Tercer premio del IV Premio de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», Marta Bernal Robles

Lunes, 10 de abril de 2023.

En la tercera convocatoria del III Premio Complutense de Traducción universitaria «Valentín García Yebra» se presentaron veintidós candidaturas en inglés, alemán, francés, italiano, ruso, chino, sueco y coreano.

El jurado, compuesto por José Manuel Lucía Megías, Antonio Martínez Pleguezuelos, Mercedes Rodríguez Fierro, María Enguix Tercero,  Carlos Fortea Gil e Isabel García Adánez, después de constatar la calidad de las traducciones presentadas y de analizar las mismas y los informes que las acompañan, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Ramon Soler Sambartolomé con el texto Mizora: Una profecía, de Mary E. Bradley Lane.
  • Segundo premio: Yolanda Casamayor, con fragmentos de Kenneth Grahame.
  • Tercer premio: Marta Bernal con un fragmento de Emma, de Jane Austen.

 

Fragmento de Emma, de Jane Austen, traducción de Marta Bernal Robles

(Texto original)

Durante la mañana siguiente, el tiempo se mantuvo igual; y la misma soledad y melancolía parecían reinar en Hartfield, pero por la tarde se despejó: el viento amainó ligeramente, las nubes se disiparon y apareció el sol; volvía a ser verano. Con el afán que otorga tal transición, Emma se decidió a salir al aire libre lo antes posible. Nunca le habían resultado tan atractivas las exquisitas vistas, los olores, la sensación de la naturaleza después de la tormenta: tranquila, cálida y resplandeciente. Anhelaba la serenidad que esto pudiera proporcionarle; y con la visita del señor Perry poco después de la cena, con toda una hora libre para dedicársela a su padre, no dudó ni un segundo en apresurarse a los jardines. Allí, con los ánimos sosegados y las preocupaciones más calmadas, había dado ya algunos paseos cuando vio al señor Knightley atravesar la verja y dirigirse hacia ella. Era la primera noticia que tenía de su regreso de Londres. Había pensado en él hacía un momento, imaginándolo a unos inamovibles veinticinco kilómetros de distancia. Solo tuvo tiempo para poner el más ínfimo orden a sus pensamientos. Tenía que actuar con compostura y calma. En menos de un minuto estuvo a su lado. Los «¿cómo se encuentra?» fueron formales y parcos en ambas partes. Emma preguntó por los amigos en común, que se encontraban bien. ¿Cuándo había partido? Esa misma mañana. Debió haberse mojado por el camino, y así fue. Descubrió también que tenía intención de caminar con ella. Dijo que «había echado un vistazo al comedor y, como vio que su presencia no era necesaria, prefirió salir al aire libre». Pensó que no hablaba con ánimos y que tampoco parecía tenerlos; y la causa más probable, se temía Emma, sería que le había contado sus planes a su hermano y la reacción de este le había afligido.

Caminaron juntos. Él silencioso. Ella pensaba que la miraba a menudo, y que trataba de obtener una mejor vista de su rostro de la que le apetecía otorgarle. Y este pensamiento le produjo otro miedo. Quizás quería hablarle de su apego hacia Harriet; quizás estuviera buscando el coraje para hacerlo. No se sentía, ni podía sentirse, con fuerzas para sacar ese tema. Lo debía hacer él mismo. Aun así, Emma no soportaba ese silencio. Con él, era de lo más antinatural. Lo consideró, se decidió, y, tratando de sonreír, comenzó:

—Debo anunciarle una noticia, ahora que ha regresado, que hará más que sorprenderle.

—¿De veras? —dijo discreto mientras la miraba—. ¿De qué clase?

—Oh, de la mejor de las clases. Una boda.

Después de dejar pasar un momento, con la intención de asegurarse de que no pretendía decir nada más, respondió:

—Si se refiere a la unión de la señorita Fairfax y Frank Churchill, ya lo había oído.

—¿Cómo es eso posible? —exclamó Emma, girando sus radiantes mejillas hacia él; mientras pronunciaba estas palabras, se le ocurrió que podría haber visitado a la señora Goddard en el trayecto.

—Esta mañana recibí una carta del señor Weston sobre unos asuntos de la parroquia, y al final de ella me informaba de lo acontecido.

