Miércoles, 25 de noviembre de 2020.
Llegas temblando, ese primer día de clase. Que de hecho no es el primero, porque por algún extraño y cruel capricho del destino nunca llegas a tiempo de empezar el curso con los demás alumnos, sino una o dos semanas más tarde de la cuenta, cuando todos se conocen ya y la euforia del reencuentro posvacacional o la efímera emoción de la novedad se han esfumado.
No sabes qué ropa ponerte, ni cómo hablar, ignoras los códigos de esa ciudad, ese país e incluso ese continente, todos ellos ajenos a tu incipiente biografía. Hoy tal vez resulte un poco más fácil ser una adolescente nómada, la globalización ha hecho estragos pero también nos ha regalado señas universales que permiten franquear con toda naturalidad fronteras que antes se alzaban como altos muros de las patrias nuestras. Quién tuviera entonces algo parecido a una gorra de Billie Eilish. Pero no, en los años ochenta el país acomplejado y tímidamente europeo que era Portugal y la exuberante, bilingüe y hedonista isla de Puerto Rico compartían poco más que esa pe inicial.
A esta inseguridad personal y cultural se suma la lingüística. No hablas ni una palabra de español y apenas si chapurreas el inglés. Difícil tesitura. Cierto es que el portugués es una lengua románica y no se diferencia tanto del español, pero cualquiera que haya tenido que aprender otro idioma por el método de la inmersión a lo bruto sabe que pasa un tiempo hasta que ese galimatías inicial empieza a cobrar sentido en el cerebro y lo que era un magma inconexo de fonemas se va quebrando en islas de significado que poco a poco se unen hasta formar un continente donde echar el ancla.
Jita. Así suena tu nombre ese primer día cuando la profesora te pregunta cómo te llamas. Jita. Esa erre imposible. Nada que ver con el suave sonido velar de la erre portuguesa, similar a la francesa. Algo que requiere una considerable inversión de arrojo y aliento, dos cosas que en ese momento no te sobran, precisamente.
Y tú que pensabas que no podría haber nada peor que el instante en que, cuando por fin has dado con tu aula tras recorrer un interminable laberinto de pasillos verdes, llamas tímidamente a la puerta y te reciben treinta pares de ojos expectantes, curiosos, hambrientos. Pero Jita se lleva la palma. Tu sonrojo adquiere proporciones inauditas. Tus nuevos compañeros de clase ríen no tan disimuladamente mientras la profesora te corrige con discreción: «Bienvenida, Rrrrita, puedes tomar asiento». Ahí mismo decides dominar ese fonema maldito antes de que el día llegue a su fin. Luego vendrá esa lengua maldita.
Esa lengua maldita en la que no sabías hilvanar dos frases, cuando hasta entonces tus largas redacciones eran recibidas con sobresalientes y parabienes, se convirtió, con el paso de los años y grandes dosis de empeño, en una lengua tan tuya como aquella en la que aprendiste a balbucear las primeras palabras. Más, incluso. Hay cosas que te costaría expresar en la lengua de tu madre, otras que has olvidado (aunque muchas volverán cuando les hables a tus propios hijos), mientras que el español ha ido colonizando cada hueco libre de ambos hemisferios a través de vivencias y lecturas, encarnado en los múltiples acentos de tu recorrido vital, del caribeño sensual y cantarín al dulce rasgueo canario y la variante cosmopolita y desacomplejadamente híbrida de Barcelona. Y el sentimiento de orfandad inicial, el rencor hacia esa nueva lengua que no dominabas, fue dando paso a un amor profundo, visceral, por una lengua con la que no habías nacido pero habías decidido hacer tuya. La traición devino tracción.
Hay cosas que te costaría expresar en la lengua de tu madre, otras que has olvidado (aunque muchas volverán cuando les hables a tus propios hijos), mientras que el español ha ido colonizando cada hueco libre de ambos hemisferios a través de vivencias y lecturas, encarnado en los múltiples acentos de tu recorrido vital, del caribeño sensual y cantarín al dulce rasgueo canario y la variante cosmopolita y desacomplejadamente híbrida de Barcelona
Cuántos de nosotros, traductores, habremos pasado por ese bautismo de fuego que abre la puerta a un extraño don. Porque uno deja de ser extranjero, pero nunca deja de ser el otro. Las identidades no se intercambian sino que se acumulan, como capas, como pieles que conviven en difícil equilibrio, siempre queriendo asomar bajo la que predomina en un momento dado. Es algo que engancha, ver la realidad con otros ojos, como quien juega a enfocar y desenfocar la mirada, como cuando nos asomamos —nos abismamos, más bien— a un cuadro de Brueghel el Viejo, una de esas escenas invernales tan minuciosas y abarrotadas de detalles, personajes e historias que sin querer acabamos atrapados en ella. Una ventaja adaptativa en determinados momentos, por más que en otros impida la integración en el grupo, en esa añorada mayoría de la que nunca volveremos a formar parte, para bien o para mal. De ese, por así decirlo, ejercicio de autosuplantación de identidad emana un superpoder: la capacidad no ya de ponerse en el lugar de otro, sino de ser otro. Rendir la propia identidad a cambio de estrenar otra. Lo que viene siendo traducir.
Y es que esa perspectiva esquizoide, esa ductilidad del ego, es la forja de todo buen traductor. Parafraseando a Pessoa (genial esquizoide que no en vano se ganaba las lentejas traduciendo), podríamos decir que el traductor, como el poeta, es un fingidor; finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que en verdad siente.
Rita da Costa es traductora de libros (y de todo lo demás).