El texto interminable, Carlos Fortea

Viernes, 16 de junio de 2023.

El texto interminable, Carlos Fortea, Madrid, Guillermo Escolar Editor, 2022, 102 páginas.

Miguel Cisneros Perales

El texto interminable, título sugerente que no se agota entre sus páginas, viene acompañado de un subtítulo sobrio que, como se verá a continuación, resume por sí solo el contenido del libro: Del análisis literario a la técnica de la traducción.

Aunque se haya publicado en Babélica, colección del Instituto de Lenguas Modernas, Traductores e Intérpretes de la Universidad Complutense de Madrid, no es un libro meramente académico, porque, entre otros motivos, no parte de una hipótesis, sino de una máxima: «A traducir se aprende traduciendo» (p. 9); máxima habitual en las aulas donde se enseña traducción que no por perogrullada es menos genuina. Y a partir de esta máxima, Fortea desarrolla sus argumentos. Porque, ¿qué es traducir? ¿Y cómo puede aprenderse o enseñarse?

No es el primero en hacerse estas preguntas e intentar responderlas, ni tampoco lo pretende. La máxima le sirve para presentar su método, que no va de la teoría a la práctica, sino de la práctica a la teoría. Pero, ojo, Fortea dice que su libro no es un manual. Y afortunadamente no miente. Pese a su breve extensión, puede leerse como teoría, como reflexión, como ensayo y como guía de consejos prácticos o «caja de herramientas», sin que ninguna de estas lecturas posibles desluzca a las demás. El perfil del autor explica esta versatilidad: Fortea es docente de traducción, investigador en traducción y traductor profesional.

En El texto interminable abundan los ejemplos y los comentarios de los ejemplos. Y se agradece, porque Fortea no trata gallinas esféricas flotando en el vacío, como dirían los físicos, sino textos, que son siempre particulares, únicos, complejos, multifacéticos e interpretables, como la realidad. Y de estos ejemplos, de estos casos comentados por otros autores y extraídos de su propia experiencia como lector, como docente y como traductor, Fortea va encontrando patrones (los llama «convenciones» muy acertadamente, porque en el fondo toda reflexión sobre traducción es reflexión lingüística), seleccionándolos, abstrayéndolos e identificando elementos y procedimientos que, como boyas o balizas, guiarán en su labor al traductor de libros o al aprendiz de traductor de libros. Es decir, teoriza, da consejos, pautas y ofrece soluciones abstraídas de casos concretos y reales que pueden ser extrapolables a otros casos concretos y reales. En definitiva, de la práctica hace teoría con aplicación práctica.

Su argumentario recuerda, en este y otros sentidos, a esa manera de teorizar sobre un tema complejo (la literatura en ambos casos, o su análisis) de la que hace gala Antoine Compagnon en El demonio de la teoría, donde, desde la teoría de la literatura y el comparatismo, se aboga por hacer método del sentido común.

Con sentido común, Fortea se limita a comentar la traducción de textos literarios narrativos, pero muchas de sus reflexiones pueden aplicarse a la traducción de cualquier tipo de texto. Son doce capítulos, donde se abordan, sin un orden aparente, o al menos más ensayístico que escolar, desde aspectos más generales («Leer o no leer», «Las herramientas del traductor», «El lugar del traductor») a otros particulares, ya sean de los textos narrativos de ficción («La suspensión de la incredulidad», «Las convenciones de género», «La traducción de los clásicos») o de problemáticas concretas de la traducción de estos textos («Las cosas por su nombre», sobre la traducción de nombres propios; o «Lo que no se hace»).

Desde el punto de vista más metodológico, es importante señalar que Fortea no parte solo de los estudios de traducción, sino que bebe de los métodos desarrollados por la disciplina conocida, sobre todo en Estados Unidos, como escritura creativa. Si la traducción literaria es también creación («porque traducir es escribir», afirma el autor), los métodos de una de estas técnicas servirán a la otra. Con una diferencia: «En traducción, el cómo viene antes del qué» (p. 13).

Del acercamiento a la traducción literaria como escritura creativa, Fortea identifica varios elementos y procedimientos que ayudan a explicar la traducción y, sobre todo, a enseñarla. En el libro se mencionan y comentan muchas cuestiones (la imitación, la transgresión, el riesgo, la aceptabilidad, la legitimidad, la espontaneidad, la intertextualidad, la suspensión de la incredulidad o la verosimilitud, por mencionar algunas), pero, para no alargar más esta reseña, destacaré tres puntos de distinto alcance que me han parecido especialmente esclarecedores.

