Viernes, 6 de agosto de 2021.
En la fachada hay una placa que dice: El poeta José Zorrilla murió en esta casa en 23 enero de 1893.
En lo que fue el dormitorio donde murió, en el tercer piso del número 2 de la calle de Santa Teresa de Madrid, estuvo durante años el despacho del secretario general de la Asociación Colegial de Escritores. Y nosotros estábamos en un despacho a mano izquierda, según se entraba, con lo cual nos tocaba casi siempre ir a abrir la puerta cuando llamaban al timbre. Una mesa, un ordenador, un fichero metálico y, en la pared, una foto de Esther Benítez.
Desde nuestra ventana se veía algo de la plaza de Santa Bárbara y un trocito de la calle de Fernando VI. Era una ventana un poco esquinada que daba a medias a un patio abierto. Era un piso antiguo reformado y seguramente aquello había sido la cocina o así… La otra puerta del despacho, la que no daba al pasillo-recibidor, daba a un cuarto de baño, o al menos a lo que en ese momento era un cuarto de baño, muy útil para guardar carpetas, cajas, libros, revistas y mil cosas más, además de cumplir con las funciones propias de su condición. Luego venían, por el pasillo, un par de cuartos sin ventanas, que a saber qué habrían sido. En uno estaba la fotocopiadora y un poco de todo (juraría que también un microondas); y en el otro, más bien alacena que otra cosa, los ficheros. En los ficheros podías ver, en las respectivas fichas, cómo eran de más jóvenes los socios que ya habían dejado de serlo del todo. Y, enfrente, el despacho de la secretaria del secretario, que pasaba mucho de ordenadores con lo que una alegre música de máquina de escribir eléctrica amenizaba las mañanas. Acto seguido, el pasillo desembocaba en la zona noble, amplio salón convertido en biblioteca y, a la derecha, espacioso dormitorio de Zorrilla, con dos columnas de hierro que marcaban el lugar de la alcoba donde el 23 de enero de 1893… véase el principio de esta remembranza.
Una puertecita a la izquierda de la biblioteca daba paso a cierto batiburrillo de dependencias que albergaban, en nuestros tiempos, amén de otro baño y una especie de antesala, los despachos del contable y del abogado. ¿O no había más que un despacho que usaba por la mañana el contable y algunas tardes el abogado? No estoy segura.
En la biblioteca, una mesa larga donde colocábamos las viandas, todos los meses, de eso que dimos en llamar Los martes de la Morada, que era una tertulia-merienda que tenía que caer en jueves y, si por algún motivo no podía caer en jueves, se podía trasladar a cualquier otro día de la semana siempre y cuando no fuera martes. Cada asistente tenía que traer algo, o dulce o salado. bien de confección propia, bien comprado. El té o el café se hacían en nuestro despacho donde teníamos un hervidor eléctrico y una cafetera de las recién inventadas, de cartuchos.
Lo de La Morada fue cosa de Mario Merlino. ¿No estábamos en la calle de Santa Teresa? Pues eso… ¿De qué otra forma podía llamarse aquel lugar? Y en cuanto él lo dijo nos pareció tan lógico, tan evidente (como si ya lo supiéramos de antes, de siempre, sin saber que lo sabíamos, y Mario se hubiera limitado a revelar el negativo) que, cuando en una ocasión, alguien nos preguntó: «Pero ¿qué es eso de “morada” si aquí no hay nada morado?», ni siquiera nos reímos, nos miramos sintiendo una infinita compasión por quien nos hacía esa pregunta.
Allí trabajamos, allí llegaron, en busca de información, futuros nuevos socios que luego se convirtieron en amigos, allí siguió creciendo nuestra sección autónoma, de allí fuimos tantas veces a pie por la calle Barquillo al Ministerio de Cultura, a la Dirección General del Libro, allí nacieron planes y proyectos y allí les dimos forma y los hicimos realidad. De allí, unos metros más allá, en la plaza de Santa Bárbara, salía al autocar que nos llevaba a las Jornadas de Tarazona en el mes de octubre. Y en esa plaza había un quiosco con libros de lance donde, misteriosamente, exponían a veces ejemplares de VASOS COMUNICANTES que algún socio anónimo les vendía, por lo visto. Siempre nos hemos preguntado quién…
A la derecha del portal estaba la librería Paradox, desaparecida, por desgracia, y antes de entrar mirábamos a ver si en el escaparate estaba la traducción de algún colega. Y la placa de la fachada habla de Zorrilla, pero yo digo, con Bécquer:
No digáis que se halla en otras señas
ahora la acetétera Morada.
Podrá haber otra sede, pero nunca
habrá otra Morada