quiero además agradecer que me haya sido posible volver a Aragón, esta tierra que en tantas ocasiones he recorrido en invierno y en verano y que, como decía Juan Benet, acoge a la gente más simpática de España. Y quiero públicamente mostrar mi admiración y respeto al presidente de la Comunidad Aragonesa por el coraje con que sabe enfrentarse a esta brutalidad moral y ecológica que es el Plan Hidrológico Nacional y a todos los partidos que de una forma u otra lo defienden, incluido el suyo. Sé que habrá quien opine que no es éste el ámbito adecuado para sumarme a su lucha, pero creo que el daño que nos amenaza es tan grande que cualquier lugar y momento son buenos para mostrar nuestro testimonio y denunciar un Plan que desprecia las necesidades de los aragoneses y, por ende, al agua que les pertenece y que va a dejar a nuestro país sin uno de sus más ricos y bellos parajes, el delta del Ebro.

He de deciros que no tengo la gran experiencia en la traducción literaria que, seguramente, tenéis muchos de vosotros, porque nunca ha sido mi profesión. Cuando dirigía la editorial La Gaya Ciencia me adjudiqué la traducción de alguno de los libros de la colección Moby Dick, una colección para chicos y chicas que más tarde ha sido publicada por Mondadori. Elegía los temas que más me gustaban, aquellos libros que había leído más veces desde la infancia porque me parecía más fácil introducirme en el mundo del autor. Comencé por Tifón de Conrad, La llamada de la selva de Jack London, El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde de Stevenson, y más tarde acepté la sugerencia de una editorial y me puse a traducir algunos libros contemporáneos como El desierto de Daisy Bates de Julia Blackburn, o El aprendizaje del amor de Shirley Abbot.

Fue así como desterré para siempre el horror que tenía por las traducciones, debido en buena parte a tantos libros mal traducidos como había tenido ocasión de leer en los años de mi formación universitaria, y fue así como comencé a entender cuáles son algunas de las condiciones para que una traducción sea algo más que un simple traspaso de palabras de una lengua a otra.

Mi experiencia en traducción pasa también por las traducciones de documentos. Cuando decidí clausurar y vender la editorial que había regentado durante catorce años, La Gaya Ciencia, me presenté, tras unos meses de preparación, al examen de traducción de las Naciones Unidas y ese fue desde entonces el trabajo que realicé durante diez años en distintas organizaciones de las Naciones Unidas. Para pasar el examen tuve que aprender los requisitos indispensables para este tipo de traducciones, que poco tienen que ver con las traducciones literarias pero que, en cambio, me han proporcionado una agilidad en la forma de tratar el lenguaje que me ha sido muy útil a la hora de escribir. Efectivamente, escribir es también un ejercicio de traducción, es buscar la palabra o palabras exactas que puedan expresar un sentimiento, una emoción, una acción determinada que está en nuestra mente en forma de idea: sería la traducción de ideas en palabras.

Siempre he comparado la traducción, tanto literaria como científica o técnica, con los ejercicios que se ve obligado a hacer el pianista para que sus dedos se deslicen sin interrupciones ni pausas no queridas por el teclado. Porque aunque la traducción de textos científicos o políticos poco tiene que ver con la traducción literaria, sí hay algo en común aparte de esta fidelidad: buscar la palabra exacta en nuestro idioma que se corresponda con la palabra en el idioma del que estamos traduciendo. Y eso requiere una técnica, un ejercicio constante que se transforma, a la larga, en experiencia y que proporciona tras un tiempo una gran facilidad y una economía temporal considerable.

A las traducciones en las que trabajé durante esos diez años se les pedía —y se les sigue pidiendo—, por encima de todo, una fidelidad extrema. Cada palabra, cada frase, cada expresión debían corresponder a las palabras, frases y expresiones a las que habían sido traducidas anteriormente y que habían quedado acuñadas en resoluciones o decisiones de cada una de las organizaciones.

En la traducción literaria esta fidelidad a la palabra es solo una pequeña parte del trabajo del traductor. Es evidente que tiene que haberla, pero es una fidelidad muy distinta de la fidelidad casi literal que se exige en textos científicos o jurídicos como los de las Naciones Unidas, que tienen ya equivalencias acuñadas; los traductores de ningún modo están obligados a comprender de qué mundo vienen las palabras sino solo el sentido que se les ha dado en documentos anteriores.