Esto alivió bastante a Emma, que pudo entonces hablar con un poco más de tranquilidad:

—Es probable que sea usted el menos sorprendido de todos nosotros, pues tenía sus sospechas. No he olvidado todavía que una vez intentó advertirme. Ojalá le hubiese hecho caso, pero —continuó con voz apesadumbrada y un profundo suspiro— parece ser que la ceguera es mi condena.

Por un segundo o dos hubo silencio, y no sospechaba haber despertado ningún interés particular en él, hasta que notó cómo le agarraba el brazo con el suyo y lo presionaba contra su corazón. Así le escuchó, con tono de gran sensibilidad y en voz baja, decir:

—El tiempo, mi queridísima Emma, el tiempo sanará la herida. Su excelente juicio; sus esfuerzos por el bienestar de su padre; sé que no le permitirán —su brazo agarraba el suyo propio de nuevo, mientras continuaba hablando, ahora en tono derrotado y con voz apagada— sentir aquello que provocan las amistades más cercanas, la indignación. ¡Ese abominable canalla!

Entonces, en un tono más alto y firme, concluyó:

—Pronto se marchará. Pronto estarán en Yorkshire. Siento pena por ella… Merece una mejor fortuna.

Emma le comprendía; y tan pronto como pudo recuperarse de ese cosquilleo placentero, emocionada por tan dulce consideración, respondió:

—Es usted muy amable, pero se equivoca, y debo corregirle. No quiero ese tipo de compasión. Mi ceguera hacia aquello que ocurría me llevó a actuar con ellos de una manera de la que siempre me avergonzaré y la necedad me tentó a decir y hacer muchas cosas que bien podrían exponerme a suposiciones desagradables, pero no tengo más razones por las que lamentar el no haber sabido antes del secreto.

—¡Emma! —exclamó él, mientras la miraba entusiasmado—. ¿Es eso cierto? —se corrigió enseguida—. No, no, ahora lo comprendo, discúlpeme. Me complace que pueda admitirlo. ¡Veo que ya no es objeto de arrepentimiento! Y no tardará mucho, espero, en convertirse en algo que pueda reconocer gracias a algo más que la razón. Afortunadamente, sus sentimientos ya no están inmiscuidos. Le confieso que, debido a sus actos, me era imposible descifrar el grado de sus sentimientos. Solo podía estar seguro de que usted sentía predilección por él, una predilección que nunca creí que debiera merecerse. Es una vergüenza que se haga llamar hombre. ¿Y se le recompensa con esa joven tan dulce? Jane, Jane… qué desdichada será.

—Señor Knightley —dijo Emma, tratando de mostrarse animada, pero en realidad confusa—, me pone usted en una situación delicada. No puedo permitir que continúe así de equivocado, y sin embargo quizás, ya que mis actos le dieron tal impresión, tenga las mismas razones para avergonzarme que las que naturalmente tendría una mujer al confesar justo lo contrario, pero permítame decirle que nunca jamás sentí aprecio por la persona de la que estamos hablando. Nunca.

Él la escuchó en un silencio absoluto. Emma deseaba que hablase, pero no lo hacía. Supuso que debía continuar explicándose antes de merecerse su clemencia, pero aun así le era difícil verse obligada a rebajarse todavía más ante su juicio. Sin embargo, prosiguió:

—Mis acciones no tienen excusa. Sus agasajos eran tentadores, y me permití mostrarme complacida. La misma historia de siempre, seguramente algo común… lo que ya les ha ocurrido a cientos de mujeres antes de ocurrirme a mí; y aun así puede que no sea excusa posible para alguien que, como yo, busca comprensión. Las circunstancias contribuyeron a la tentación. Es el hijo del señor Weston, siempre estaba aquí, y siempre me pareció muy amable, y, en resumidas cuentas —Emma suspiró—, y permítame exponerle las causas de manera ingeniosa, ya que todas se resumen en una: mi vanidad se vio atendida, y fui permisiva con sus intenciones. Sin embargo, recientemente, y de hecho durante ya algún tiempo, no me había imaginado que esto significase algo. Pensé que se trataba de un hábito, una artimaña, nada que requiriese seriedad por mi parte. Se ha aprovechado de esto, pero no me ha herido. Nunca le tomé cariño. Y ahora puedo, de manera tolerante, comprender su comportamiento. Él nunca quiso cortejarme. Era solo un ardid para ocultar la verdadera relación que mantenía con otra mujer. Era su intención ocultar todo lo que tuviera que ver con él; y nadie, estoy segura, pudo estar más ciega que yo misma. Pero yo no estaba cegada en absoluto… fue mi buena fortuna… En resumen, estuve a salvo de él; por una cosa u otra.

