Lunes, 21 de septiembre de 2020.
Vivir entre lenguas, Sylvia Molloy, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2016. 78 páginas.
Celia Filipetto
«Ser bilingüe es hablar sabiendo que lo que se dice está siempre siendo dicho en otro lado, en muchos lados. Esta conciencia de la inherente rareza de toda comunicación, este saber que lo que se dice es desde siempre ajeno, que el hablar siempre implica insuficiencia y sobre todo doblez (siempre hay otra manera de decirlo) es característica de cualquier lenguaje pero, en la ansiedad de establecer contacto, lo olvidamos».
Este párrafo de Vivir entre lenguas de Sylvia Molloy expone, a mi modo de ver, una de las peculiaridades de la traducción: siempre hay otra manera de traducirlo y no debemos caer en la ansiedad de establecer contacto, es decir, de encontrar nuestra solución.
Sylvia Molloy, escritora y ensayista argentina, radicada en Nueva York, nos cuenta a través de treinta y cuatro textos breves lo que supone vivir entre lenguas, el castellano de su país de nacimiento, el inglés, la lengua de su familia paterna, y el francés, la lengua de su familia materna.
Mientras leo muchos de los pasajes de este libro me suena en la cabeza el bolero A mí me pasa lo mismo que a usted, y se lo canto mentalmente a la autora cuando me cuenta, por ejemplo, que si en alguna carretera de Estados Unidos ve un cartel que advierte «icy pavement», su cerebro bilingüe inglés-francés lee «ici pavement», «aquí pavimento». Esa misma experiencia la vivo en Barcelona al ver el rótulo de la tienda Zara Home, en vez de leer «home» en inglés (casa, hogar) lo leo en catalán (hombre). Por una fracción de segundo me hundo en el desconcierto porque mi cerebro no atina a entender por qué en el escaparate hay manteles, sábanas y mantas cuando debería exhibirse ropa de hombre.
Si como dice Bill Bryson en El cuerpo humano «cada neurona se interconecta con miles de otras neuronas, dando lugar a billones y billones de conexiones; hasta el punto de que hay tantas conexiones “en un solo centímetro cúbico de tejido cerebral como estrellas en la Vía Láctea”»[1], me pregunto cómo se ordenarán o desordenarán esas conexiones al producirse estos cortocircuitos del sentido.
En Vivir entre lenguas encontramos casos como el del escritor William Henry Hudson cuyas obras, escritas en inglés, se leían en traducción castellana en las escuelas argentinas como si fueran propias de un escritor autóctono, Guillermo Enrique. Tan autóctono que el traductor utiliza un castellano agauchado. O el del escritor uruguayo Jules Supervielle que escribió y habló siempre en francés y arrinconó el español hasta reducirlo a «borborygmes de langage», algo tremendo cuando buscamos el significado de «borborigmo» en español.
También encontramos respuesta a preguntas como éstas: ¿En qué términos se piensa el inmigrante y el hijo del inmigrante? ¿Por qué los inmigrantes chinos que residen en Estados Unidos hablan inglés con más soltura cuando se les muestran fotos de algún paisaje estadounidense emblemático y no uno chino? ¿Cómo dice caldera un fontanero salvadoreño que aprende el oficio en Estados Unidos y tiene una clienta de habla castellana?
Todas cuestiones de lengua y traducción que nos llevan a plantearnos, como Molloy, en qué lengua somos cuando vivimos entre lenguas.
[1] El cuerpo humano, Bill Bryson, trad. de Francisco J. Ramos Mena, RBA, Barcelona, 2020, Kindle posición 993.
Celia Filipetto ha vertido al castellano, entre otros autores, a Colin Barrett, Gilbert K. Chesterton, Elena Ferrante, Natalia Ginzburg, Ring Lardner, Jhumpa Lahiri, Nicolás Maquiavelo, Flannery O’Connor, Seumas O’Kelly, Dorothy Parker, Luigi Pirandello, Donal Ryan, Domenico Starnone, Robert L. Stevenson, James Thurber y Mark Twain. ACE Traductores le concedió el X Premio Esther Benítez de Traducción 2015 por Las deudas del cuerpo de Elena Ferrante. En 2016 su versión de La niña perdida de la misma autora obtuvo el XIX Premio Ángel Crespo de Traducción otorgado por ACEC. Su traducción de La canción del cuco de Frances Hardinge recibió el XX Premi Llibreter 2019.