Lunes, 30 de octubre de 2023.
El pasado 17 de octubre, el jurado convocado por el Ministerio de Cultura y Deporte concedió el Premio Nacional a la mejor Traducción a Carlos Fortea Gil por Los Effinger: una saga berlinesa, de Gabriele Tergit, «por la calidad lingüística y la habilidad con la que el traductor ha sabido resolver los múltiples retos que plantea una obra tan compleja». El jurado señaló que «la novela de Gabriele Tergit abarca setenta y cinco años fundamentales de la historia alemana, con cambios en el léxico y oralidad de los más variados personajes. Modos de expresión diferenciados que Carlos Fortea consigue abordar con su habitual excelencia y buen oficio como demuestra con su brillante trayectoria». Con motivo del premio, VASOS COMUNICANTES publica un artículo de Carlos Fortea sobre la obra.
Recibí la propuesta de traducir Los Effinger en octubre del año 2020, después de una primera y satisfactoria experiencia con la editorial, Libros del Asteroide, con la que había podido traer al castellano por vez primera a Walter Kempowski, uno de los grandes de la segunda mitad del siglo XX.
La autora no me era desconocida. Sabía que hace años la editorial Minúscula había publicado su primera novela, Käsebier conquista Berlín (1932, edición española de 2010, en traducción de mi querida amiga Cristina García Ohlrich). Además, meses antes del encargo yo mismo había traducido un librito titulado Grunewald en Oriente. La Jerusalén germanojudía, en el que había tenido por primera vez noticias personales suyas. Se hablaba de ella como de una periodista emigrada a Palestina con la llegada al poder de los nazis, se citaban algunos de sus artículos.
Tengo por norma no leer previamente los textos que voy a traducir y no documentarme más de lo imprescindible sobre sus autores, así que lo que hice fue lo que hago siempre: abrir el pdf, dividir la pantalla en dos mitades horizontales para dejar espacio al documento del procesador de textos y ponerme a escribir.
No tardé en quedar fascinado. Aquella mujer tenía una soltura, una gracia al escribir que cuando tienes algo de experiencia en esto te dice que no vas a tener problemas: ella va a llevarte de la mano.
Pero tenía algo más, eso que yo llamo el don de Sheherezade. No te cansabas de traducir, querías saber más de aquellos personajes que empezaban a deambular por aquellas páginas.
Que por cierto eran muchos. Los primeros capítulos hacían el planteamiento de lo que tenía todas las trazas de ir a ser una saga familiar: la historia de una familia de la gran burguesía judía berlinesa, emparentada por matrimonio con la de un pequeño burgués de provincias. Ese era el arranque. A partir de ahí, uno iba conociendo a los demás parientes, la pareja empezaba a tener hijos, el reloj del destino se ponía en marcha.
He sabido después que ha habido gente que ha llamado a los Effinger «los Buddenbrooks judíos», y no me parece desatinado. Lo que pasa es que Mann quería contar la historia de una familia, y Tergit, además, la de un país. La historia de unos cambios económicos, sociales, políticos.
Los personajes fueron multiplicándose, el tiempo transcurriendo, y eso resultó ser una de las primeras dificultades al traducir: Gabriele Tergit demostraba tener una capacidad enorme tanto para expresar el paso de las décadas en la manera en que hablan sus personajes como para expresar a través del lenguaje sus propias diferencias, para caracterizarlos. Había abismos verbales entre el distinguido erudito jurídico Waldemar Goldschmidt y el indolente James Effinger, entre el relojero de provincias Matthias Effinger y sus nietas Marianne y Lotte, prototipos de mujeres emancipadas en el Berlín de los años veinte.
El mundo de los objetos también cambiaba: los coches de caballos daban paso al automóvil, la familia se aplicaba, con diferencias entre el campo y la ciudad, a las distintas prácticas de su religión. La traducción del judaísmo tiene mucho de asignatura pendiente porque las denominaciones de los objetos y de las ceremonias fluctúan enormemente en su grafía castellana, no es fácil encontrarlas reunidas en una fuente que uno pueda considerar fiable, porque hay diferencias entre las tradiciones sefardí y askenazi, porque estamos hablando de una cultura que tiene dos mil años.
Pero, además, la autora empleaba todas las técnicas literarias de la narrativa de su tiempo: flashbacks, reiteraciones, recurso al monólogo interior. Y diálogos, muchos diálogos. Todos sabemos que la traducción de la oralidad fingida te pone a prueba como traductor. Esa gente tiene que hablar ante todo como gente, expresarse de forma creíble cuando la leas, pero además tienen que ser personas de su época y su mundo, tienen que ser y parecer alemanes de un tiempo pasado, de varios tiempos pasados. Tienen que ser capaz de expresarse de forma coloquial cuando corresponda, pero sin que esa coloquialidad parezca la del barrio de al lado de tu casa.