En estos momentos, Emma esperaba una respuesta, unas palabras que le asegurasen que su comportamiento era, al menos, comprensible; pero el señor Knightley guardó silencio, y según pudo apreciar, también estaba sumergido en sus pensamientos. Por fin, y por supuesto en su tono habitual, dijo:

—Nunca he tenido una buena opinión de Frank Churchill. No obstante, supongo que he podido subestimarle. Mi relación con él no ha sido nada más que cordial. Y aunque no le hubiese subestimado hasta el momento, podría ser mejor hombre. Con una mujer así, tiene oportunidad de serlo. No tengo ningún motivo para desearle mal, y por el bien de ella, ya que su felicidad depende de sus buenas maneras y de su conducta, desde luego que le deseo lo mejor.

—No me cabe la menor duda de que serán felices —añadió Emma—, creo que están muy unidos de manera sincera y reciproca.

—¡Es un hombre sumamente afortunado! —respondió el señor Knightley, enérgico―. A tan temprana edad, veintitrés años, una época en la que cuando un hombre elige esposa, se suele equivocar. ¡Haber conseguido tal fortuna a los veintitrés! Dentro de lo que me es humanamente posible prever, ¡cuántos años de felicidad le quedan a ese hombre por delante! Con el amor de tal mujer asegurado… un amor desinteresado, tan desinteresado como el carácter de Jane Fairfax. Él lo tiene todo a su favor, la igualdad de la situación; quiero decir, en lo que respecta a la sociedad y a todos los hábitos y modales que importan: la equidad en todos los aspectos menos en uno, que es el deber de concederle las facilidades que ella desee, ya que la pureza de su corazón es indudable, y será eso mismo lo que le garantice la felicidad a él. Un hombre siempre deseará darle a una mujer un hogar mejor del que la ha sacado; y aquel que puede hacerlo, cuando no hay duda de la devoción de ella, debe ser, en mi humilde opinión, el más feliz de los mortales. Frank Churchill es, sin duda, el favorito de la fortuna. Todo lo que le ocurre es en su beneficio. Conoce a una señorita en unas termas, se gana su afecto, y no puede ni siquiera alejarla con sus modales descuidados. Ni aunque su familia hubiese dado la vuelta al mundo buscando a la esposa perfecta le habrían encontrado una mejor. Su tía se interponía entre ellos y su tía murió. Solo tiene que abrir la boca. Sus amigos están más que dispuestos a ayudarle a ser feliz. Ha tratado mal a todo el mundo, e igualmente están encantados de disculparle. ¡Es realmente afortunado!

—Habla usted como si le envidiase.

—Por supuesto que le envidio, Emma. Es objeto de mi envidia en un aspecto concreto.

Emma no podía continuar la conversación. Estaban a pocas palabras de hablar de Harriet, y su primer instinto fue el de evitar esa cuestión, en la medida de lo posible. Tenía un plan, hablaría de algo completamente diferente: los niños de Brunswick Square. Cuando ya estaba cogiendo aire para comenzar, el señor Knightley la sorprendió diciendo:

—Está decidida a no preguntarme por qué le envidio. Está totalmente determinada, como puedo observar, a no sentir curiosidad. Es usted cauta, pero yo no puedo serlo… Emma, debo confesarle aquello que no se atreve a preguntar, aunque desee haber callado en cuanto me pronuncie.

—¡Oh! Entonces no se pronuncie, no se pronuncie —respondió ella rápidamente—. Tómese su tiempo, considérelo, no se precipite.

—Gracias —dijo él, en un tono de profunda humillación, y no añadió ni una palabra más.

Emma no podía soportar hacerle daño. Él deseaba confesarle algo, incluso hasta pedirle consejo, y costase lo que costase, ella le escucharía. Quizás pueda ayudarle a resolverlo o confirmarle algo; o tal vez podría elogiar a Harriet, o recordarle la independencia de la que goza, aliviarlo de ese estado de indecisión, que debe ser más insoportable que cualquier otra alternativa para alguien como él. Ya se encontraban frente a la casa.

