La traducción de dialectos, I

Lunes, 14 de agosto de 2023.

Hace unos meses, los socios de ACE Traductores respondieron en la lista de distribución de la asociación a la siguiente pregunta: ¿Cómo abordáis la traducción de los usos dialectales o alejados de la lengua estándar? Con el debate que se suscitó, VASOS COMUNICANTES ha elaborado el siguiente CENTÓN

Carmen Francí: Me gustaría plantear esta cuestión porque suele darnos muchos dolores de cabeza. Para empezar, supongo que muchos estaremos de acuerdo con lo que dijo Miguel Sáenz en un Trujamán titulado «Dialectos dilectos»: «Traducir el dialecto no es un problema sin solución, sino algo peor: un problema con muchas soluciones, todas ellas insatisfactorias».

Más claro parece tenerlo Nuria Barrios cuando en La impostora defiende la estrategia que aplicó en su traducción de Órdenes sagradas, de Benjamin Black. Dice que, para traducir a los tinkers o nómadas irlandeses, empleó términos procedentes del caló y «funcionó muy bien. A nadie le extrañó que unos personajes irlandeses hablaran en caló» (p. 96). Muy aventurado me parece eso de que a nadie le extrañara. Porque, como mínimo, extraño sí parece, pero es cierto que lo justifica razonablemente en el capítulo  titulado «Una cuestión de confianza», donde dice lo siguiente:

En una de las novelas de Benjamin Black, Órdenes sagradas, aparece un asentamiento de tinkers, comunidad cuyos miembros son conocidos como Irish Travellers o «nómadas irlandeses» y que tienen su propia lengua, el shelta o cant. Cuando empecé a traducirla, me plantée qué debía hacer: ¿mantener los términos en cant o traducirlos al español? La primera opción añadía al texto una extrañeza que no tenía el original; la segunda suprimía la distancia que Black había buscado al utilizar las voces en cant. Al investigar el modo de vida y las costumbres de los tinkers, descubrí que presentaban gran similitud con las de los mercheros españoles, así que decidí utilizar el habla de estos últimos. El cant dio paso con naturalidad a algunos términos castellanos antiguos, a otros de la germanía y, sobre todo, a numerosas voces tomadas del caló. Funcionó muy bien. A nadie le extrañó que unos personajes irlandeses hablaran en caló.

Esa confianza de quien lee, generada por la mera existencia del libro como objeto, es automática. Forma parte de la suspensión de la incredulidad que nos permite entrar en libros escritos por personas que no conocemos, en lenguas que no hablamos, sobre sitios donde nunca hemos estado, con personajes que nada tienen que ver con nosotros, y participar en aventuras que nunca hemos vivido ni viviremos. Al leer nos entregamos a la ficción como quien sube a un columpio y se balancea sin pensar en nada más que el placer del movimiento.

La confianza, con su mezcla de esperanza y seguridad, es un sentimiento optimista, mas su naturaleza es frágil y puede tornarse en cualquier momento en negro recelo.

En definitiva, es un tema muy complicado, para el que no hay recetas, y que, por lo general, suele dejar insatisfechos a los traductores. Y aprovecho para adjuntar un enlace a un diccionario basado en el English Dialect Dictionary, 1898-1905 de Joseph Wright que me ha resultado utilísimo en fechas recientes.

María Teresa Gallego: A mí esta estrategia me parece rotundamente descartable (salvo cuando lo usa con mucho tiento Joaquin Garrigós en algunos casos al traducir del rumano).

Joaquín Garrigós: Yo los uso en boca de gitanos o de rumanos que usan ellos mismos en el original esos términos. Dada la abundancia de población gitana allí, muchos de sus términos y frases hechas son de uso corriente, la mayoría de las veces malsonante, claro está. Incluso algunos de ellos tienen su equivalente en el caló español.

Desde luego, nunca los podría en boca de irlandeses.