También había que documentarse, pero en ese punto me alegró la ventaja de mi vieja formación de germanista y mi experiencia como traductor: conocía muy bien la historia de Alemania del período narrado en la novela, había leído hacía ya muchos años Los Buddenbrook y Berlín Alexanderplatz, había tenido la oportunidad de traducir las dos mil quinientas páginas de la tetralogía de Alfred Döblin Noviembre 1918. No me sentía, en resumen, tan perdido como cuando traduje El lado oscuro del amor, de Rafik Schami, que transcurría en Damasco y en la cultura siria, y en la que estuve a punto de confundir la denominación de una de las mezquitas más importantes de la cultura islámica.
Dispuse de tiempo. La editorial entendió la importancia de hacer un trabajo minucioso y me concedió un año para la tarea. Y tiempo suficiente para la corrección, cuando llegaron las galeradas. Cuando se trabaja con gente que quiere los libros que vende, se trabaja muchísimo mejor.
Cuando terminé con la traducción, sí quise saber más de Gabriele Tergit, mujer castigada por la Historia. Me encontré con que había sido una conocida cronista de tribunales en el Berlín de los años veinte, que con tanta vivacidad refleja en la novela, y también una novelista de éxito: Käsebier había tenido mucha repercusión en el momento de su publicación.
De su influencia da triste testimonio el hecho de que fue una de las intelectuales alemanas que disfrutaron del trágico honor de que los nazis fueran a buscarla a su casa literalmente al día siguiente de tomar el poder. Por fortuna no la encontraron, y Tergit y su familia lograron escapar sanos y salvos de Alemania y emigrar, primero a Palestina (en la novela hay un pequeño rastro de esa emigración, un último vástago de los Effinger que será ciudadano de Israel) y luego a Londres.
En la emigración, pues, terminó de escribir Gabriele Tergit una saga alemana cuya escritura había empezado poco después de exiliarse y en la que trabajó durante quince años. Publicada en 1951, Los Effinger pasó completamente inadvertida. A tan solo seis años del final de la guerra, los alemanes no querían enfrentarse a su pasado. Gabriele Tergit continuó escribiendo, como dijo una vez Karen Blixen, sin esperanza ni temor, pero murió en 1982 sin que supiéramos que había vivido. Su redescubrimiento, en el año 2019, fue un completo estallido. Hoy su nombre se encuentra entre los grandes de la literatura alemana del siglo XX.
Tal vez al lector le interese saber que Los Effinger no es una novela del Holocausto, sino algo muchísimo más amplio: una novela que aborda el destino de los judíos en tanto que alemanes, es decir, de un grupo de ciudadanos que contribuyeron a fundar el país que conocemos hoy, que contribuyeron a su desarrollo, que contribuyeron a darle un lugar en la cultura universal y que se vieron rechazados por él como un cuerpo extraño hasta llegar a esos años de odio que todos conocemos, y que porcentualmente ocupan un pequeño espacio en la novela. Aunque continuamente se nos recuerda que los protagonistas son judíos, lo que vivimos es la aventura humana de dos familias emparentadas en un mundo hostil.
A Tergit en ningún momento se le escapa que de ese mundo hostil forman parte esencial las circunstancias económicas (maravillosos los reiterados inicios de capítulo en los que se describe el comienzo de las crisis económicas recurrentes, el comienzo de los recurrentes momentos de auge). En un mundo más justo, se nos viene a decir, no harían falta chivos expiatorios.
Todo esto, y mucho más, ha sido la aventura de traducir esta novela espléndida. Recrearla en nuestra lengua ha sido en gran medida, lo anticipaba hace unas líneas, dejarse llevar por el entusiasmo de la lectura y la mano maestra de la autora. Me despedí de los personajes con la pena que sienten los niños cuando acaban un libro que los ha fascinado y con la gravedad de un adulto que siente que se le ha permitido asistir a un capítulo negro de la historia, a sus antecedentes y a su final, que habría sido perfectamente evitable. Desde el punto de vista profesional, ha sido un hartazgo de satisfacción desde la primera a la última línea. No podía suponer que, además, iba a convertirse en el hito más grande de mi carrera. Gracias, Gabriele.
Carlos Fortea (Madrid, 1963). Doctor en Filología Alemana, traductor literario con más de 130 títulos publicados de autores clásicos como Stefan Zweig, y modernos como Nino Haratischwilli, o la biografía de Kafka escrita por Reiner Stach, galardonada en 2018 con el Premio Ángel Crespo de Traducción. Es autor de novelas juveniles (El diablo en Madrid, 2012, A tumba abierta, 2016), y para público adulto (Los jugadores, 2015, finalista del Premio Espartaco de la Semana Negra de Gijón, El mal y el tiempo, 2017).
Ha sido Presidente de ACE Traductores (2013-2019) y Decano de la Facultad de Traducción y Documentación de la Universidad de Salamanca (2004-2012).