—Supongo que va usted a entrar —dijo él.

—No —respondió Emma, muy segura de su decisión debido al tono depresivo en el que el señor Knightley hablaba—. Me gustaría dar un rodeo. El señor Perry no se ha ido.

Después de dar algunos pasos, añadió:

—Fui grosera al interrumpirle de esa forma hace un momento, señor Knightley, y me temo que le he hecho daño. Pero si desea hablar conmigo como amiga, o preguntarme mi opinión sobre cualquier asunto que le provoque dudas, como amiga, dé por hecho que puede contar conmigo. Le escucharé en lo que desee. Le diré exactamente lo que pienso.

—¡Como amiga! —repitió el señor Knightley—. Emma, aquello que temo es una palabra… No, no deseo hablar… Quédese, sí. ¿Por qué debería dudar? Ya he llegado demasiado lejos para ocultarlo. Emma, acepto su oferta, aunque parezca increíble, la acepto, y me refiero a usted como amiga. Dígame, entonces, ¿no tengo esperanza alguna?

Detuvo tal franqueza para enfatizar la pregunta, y la mirada en sus ojos la abrumó.

—Mi queridísima Emma —continuó—, porque para mí siempre será querida, a pesar de lo que ocurra después de esta conversación, mi queridísima, mi amadísima Emma… dígamelo de una vez. Diga «no» si es lo que siente.

Emma no era capaz de articular palabra.

—¡Guarda usted silencio! —exclamó, agitado—. ¡Silencio absoluto! Visto lo visto, no pregunto más.

Emma estaba lista para sumergirse en la conmoción de ese momento. El miedo a que fuese solo el más feliz de los sueños era quizás el sentimiento más notable.

—No soy un hombre de muchas palabras, Emma —prosiguió al momento, en un tono de una ternura tan sincera, decidida y comprensible que no podía no ser convincente—. Si la amase un poco menos, quizás podría hablar más de ello. Pero ya sabe lo que soy. No le digo nada más que la verdad. La he culpado, le he dado lecciones, y usted lo ha soportado como ninguna otra mujer en Inglaterra lo habría hecho. Soporte las verdades que le digo ahora, mi queridísima Emma, tal y como soportó aquello. Mis maneras quizás no la animen a hacerlo, Dios sabe que he sido un enamorado indiferente, pero usted me comprende. Sí, verá, usted entiende mis sentimientos, y los corresponderá si le es posible. Por el momento, solo le pido escuchar, aunque solo sea una vez, le pido escuchar su voz.

Mientras él hablaba, la mente de Emma estaba totalmente acelerada, y, gracias a la extraordinaria diligencia de los pensamientos, había podido, sin perderse ni una sola palabra, capturar y comprender la verdad más precisa de lo acontecido: descubrió que las esperanzas de Harriet no tenían fundamentos, eran un error, un delirio, tan disparatado como los suyos propios… Que Harriet no era nada, que ella misma lo era todo; que lo que había estado diciendo con respecto a Harriet se había tomado como expresión de sus propios sentimientos, que sus inquietudes, sus dudas, su desgana, su desaliento… todo lo había tomado él como apatía por su parte. Y no solo tuvo tiempo para esas cavilaciones, con toda la felicidad que a su vez le producían; también tuvo tiempo para alegrarse de haber mantenido el secreto de Harriet y de decidir que no era necesario contarlo, y que tampoco debía hacerlo. Era lo mínimo que podía hacer ahora por su pobre amiga; ya que ese heroísmo que otorgan los sentimientos, aquello que podría haberla instigado a suplicarle al señor Knightley que volcase sus afectos no en ella, sino en Harriet, que de las dos era la más absoluta merecedora de ellos… o incluso empujarla a la más simple y sublime decisión de rechazarlo de una vez por todas, sin darle motivo alguno, ya que no podía casarse con las dos… Ese heroísmo… Emma no lo poseía.

 

 

Marta Bernal Robles (Málaga, 1998) es graduada en Traducción e Interpretación por la Universidad de Málaga, tiene un máster en Traducción para el Mundo Editorial por la misma y está finalizando un máster en Educación. Actualmente, trabaja como profesora de inglés mientras persigue el sueño de traducir su primera novela, ya que su objetivo es dedicarse a la traducción editorial.