Enrique Alda: Creo que Nuria Barrios se equivoca, los tinkers y los travellers son comunidades distintas. Los tinkers son lo que en castellano se denomina como quincalleros (de donde proviene la palabra quinqui) u hojalateros, y tienen mucha más relación con los mercheros que con los gitanos. En tiempos, su principal ocupación era fabricar objetos con tin (estaño/hojalata).

Son travellers en el sentido de que son comunidades nómadas, pero no todos los travellers son tinkers. En España había, o hay, diferencia entre las comunidades mercheras y gitanas, y seguramente comparten muchas palabras y se entienden entre ellos, pero los mercheros, que yo sepa, no hablan caló. De igual forma, los travellers y los tinkers seguramente comparten palabras, pero no hablan la misma lengua.

Laura Osorio: Quizás me aleje del tema, porque no se trata de un dialecto, pero en un libro que traduje había un personaje que era marinero que hablaba mal y con jerga, el cual en una parte escribe una carta en la que usa este lenguaje y, además, comete faltas de ortografía.

Yo quería que esto se notara y propuse al editor traducir ese texto también con faltas de ortografía o saltarme al menos alguna letra al final (estilo «estoy cansao») pero no estuvo de acuerdo.

¿Qué harían/hubieran hecho ustedes en este caso?

En general, soy de la opinión de que hay que intentar emular el lenguaje, estilo y tono del escrito original, aún cuando y, tal vez, con mayor razón, cuando se aleja de lo normativo o estándar.

Carmen Francí: Eso plantea la cuestión fundamental: trabajamos para un mercado, no en el vacío.

Nuestras traducciones no son ejercicios intelectuales sino, en última instancia, lo que quiere quien nos contrata. Ese es un detalle que suelen olvidar quienes teorizan sobre la traducción.

María Alonso Seisdedos: ¡Bravo!

 Virginia Maza: Sí, Carmen. Gran apunte. Traduje una novela del alemán, de 1934. En la novela se recalca el origen social de la protagonista, una familia de clase alta aristocrática, porque eso pesa en la educación que recibe. Las personas que trabajan en la casa familiar (cocinera, cochero) utilizan formas dialectales y un registro coloquial, incluso vulgar. Es una diferencia muy marcada, con mucha intención para el contenido de la novela. En ese momento, la traducción tiene ya unos años, opté por reproducir el registro en sintaxis, vocabulario, etc. y, además, incluir palabras, marcas o expresiones mezcla de diferentes idiomas de España, como el gallego o el aragonés. De manera que fuera reconocible la intención pero el resultado no identificable con ninguno en concreto.

No me pareció una mala solución en ese momento. Hoy no sé cómo lo resolvería.

Iris Lobo Muniz: Uno de los libros que con más cariño recuerdo haber leído en la infancia era una traducción de El jardín secreto de F. H. Burnett, ambientado en Yorkshire. Para el dialecto de Yorkshire usaban una especie de astur-leonés que le daba mucho encanto. Es un libro que nunca he vuelto a ver y que la verdad me gustaría encontrar en librerías de viejo, porque sin tener el libro no estoy segura de no haberlo soñado.

Otro caso más reciente que siempre he oído mencionar cuando se habla de traducción de dialectos es la traducción de la saga de Geralt de Rivia, en la que se intenta reproducir ciertos rasgos dialectales del original polaco con correspondencias españolas que no recuerdo pero que también dan bastante sabor al texto.

Otro tema que se discute a veces es cómo establecer las equivalencias, y si al hacerlo los traductores/editores no caen en reducciones al absurdo o desprecio hacia determinadas formas de hablar (dialectos más o menos prestigiosos). La solución de inventarse algún dialecto como compromiso políticamente correcto (que me suena que hay algún caso) tampoco parece la mejor, al final acabamos haciendo ciencia ficción lingüística. Es como algo que discutí hace tiempo con otra traductora sobre hacer arqueología lingüística (imitar el estilo/modismos literarios de una época) cuando se traduce un texto antiguo, son cosas que ya se consideran pasadas de moda (también me gusta, pero entiendo la crítica).

