La literatura infantil y juvenil, campo de ensayo de maniobras censoras, Manu López Gaseni

Viernes, 24 de marzo de 2023.

Sellos con las imágenes de Quentin Blake, ilustrador de las obras de Roald Dahl

El gran revuelo generado por la decisión de los herederos de Roald Dahl, con la complicidad de sus editores, de maquillar diversos pasajes de las obras del autor galés para hacerlas aceptables dentro de los estándares de lo políticamente correcto pone en evidencia la hipocresía y la desmemoria de buena parte de la sociedad en general y de los agentes culturales en particular.

No pocos asistimos perplejos al espectáculo de la dictadura de lo políticamente correcto, que nos impone una determinada manera de hablar, de escribir y de actuar, y censura todo aquello que transgrede unas normas que, lejos de estar fijadas, se modifican arbitrariamente en una loca mise en abyme que solo puede conducir al silencio. Sin embargo, muchos de los custodios de la corrección política, desde el primer ministro del Reino Unido hasta el último vociferador de las redes asociales, se llevan las manos a la cabeza cuando los procedimientos censores se aplican en una obra literaria, ya por definición intocable, en este caso perteneciente, por si fuera poco, a uno de los llamados «clásicos modernos».

En el caso que nos ocupa, hay que recordar, y creo que ya se ha hecho, que el propio Dahl accedió en vida, de mejor o peor gana, a modificar ciertos detalles de algunas de sus obras más famosas. Pero, sobre todo, hay que recordar que nos hallamos en el territorio de la literatura infantil y juvenil, donde literalmente todo es posible.

De hecho, como señalan autores como Deborah Stevenson, a diferencia de lo que ocurre con las obras clásicas de la literatura universal, los clásicos de la literatura infantil y juvenil son los textos que más han sufrido todo tipo de manipulaciones textuales, tanto intralingüísticas como extralingüísticas. La autora se refiere a clásicos juveniles pertenecientes a la literatura que algunos estudiosos de la LIJ han llamado «literatura ganada» que, desde la perspectiva de los estudios polisistémicos, es aquella que, a medida que iba perdiendo su estatus de canonicidad, pasaba a convertirse en lectura para jóvenes, no sin antes ser sometida a una serie de transformaciones, y que de hecho creemos haber leído en nuestra infancia: Mujercitas, Moby Dick, La isla del tesoro, Robinson Crusoe, Las aventuras de Tom Sawyer, Los tres mosqueteros, Guillermo Tell, El último mohicano, Ivanhoe, Oliver Twist y otros muchos.

A la luz de la exhaustiva clasificación de las prácticas hipertextuales propuesta por Gérard Genette, en el marco de las correspondencias entre los regímenes serio, lúdico y satírico, y las relaciones de transformación e imitación, toda modificación textual posible, incluida la traducción, forma parte de uno de estos procedimientos: la parodia y el pastiche, el travestimiento y la imitación satírica, la transposición y la imitación seria.

Por su parte, el estudioso sueco Göte Klingberg, de manera más simple —en la literatura infantil todo es más simple— propone la siguiente clasificación de las «manipulaciones», que él encontró en la literatura infantil y juvenil traducida del inglés al sueco y viceversa: adaptaciones culturales, modernización (sobre todo de cuestiones estilísticas en desuso), purificación (adaptaciones de acuerdo con los valores morales de los lectores potenciales, censura directa) y reducciones textuales.

La adaptación de obras literarias a los intereses y capacidades de diversos tipos de lectores se inició en el siglo XVI por medio de los llamados chapbooks, ediciones baratas de baja calidad en las que, con una extensión de entre cuatro y veinticuatro páginas, se resumían obras populares de todo tipo, desde narraciones históricas y obras religiosas hasta fábulas y cuentos tradicionales, y alcanzó producciones masivas a partir del siglo XVIII. John Newbery, considerado el primer editor moderno de LIJ, empleó diversas características de los chapbooks, como las ilustraciones o el precio asequible, y llegó a vender decenas de miles de obras destinadas a la infancia a lo largo del siglo XVIII, bajo la premisa de John Locke de proporcionar una correcta formación moral a los niños por medio de obras a la vez instructivas y atrayentes.

El siglo XIX es testigo de multitud de adaptaciones de Robinson Crusoe (1719), reescrituras («imitaciones serias») de todo tipo que la mayoría de las veces lo único que comparten con el original es el nombre, como La familia Robinson suiza (1812), Escuela de robinsones (1882), El Robinson italiano (1896), y otras, en las que, de un modo u otro, pervive el modelo roussoniano del buen salvaje.

La preservación de la función educativa de la LIJ ha estado presente en mayor o menor medida hasta nuestros días. En el Reino Unido, la principal vía de censura fue la escrupulosa selección de los libros infantiles de los que debían dotarse las bibliotecas públicas, y entre las obras descartadas por no cumplir los distintos cánones de corrección educativa del siglo XX se encuentran títulos tan conocidos como Pippi Calzaslargas, de Astrid Lindgren, así como un buen número de obras de Enid Blyton y de Roald Dahl. Esta censura resultó contraproducente, ya que, ausentes de las bibliotecas, dichas obras se vendían en las librerías como rosquillas.

Las expurgaciones perpetradas en las obras de Dahl llevan implícito, además, un evidente menosprecio de la capacidad crítica de los lectores jóvenes, que sin duda son capaces de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, como evidencia la sonrisita que esbozan al leer cualquiera de las muchas transgresiones de las obras del galés. Como anécdota ilustrativa de esta subestimación, en una de las obras de Dahl, traducida al castellano como La maravillosa medicina de Jorge, el niño protagonista quiere vengarse de su abuela haciéndole tomar un bebedizo casero, motivo que ya hace unos años puso en alerta al sistema escolar inglés y obligó a la inclusión de una advertencia a los lectores sobre los riesgos de reproducir dicha medicina por su cuenta.

De hecho, la mayoría de las obras de Dahl giran en torno a un solo tema, que puede resumirse como las historias de niños rodeados de adultos negligentes y autoritarios, que deciden rebelarse y transgredir las normas sociales transitando mundos llenos de gigantes, brujas, pociones mágicas, territorios fantásticos, emociones y aventuras, de los que no siempre logran salir indemnes.

De ello se sigue que la torpeza de la nueva moralidad de reescribir las imaginativas obras de Dahl para hacer desaparecer determinados sesgos no elimina la carga subversiva, heterodoxa y plena de humor de su literatura, lo mismo que esquilmar cientos de páginas de la literatura de aventuras del siglo XIX no eliminó sus sesgos racistas y colonialistas. Pero la LIJ siempre fue un campo propicio para experimentaciones de todo tipo, y esta no ha sido sino otra vuelta más de una larguísima tuerca.

 

 

Manu López Gaseni es traductor y autor de ficción. Como docente e investigador, ha sido profesor titular de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) durante más de 30 años. Sus áreas de investigación son la literatura vasca, la literatura infantil y juvenil y la traducción literaria, temas sobre los que versó su tesis doctoral. En la actualidad preside la asociación de traductores vascos, EIZIE.

 

 

 

 

1 Comentario

  1. Isabel HM

    Fantástico artículo y defensa de la capacidad crítica del lector de LIJ. ¡Lo comparto en redes, Manu!