La traducción literaria exige que el traductor se ponga no solo en la piel del autor, sino en el mundo que el autor transmite, en el mundo que él ha creado. Porque la creación es precisamente esto, crear un mundo siempre a partir de una realidad concreta que yace en la mente, en las emociones o en la memoria del autor, un mundo distinto de aquél del que procede, con sus leyes propias, al que solo se le exige que sea coherente y creíble. Pero, en cualquier caso, la acción de esa historia está ubicada en un lugar y en una época determinadas, a partir de las cuales y tal vez independizándose de ellas —pero surgiendo de ellas— se desarrolla la acción. Es decir, por fantasía que contenga una narración, por lejos que esté de la realidad, siempre hay unos lazos con ella que el traductor debe conocer. Por lo tanto, si el traductor parte con información, aunque sea somera, de lo que estos dos parámetros indican, le será más fácil introducirse en el mundo del autor y la traducción saldrá extraordinariamente beneficiada.

Además de esta realidad de la que parte el autor, la traducción literaria es, fundamentalmente, una traducción de ideas en palabras siguiendo el proceso del autor. Porque, como ya he dicho, el autor al crear así lo hizo, y el trabajo del traductor contiene en buena parte ese mismo tipo de creación-traducción. Por lo tanto quien quiera recrear y penetrar en el ámbito de un relato o de una novela, deberá tener un conocimiento de lo que son esas ideas antes de traducir las palabras que buscó el autor para ellas.

Efectivamente, traducir es poner ideas en palabras. O en imágenes. O en música.

En cine, por ejemplo, el director que adapta una película pocas veces se ciñe a esa fidelidad primera, porque es demasiado grande la tentación de poner su propia imaginación, fantasía, memoria o experiencia al servicio de la interpretación de las ideas y de la recreación del mundo del autor. En general estamos convencidos de que para crear, lo que se dice crear, lo que hay que hacer es recrear el mundo que se nos ofrece; es decir, aportar nuestras facultades y nuestras emociones para que el mundo resultante sea un mundo recreado, un mundo nuevo. Y es así en buena parte en el cine. Incluso cuando leemos no hacemos más que recrear con nuestros medios —es decir, de nuevo con la fantasía, la experiencia, la memoria— el mundo que estamos leyendo. Y esto es lo que hace, en la mayoría de los casos, el director de cine: crea o recrea la obra en la que se basa su película. Pero lo que no es cierto es que si uno se ciñe absolutamente palabra por palabra, idea por idea, tiempo y espacio, a los del autor, el resultado sea únicamente una mera repetición. Veamos por ejemplo, la película de John Houston, basada en el libro de Joyce, Dublineses, un portento de lo que podemos hacer con el mundo que han creado los demás cuando lo traducimos, sea a otro lenguaje sea al lenguaje de las imágenes. Y sin embargo la fidelidad al texto es total, sin que disminuya ni desvirtúe un ápice el trabajo creativo de Houston.

La traducción literaria no es pues solo un trabajo que exige el conocimiento de las lenguas y cierta práctica para ir construyendo frases fieles a las del texto original. Ni es una mera transcripción de palabras. Para esto sirven las máquinas de traducir que, como todo el mundo sabe o debería saber, no sirven para la traducción literaria. Porque la traducción literaria es fundamentalmente un ejercicio de la mente, un ejercicio intelectual en el que intervienen una serie de facultades como la inteligencia, la agilidad mental y la capacidad de entender el ritmo del lenguaje, y una serie de conocimientos sin los cuales convertiremos la traducción en un texto incomprensible. La cultura del traductor es indispensable, el conocimiento de los mundos del autor que está traduciendo, de las ideologías que dominaron el tiempo, las costumbres, los modos de vida que se nos narran en el texto, la intención que el autor tiene al manejar el lenguaje y ponerlo al servicio de la historia, el estilo, incluso la inspiración que llevó al autor a escribir lo que escribió y cómo lo escribió, y en general de todos aquellos aspectos que rondan en torno a la acción, sean geográficos, sociales y políticos.

