Viernes, 29 de abril de 2022.
Que la ponente de apertura de un encuentro resulte ser la más punki dice mucho del ambiente que cundió en Gijón. María Roces, albanóloga, cuentista, repartidora de pollos, coplera de su tierra, invitadora manirrota, qué más se puede pedir. Quizá el hecho de que el presidente del momento, manchego y quijotesco como él solo, participara en la organización de uno de los primeros conciertos de Kaka de Luxe en Madrid tenga algo que ver. No lo sé, pero el caso es que hubo mucho de No Future esos días. Punki era también mi yo del futuro, del que acabé enamorada. «Estamos jodidas», me confesó en algún momento, no sé si entre copas que echaban humo o muy serias en el café de la mañana, y le dije entonces ¿qué pasa, que somos también como las actrices, que de cuarenta y cinco para arriba no nos llama ni Dios? Fue como si Julianne Moore le dijera a Jessica Chastain saborea el óscar mientras puedas… (En mis fantasías siempre soy pelirroja y gano los premios.)
Esta vez me tocó dar el callo un poquito por la causa. Lo de esconderse detrás de los mayores no cuela ya con cuarenta años y pude colaborar moderando una mesa (quién me ha visto y quién me ve) y dando unos talleres. Pero llevo ya un tiempo cuestionándome ese papel de difundidora de la palabra traductoril, de ese sí, se puede que, mientras he podido, he querido enarbolar por las aulas donde se nos dijo mucho tiempo lo contrario. Pero, con las tarifas que nos gastamos y con la situación de los autónomos del sector editorial en general, empiezan a surgir matices importantes en ese poder: olvídate si no tienes pareja o alguien con quien compartes gastos; si no cobras ni doce euros por 2100 caracteres, el mileurismo queda lejano; la gran ciudad no es ni para Martínez Soria ni para los traductores literarios; añade en comentarios los matices que se te ocurran…
Y es que ya decía en 2010 el II Libro Blanco del sector que solo un 6,8 por ciento de los traductores de la encuesta vivían en exclusiva de la traducción de libros. Yo he sido una de ellas desde hace años, y había un cierto orgullo, bastante tonto, en esa exclusividad, pero llevo un tiempo pensando que quizá me convenga diversificar, por lo que pueda pasar. Eso sí, tendría que renunciar a los ritmos tranquilos y concentrados que puedo permitirme porque los encargos no son para ayer, y también a lo que supone ser especialista en algo: ir creciendo, madurar como profesional, hacerlo cada vez mejor porque sea lo único que hago todos los días… ¡Ay, ilusa!
«Desde que hemos llegado estoy oyendo la misma conversación en distintas versiones», decía Alberto cuando un acceso repentino de sed nos hizo quedarnos atrás en el paseo literario. Nos hemos quejado, cada uno a su nivel. Yo venía ya de casa con una queja incorporada y un desiderátum: dejar de hacer libros complicados por tarifas normales y volver a traducir libros fáciles aunque sea por un euro menos la página: mi situación vital lo está pidiendo a gritos. Sí, adiós al prestigio que se te pueda pegar de esos autores, adiós a posibles derechos generados por futuros nóbeles, pero bienvenido hacerte treinta páginas al día y quedarte más a gusto que un arbusto. ¡Landscape novels! Otra iluminación en un garito poco iluminado. ¡Western Landscape novels! Me contaba Paula que ese género que traduce del alemán triunfa como la coca-cola, ¡e incluso genera derechos! ¡Ven a mí, novela paisajística!
Teresa hace traducción comercial y, poco a poco, también traducciones editoriales del polaco. Le gustaría tener más encargos de este tipo, pero le da miedo dejar a clientes de confianza. El tormento de la elección… ¿O la elección del tormento? Alberto nos cuenta que disfruta mucho dándole voz a los culebrones turcos que traduce, le permite trabajar los personajes desde la palabra. Si se mete demasiado en el papel, acaba emocionado cuando por fin la protagonista recibe una alegría entre tantas desgracias.
A veces se nos olvida que antes nuestro oficio lo hacían en muchos casos quienes podían permitírselo o quienes vivían en un monasterio. Cuántas veces no me he imaginado vestida de Madame de Traductriz y diciéndome por la mañana, con la vista perdida en un prado, ¿qué me apetece traducir hoy? Hoy me he levantado lenguaraz, ¡que me traigan unos alejandrinos!