Personalmente estoy muy a favor de introducir variedades en el idioma meta, sobre todo cuando son un rasgo fundamental del texto fuente. El problema, hasta donde yo sé por algo de teoría que leí en algún momento (no tengo la referencia ahora), es que las editoriales no están por la labor. Y las españolas en concreto, en los últimos años, han querido reforzar un estándar a veces un poco forzado (¿translatianese?) donde en las revisiones se liman todos los rasgos no estándares del lenguaje (del peninsular central).


«Creo que como autores de obra derivada que somos tenemos la última palabra en la forma final del texto», Marta Sánchez-Nieves


Marta Sánchez-Nieves: ¿De verdad hacen eso las editoriales españolas, lo de reforzar una lengua estándar y, además, del peninsular central? ¿Y en qué se basaba esa teoría que comentas? Porque estoy patidifusa: hay multitud de editoriales afincadas precisamente en regiones que no son el centro peninsular, me parece que hacían una afirmación o muy arriesgada o muy centrada en alguna editorial en concreto que desconozco. Alguna vez, en la corrección (normalmente hecha por un editor metido a corrector) me han sugerido cambios para «facilitar» el texto, pero nunca con la excusa de usar una lengua estándar, sino por facilitar la lectura. Y, en otros casos, me han pedido que intente evitar determinadas palabras (tipo el verbo coger), porque distribuían en la Argentina. Pero poco más. Cuando me han salido casos como el que ha comentado Laura, lo he explicado y no me han puesto pegas. Creo que como autores de obra derivada que somos tenemos la última palabra en la forma final del texto.

Carmen Francí: Creo que sobre el asunto podríamos decir varias cosas:

Cuando un editor nos encarga una traducción está haciendo eso, un encargo. Y este debe cumplir con las expectativas de quien paga: ya se ocupan los contratos dejar claro con diversas fórmulas que el traductor «debe traducir fielmente el original», así como los diversos mecanismos de corrección o rechazo del trabajo si se considera que no tiene la calidad esperada.

Lo que pasa es que, como todos sabemos, el concepto de fidelidad ha ido cambiando con el tiempo. Si ahora, amparada en mi autoría, me da por traducir como se hacía en España hace décadas, lo probable es que el editor rechace mi traducción, proponga cambios o no me vuelva a contratar.

No hace falta que los traductores nos vayamos poniendo de acuerdo en traducir de un modo u otro, o que quienes han aprendido a traducir en una facultad de Traducción  apliquen determinadas fórmulas aprendidas en clase: ya se encarga la industria editorial de unificar criterios y definir en cada momento lo que es una traducción fiel o aceptable.

A mí me parece que la idea romántica del traductor-autor, desligado de la industria para la que trabaja, no refleja la realidad. Y por ese motivo la gran mayoría de los libros de teoría de la traducción que leo me parecen elucubraciones entretenidas, pero poco más. Y me apetecería tirar de las orejas al autor y decirle eso de «it’s the economy, stupid» (en traducción libre de Rodrigo Rato, «es el mercado, amigo»).

En definitiva, como en cualquier otro análisis social, si olvidamos que vivimos en una sociedad capitalista, nuestra interpretación queda coja, desnuda, desligada de la realidad global. Y lo de describir al traductor como un creador aislado, romántico, que toma decisiones libremente en función de su inspiración es bonito, pero inexactísimo en términos generales. Solo somos piececitas en las enormes industrias de la edición y producciones lingüísticas.

Marta Sánchez-Nieves: Sigo sin estar de acuerdo. No me veo como una traductora aislada ni romántica (sobre todo esto), pero sigo siendo autora de la traducción y sigo impidiendo cambios que considero que se cargan el libro. Y, si no me vuelven a contratar, pues ya vendrán otros. Si vivo pensando en esto último cuando trabajo, y radicalizando en exceso tus deliberaciones (porque entiendo que no todo es blanco o negro), sería también una justificación para no rechazar cláusulas abusivas, ¿no?

Pero entiendo que esto sería llevar el debate a un punto muy exagerado.

María Teresa Gallego: Eso que dices, Carmen, habría que comentarlo línea a línea. Discrepo casi al cien por cien.