Las dificultades con las que se encuentra el traductor son infinitas y variables porque cada lengua y cada autor aportan las suyas, como muy bien sabéis todos. En primer lugar tendríamos las diferencias gramaticales; por ejemplo, en los tiempos verbales, lo que puede dar lugar a imprecisiones importantes. Pero hay dificultades más profundas, porque hay idiomas donde escasean o simplemente no existen algunas expresiones o palabras que son la herramienta principal del libro que se va a traducir. Por ejemplo, los distintos lenguajes de los bajos fondos en los suburbios de las grandes ciudades americanas no tienen su correlato en otras lenguas. Recuerdo el libro Por amor a Imabelle, creo que era o tal vez otra de las excelentes novelas de Chester Himes, el autor afroamericano que tras una vida de delito y cárcel, se retiró a Alicante a escribir y allí murió al cabo de muchos años. Conocí al traductor al catalán, el poeta Josep Elías, desgraciadamente desaparecido también, quien tuvo grandes dificultades en transcribir los diálogos, ya que en catalán, simplemente, no existe un lenguaje de los bajos fondos. Y su mérito fue encontrar a través de la forma de construir las frases un sistema que sustituyera —es decir, que tradujera— aquellas inexistentes palabras.

La responsabilidad de traductor es grande. Sobre todo, la de traductores de series de televisión o películas, y también de libros y artículos en las revistas que llegan al gran público, que traducen literalmente, sobre todo del inglés, y empobrecen el lenguaje de los españoles, lo que se añade a la pobreza endémica que sufrimos desde hace varias generaciones, sobre todo en el habla.

Citaré unos pocos ejemplos entre una infinidad de ellos que se han introducido en nuestro lenguaje y se han convertido en expresiones tan habituales que muchas veces pasan a ser verdaderos latiguillos.

Por ejemplo, la costumbre de traducir los posesivos del inglés, absolutamente innecesarios en español: “Le dolían sus piernas”, “Con la mano en su corazón se inclinó…”. O el adjetivo “especial” que traducido literalmente del inglés ha venido a sustituir una infinidad de adjetivos, empobreciendo el lenguaje de locutores, periodistas y público en general. O la utilización del some inglés traducido literalmente, cuyo resultado es el siguiente: “Salió a comprar algo de fruta”, “Le dio algo de dinero”, “Le dolía algo la cabeza”, en lugar de “Salió a comprar un poco de fruta” “Le dio un poco de dinero”, “Le dolía un poco la cabeza”. Esta última frase puede aún reunir dos errores al mismo tiempo: “Le dolía algo su cabeza”, lo que provoca verdaderos temblores en el lector.

He citado esos ejemplos elementales que son los que más a menudo nos encontramos, pero podríamos encontrar otros muchos que se van convirtiendo en normales del lenguaje hablado, copia tantas veces de las malas traducciones de canciones, películas o libros.

La mala traducción, además de ser muestra de la poca capacidad de su autor, tiene el fatal inconveniente que no se entiende o, por lo menos, se entiende mucho peor que una buena traducción. Incluso a veces, el mal traductor distorsiona de tal forma el lenguaje que produce hilaridad. En este sentido, recuerdo ahora la anécdota que me contó mi padre hace años y que muchos de vosotros tal vez conozcáis. Un traductor del francés, si se le puede llamar así, encontró la siguiente frase: “Ils arrivèrent au port et ils jetèrent l’ancre” y la tradujo de la siguiente forma: “Al llegar al puerto echaron la tinta”. Como es evidente, por ignorancia o por prisa, confundió ancre con encre y, como la frase carecía de sentido, el traductor, siempre atento a la comprensión del texto, añadió una nota a pie de página donde se decía: “’Echar la tinta’, expresión que en francés equivale a ‘echar el ancla’”.

En cuanto a mis traducciones, tengo experiencias diversas. Como soy una escritora joven, puesto que comencé a escribir hace apenas doce años, no he sido traducida más que a ocho o diez idiomas, y, en algunos casos, no puedo decir si la traducción es buena o mala porque desconozco la lengua, como ocurre con el árabe, el chino, el griego o el japonés. Pero, en general, la conozca o no, para mí es un criterio de calidad que el traductor se ponga en contacto conmigo y muestre una serie de dudas que pueden referirse, por ejemplo, al tono exacto de un exabrupto o al significado de una broma en una conversación dramática, o tal vez a una aparente contradicción entre los gustos de un personaje. Porque de un país a otro una misma costumbre puede tener significados distintos, o puede haber frases hechas ya cristalizadas en el lenguaje del autor, que carezcan de su correlato exacto en el del traductor. Por eso, cuando el traductor viene a mí con esas dudas, me tranquiliza, porque me doy cuenta de que se ha tomado la molestia de entrar en un ámbito más profundo, donde aparecen aspectos más difíciles de comprender que aquéllos que solo precisan una mera trascripción de palabras, hechos, lugares y tiempo.