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…, creo que alguien lo citó allí, y por eso me habrá venido ahora a la cabeza. Por eso y porque, aunque muchos estemos a pique de tirar la toalla o con la nariz torcida por tantos sinsabores, justo ahora, aunque es trabajo de años, tenemos varios rayos de esperanza bastante cegadores entre las nubes a las que estamos acostumbrados: el estatuto del artista y la transposición de la ley europea. Y toda la gente que está viniendo y que tiene que coger el testigo asociativo. He echado en falta las cabezas blancas que nos dotaban de historia y de sabiduría; ha habido en cambio muchos más pelos de colores. Times a’changing… No son para nada incompatibles, es más, el arco iris y la luz blanca son todo uno. Habrá que encontrar más puntos de encuentro entre las generaciones, poco a poco. Los tiempos de pandemia tampoco han ayudado y nos hemos ensimismado más si cabe, y eso es letal para cualquier profesión de almas solitarias como la nuestra. Pero si algo tenemos las almas solitarias son ganas de encontrarnos con otras afines, y por fin pudimos hacerlo. Se notaba la efervescencia de las cabezas, la necesidad de hablar, de compartir, y todo esto, cuidado, sin malos rollos, facciones ni malignidades varias, qué descanso. Frentes comunes, frentes no enfrentadas, frentes de frente y sin dobleces.
Hemos sabido que ha sido difícil montar las últimas juntas. El trabajo de los junteros es totalmente desinteresado, y casi que te lo tienes que poder permitir. Pero no, no se lo pueden permitir, sacan el tiempo de debajo de las piedras para hacer todo el trabajo para los más de quinientos socios, entre menos de diez personas. Por primera vez en muchos años no ha faltado dinero para hacer cosas, pero sí las manos para gastarlo. Claro, estamos todos más precarizados y quitarle tiempo al trabajo para hacer lo colectivo nos repercute más. Es fundamental que se sigan fomentando los grupos de trabajo de socios en paralelo al trabajo de la junta. Es algo que ha dado como frutos, por ejemplo, el programa de mentorías, que, según nos han contado, ya nos están copiando en otras asociaciones europeas. Que nos copien, que nos copien, ¿me copias?
En otro momento discutíamos entre bastidores sobre la conveniencia de pactar unas tarifas mínimas. Siempre está el miedo de que lo mínimo se convierta en la media, es cierto, pero yo solo sé que desde que en 2010 nos obligaran a quitar las tablas de tarifas que aparecían en la web de la asociación, las tarifas han caído muy por debajo de las horquillas que aparecían en esas tablas. Debatirse entre el clavo ardiendo o el clavo en el ataúd…
Iba también con cierta consciencia de cronista porque habían sido varios los amigos que, a pesar de ser asiduos de estos encuentros, no han podido ir en esta ocasión: la crianza ha hecho mucha mella en las filas de mi generación y habrá que esperar un tiempo para poder conciliarlo todo (valga como excepción la honrosa presencia de Carol y su pequeñín, Óscar, que se pasó todo el encuentro subiendo y bajando las escaleras del hotel como una culebrilla). Esa fue la razón para algunas ausencias, y otra fue el dinero porque para algo nos cuesta llegar a fin de mes y no todo el mundo pudo permitirse asistir.
El domingo por la mañana me entero de que hay quien ha acabado durmiendo en un coche y pienso, bien, no está todo perdido. Insisto, hay que ser un poco punki para ser traductora. Al fin y al cabo, el No Future lo que implicaba principalmente es que había que coger el presente por los cuernos, ahora o nunca: encontrarse de nuevo con los editores y negociar, en colectivo y cada uno por su cuenta (que sí, que tenemos poco margen para negociar, vale, pero hay que hacerlo); aliarse entre los jornaleros del sector editorial: maquetadores, correctoras, revisores, editoras autónomas, ilustradores, etcétera; afianzar las alianzas con Las Américas dándole más alas a Alitral; seguir encontrándonos.
A la vuelta de Gijón, me responde un editor a la negociación que teníamos entre manos; subimos la tarifa 0,5 para el próximo libro. ¡Ahí vamos! Yo le había pedido un euro más, y no es para tirar cohetes, pero para el volumen del libro casi me paga un mes de autónomos. Menos da una piedra.
Bravo por el artículo. No solo es brillante, sino que refleja a la perfección lo que se vivió para las que no estuvimos ahí. Me ha parecido oír esas conversaciones de angustia tarifaria y vital en las que habría abundado. Me he sentido reflejada en esas ausencias por razones económicas a un congreso al que antes de la pandemia tenía todo preparado para asistir porque podía. Y me he quedado con esa superación de ciertas malas costumbres del pasado, los enfrentamientos y la crítica constante (cuánto he aprendido, al menos yo, de las jóvenes colegas) y con ese horizonte colectivo hacia el que ir. Gracias, Julia.
Julia, me ha encantado tu crónica. Está tan llena de vida como el propio encuentro.
Por no reconocer que la perfección existe, pongo un pero: se te ha olvidado comentar lo bien que se portó el tiempo casi todos los días (je, je).
¡Sigue escribiendo!
Y un abrazo.