Llevo traduciendo sesenta años para la industria capitalista (y a traducir me enseñó, al encargarme, cuando estaba empezando mi licenciatura de filología francesa, mi primer libro (el Goncourt de ese año) e irme comentando mis borradores el generoso director, a la sazón, de Seix Barral, Joan Petit.

Y sigo traduciendo (mucho) de la misma forma que entonces para un capitalismo que ya existía entonces, por cierto. No creo que pueda haber «varias formas de traducir literatura».

Las decisiones las tomo yo. Por supuesto, estudio sugerencias de los revisores y las discuto con ellos, cosa que lleva con gran frecuencia a afinar cosas. Lo considero una parte necesaria del proceso.

En los años noventa, ya con la Ley de Propiedad Intelectual en marcha, llevé a juicio a Alianza por unos cambios hechos sin mi visto bueno en un libro de Amin Maalouf. Tuvieron que retirar la edición y hacer otra. El equipo directivo de entonces me puso en la lista negra. Años después me volvieron a llamar, cuando llegó otro equipo directivo, para otro libro de Maalouf y desde entonces no he dejado de traducir para esa empresa capitalista.

Carmen Francí: Por supuesto, estoy de acuerdo en lo que decís sobre la Ley de Propiedad Intelectual. Somos autores de obra derivada y la ley recoge el derecho a la inviolabilidad de la obra.

Pero es que son distintos planos de análisis: todos creemos que somos libres y soberanos en nuestras decisiones. Pero si se analizan los datos a mayor escala, la suma de decisiones aisladas va conformando panoramas cambiantes a lo largo del tiempo. Y así vemos que no somos tan libres ni tan soberanos ni estamos tan aislados. Como en esta lista hay muchos licenciados en Historia seguro que ven por dónde voy.

Pero me remito a lo que decía antes: a cómo el concepto de fidelidad al texto que traducimos ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Ahora, por ejemplo, salvo en contadísimas ocasiones, ni se nos ocurre traducir  un apellido. Pero quienes hemos retraducido textos del XIX y nos hemos entretenido en cotejar traducciones anteriores, vemos que algunas no eran nada malas, pero tenían otra idea de lo que implica el respeto al original.

Y al leer una traducción podemos ver en estos detalles si el traductor es un profesional, que sabe lo que quieren el lector y el mercado en el s. XXI, o un traductor esporádico con ideas personales o incluso extravagantes. Por ejemplo, creo que a ningún profesional que viva de la traducción se le ocurriría hacer experimentos como este.

Patricia Antón de Vez: Me has dejado boquiabierta con ese artículo, Carmen. No lo vi en su día. La traducción al castellano de ese libro es de una servidora, y te aseguro que jamás se me habría pasado por la cabeza un experimento semejante. Y por cierto que Haddon es un gran defensor de los traductores; entre otras cosas, está detrás de la campaña Translators on the cover.

A mí me parece horroroso echar mano de dialectos locales en nuestras traducciones. Siempre he creído que el castellano es una lengua muy rica y llena de matices y, aunque toda solución sea mala, como dice Miguel Sáenz, tirando de tono, registro e imaginación se puede llegar muy lejos. También es verdad que he tenido suerte y sólo me he encontrado dos veces con problemas de ese tipo. En una ocasión tuve que traducir los diálogos de unos marineros que salpicaban su inglés de términos maneses; en otra, las descripciones de un aborigen tasmano, criado por aristócratas ingleses, que hablaba en un inglés macarrónico y al mismo tiempo florido y cursi. En ambos casos tuve que rizar el rizo y echar mano de trucos, morcillas y ajustes varios (y de una notita al final del libro), pero ni me planteé hacer que los marineros o el aborigen en cuestión hablaran en bable, por ejemplo.


«El castellano es una lengua muy rica y llena de matices y, aunque toda solución sea mala, como dice Miguel Sáenz, tirando de tono, registro e imaginación se puede llegar muy lejos», Patricia Antón


Imagen procedente de la Enciclopedia Universal Espasa, Barcelona 1924

(Continuará en la II y III parte)