En primer lugar, desde el principio de El texto interminable se desprende que el análisis literario es una técnica de traducción indispensable para cualquier traductor que se precie. Y el análisis literario, aunque sea una obviedad, requiere de la capacidad de leer con atención, al igual que ocurre con la traducción. Esta capacidad a veces se confunde con la intuición del lector, pero, como el olfato o el paladar, requiere entrenamiento. La conclusión es obvia: a traducir se aprende leyendo; sin análisis del texto original no podemos recrear el cómo:

La lectura es sin duda el componente fundamental. Solo un extenso acervo de lecturas variopintas permite al traductor poner en relación lo que está traduciendo con las grandes corrientes de la escritura, detectar dónde está la innovación profunda y dónde se repiten esquemas conocidos, y de dónde provienen (p. 89).

En segundo lugar, otro de los hallazgos del libro es la definición que ofrece de tono y estilo (y, por extensión, de ritmo), como elementos principales del texto que el traductor debe analizar e imitar si quiere hacer un buen trabajo, con criterio, sin arbitrariedad. Son conceptos muy cargados, a veces poco definidos, que en la bibliografía en demasiadas ocasiones remiten a entelequias inasibles. En El texto interminable son todo lo contrario: procedimientos claramente definidos y explicados con mucha sencillez y ejemplos, lo que facilita aprender y enseñar a localizarlos para reproducirlos en la traducción mediante la toma de decisiones fundadas, porque «el tono es la herramienta que permite tomar las decisiones» al traductor (p. 27).

Por otro lado, «mientras el tono ofrece margen a la decisión, el estilo lo niega» (p. 30). El estilo de un autor sería, por cierto, «la manera concreta en que emplea los recursos morfológicos y sintácticos de la lengua» (p. 30). Y aunque la primera afirmación sirva al autor para establecer los límites del intervencionismo, con todo lo que eso supone (más adelante criticará algunas prácticas de traducción intervencionistas que se promueven desde ciertas escuelas, sobre todo en la literatura infantil), me parece especialmente pertinente la importancia que le da a la morfosintaxis. Así es: en todo el libro hay un interés y un esfuerzo fundamentado por restituir la sintaxis, y su análisis y dominio, en el centro de la labor del traductor: la toma de decisiones.

En tercer lugar, como ya se avanzaba unas líneas arriba, Fortea señala y demuestra que «la traducción literaria se basa, en muchos casos, en convenciones» (p. 53). Lo mismo ocurre con la escritura creativa. Es decir, traducimos de un modo u otro por convención y los textos decimos que son de un género u otro por convención. La oralidad fingida, otra convención. Y la ficción en general, también.

En el capítulo 9 se abordan las convenciones de los géneros literarios y de algunos subgéneros con más detalle (la novela histórica, la novela policiaca, la ciencia-ficción) y cómo estas convenciones de género, que es necesario conocer, afectan a las decisiones que se toman al traducir, porque «construimos sobre ellas» (72).

Sin embargo, las convenciones están para romperlas, especialmente en la buena literatura. Y por eso es importante conocerlas bien, para saber cuándo se están rompiendo o, en palabras de Fortea, tener suficiente «sensibilidad lectora» como para «desarrollar la intuición de la anomalía» (p. 76).

Por último, al igual que un gran escritor es aquel que, al romper las convenciones, crea otras nuevas, los traductores pueden influir en ese proceso e incluso fomentarlo: «El traductor es un profesional de la lengua, no su conservador» (p. 91). Esta aparente paradoja, bien conocida por los lingüistas (la lengua es lo que los hablantes hacen con ella, etcétera), sirve a Fortea para cerrar su libro hablando de ética, insistir en la responsabilidad de los traductores con su lengua y con la transmisión de los textos y volver a poner en cuestión las prácticas intervencionistas recordando que, aunque el traductor de libros sea un creador, no puede manipular el cómo de lo que traduce. Si hubiera una segunda parte, a riesgo de desatar un debate verdaderamente interminable, este sería un hilo interesante (y actual) del que seguir tirando.

 

 

Miguel Cisneros Perales es actualmente profesor de la Universidad Complutense de Madrid, donde da clases de traducción. Dedicó su tesis a la recepción de George Bernard Shaw en España. Ha publicado un par de novelas y traducido a algunos autores anglosajones.