Tal es el caso, por ejemplo, de Claude de Frayssinet, el traductor al francés de Luna lunera, cuya acción transcurre en los años de la Guerra Civil española y de la posguerra, cuando los golpistas de Franco se llamaban a sí mismos “los nacionales”. En el texto se habla de la burguesía catalana que ayudó y aplaudió el golpe de Estado de esos “nacionales” y que, sin embargo, con el tiempo se convirtió en “nacionalista”. Estos dos términos traducidos al francés darían nationalistes. Carecería de sentido el simple nationaux, ya que nadie sabría en Francia a quiénes se refería. Por este motivo, el traductor me consultó si me parecería bien que a los nacionales los llamáramos simplemente “franquistas” para aclarar la diferencia entre los dos términos. O la sugerencia de que buscáramos otro título ya que Luna lunera no podía traducirse al francés.

Estos no son más que dos ejemplos de los muchos que me presentó con muy buen criterio. La utilidad de una consulta entre autor y traductor se comprende mejor si pensamos en cuánto más fácil sería una traducción de un autor desaparecido si tuviéramos la oportunidad de consultar con él las dudas que se nos presentan en sus textos. Hemingway, Balzac, Turguéniev o Cicerón, por ejemplo.

El traductor, como todas las personas que se dedican a una profesión determinada, tiene también derechos específicos que defender, necesarios para el buen funcionamiento de esa profesión. Me refiero a aspectos tan elementales como que figure el nombre del traductor en un lugar bien visible del libro o de la revista. Aunque parezca una simpleza, no lo es, porque tiene que ver con el reconocimiento mismo de la profesión de traductor como tal. En este sentido, y en cuanto a la remuneración de su trabajo, es siempre necesario defender la participación del traductor en las ventas del libro traducido, exigiendo un tanto por ciento del precio de venta al público, ya que el traductor debe gozar del derecho de propiedad intelectual. Y, además, estoy convencida de que la traducción de un libro tiene derecho a una crítica literaria cuando aparezca la del texto del autor, sea novela, cuento o ensayo. Se me dirá que muchos son los críticos que desconocen la lengua en la que se ha escrito el libro, pero yo creo que cualquier persona familiarizada con la literatura, en la medida en que se supone que han de estarlo los críticos literarios, tiene la obligación de reconocer si una traducción es fiel al estilo del autor y si cumple los requisitos de una buena construcción gramatical, de estilo y riqueza de léxico.

Y, para terminar, quiero insistir en el hecho de que cualquier artista que interpreta a otro, vivo o desaparecido, hace un trabajo de traducción. Es más, su obra es una creación en la que —sea traductor literario o intérprete musical— pone toda su experiencia, su sensibilidad, su memoria, sus conocimientos, su imaginación y su fantasía. Incluso, a veces, sus propias emociones son las que sostienen las emociones primeras del autor de la obra. Sobre lo que suponía de creación el trabajo de traducción conversamos hace unos pocos días en Damasco Jesús Munárriz y yo, donde habíamos ido para participar en una mesa redonda con motivo de la Feria del Libro, en la que Malak Sahioni, mi traductora al árabe, representaba a los traductores, Jesús Munárriz a los poetas y editores y yo a los autores. Y fue entonces cuando Jesús Munárriz citó un poema suyo, Truchimán —una palabra que también existe en árabe con el mismo significado— que me parece oportuno recitar hoy, precisamente porque ratifica el contenido de mi charla: hasta qué punto una buena traducción literaria es realmente una verdadera creación.

He aquí el poema de Jesús Munárriz que aparece en el libro Artes y oficios publicado por Hiperión este mismo año 2002.

 

Truchimán, como el primer violín pasa horas
y días y semanas
frente a una partitura, en solitario,
descifrando los signos de un maestro,
su genial trascripción de vida en arte,
y va ensayando, prueba, se corrige,
lo intenta de otro modo,
se va compenetrando, se va haciendo
con la obra ajena, interpretándola,
transformándola en ritmo y vibración,
en melodía propia
hasta que llega el día en que la ofrece
al público disfrute y siente como el pálpito que crean
sus dedos y su arco y la sabiduría
que guarda su instrumento
se difunde, se extiende, conmueve corazones,
revive y multiplica verdades y bellezas
que en papel dormían y esperaban
y sabe que aunque escuchen al desaparecido,
en realidad le están oyendo a él,
que es su emoción la que se encarna en ellos,
lo mismo que el truchimán
que las voces lejanas
convoca con voz propia.