Breve crónica disfuncional de un encargo de traducción, Julia Osuna

Lunes, 22 de junio de 2020.

En este artículo, Julia Osuna Aguilar nos cuenta el proceso íntimo de traducir a Bernardine Evaristo.

Amma, Yazz, Dominique, Carole, Bummi, LaTisha, Shirley, Winsome, Penelope, Megan/Morgan, Hattie, Grace… por las escaleras de mi casa iba repitiendo la retahíla de los personajes que dan nombre a cada capítulo, y luego en la cama, en esas noches de entra y sale del edredón, hasta convertirse, en los meses que pasé traduciendo el libro, en un mantra de cuna (y un combate a mente abierta contra el fantasma del Alzheimer de los cuarenta). Ya el encargo había venido envuelto de cierto secretismo, un wasap del editor diciéndome que le devolviera la llamada perdida, que era urgente. ¿Urgente? Acaban de comprar los derechos de una novela que ha ganado hace unos días un premio gordo. Siguen los habituales tira y afloja por la tarifa de urgencia y los plazos, veo el pdf, cuento las semanas reales que tienen los meses siguientes, acepto. Toda esta historia del premio, y el bombo que le van a dar, se me sube a la cabeza porque… ¿y si estuviera a punto de ascender un escalafón en el mundo editorial? ¿Y si mis traducciones se leyeran por fin? Leerse en plan bestia… Con este telón de fondo de desvaríos, me entrego a la tarea cuasi en olor de santidad. Dos semanas into the texto, y comprendo lo que me pasa, el mariposeo de barriga cuando me siento al escritorio-camilla por la mañana es la sensación de llevar todos estos años traduciendo para llegar a traducir esto —como si los cómics, los juveniles, los clásicos, las guías de viaje o las novelas negras encontraran por fin todo su sentido o expresión en esa prosa de la Evaristo—, y la impresión megalomaniaca y tolkiana de que solo yo soy capaz de traducir este bendito amasijo de voces; pero en lugar de poner freno a tamaña lisergia, la alimento durante la primera fase de escritura, que en esta ocasión necesita más rienda suelta de lo normal, porque es un texto en prosa poética; y el caso es que desde entonces el audiolibro me acompaña en la bici, en el súper, metiéndome el ritmo en las venas para luego escupir el mío en rimas internas, aliteraciones, repeticiones, preguntándome cómo se crea el ritmo; por los auriculares y retumbando en la cabeza, ríos de prosa que fluye, se remansa, cae en cascada, sus aguas cargadas con los matices de estas doce voces doce, sus énfasis y sus sentimientos, el hip-hop que escuchaba antes abriéndose paso en el repiqueteo del teclado. Hasta ahí la felicidad de la primera escritura, para ser barrida de golpe por la reescritura de picapedrero, del palabra a palabra, gota a gota de sudor, y la pura satisfacción al partir la piedra. Porque hay muchos frentes abiertos: la reproducción de un lenguaje tan actual que tiene todavía puntos de sutura de su parto en inglés, lengua naciente, que te quema en las teclas; la mezcla de dialectos de la anglofonía más negra y mi búsqueda de otros dialectos inexistentes donde puedan convivir el español y el inglés, y el África de su intersección, mis pichingleses; la utilización ideológica de la autora de un recurso tipográfico como la cursiva, y manosear hasta el final esa patata caliente, dándome tiempo para justificar mi decisión de recrear la integración de lenguas en un texto que no diga esto es raro y extranjero y esto otro no; investigar en los géneros y el lenguaje inclusivo e intentar aportar en terrenos en exploración. Y, durante todo el tiempo, y en las lecturas finales, jugar y jugar, porque la autora se lo pasa de muerte, hace lo que le da la gana, y yo juego porque me toca, y porque además la editorial me deja, que no es poca cosa. El capítulo de Megan/Morgan, sin embargo, me trae por la calle de la amargura. La protagonista se convierte en protagoniste in medias res y hay que hilar muy fino con los géneros. La editora de mesa ha pedido una lectura de sensibilidad para el capítulo, me cuenta, y yo le digo que me parece acertadísimo, mientras busco de reojo en Google de qué me está hablando, tal es mi desconexión con la realidad. Pero, si no otra cosa, soy de reconexión rápida, oficio obliga, me documento más, llega el informe de esa lectura, me viene de lujo para asentar opciones y para llamarme la atención sobre dimensiones que no había intuido. Esa inseguridad se disuelve, pero, luego, días antes de entregar, surgen otras, ¿sonará bien?, ¿se siente el ritmo, Marina?, ¿cómo ves el tema de los dialectos, se me ha ido la pinza? Una traductora atacada de adolescencia, pulso temblón y venga a hurgarse el cuero cabelludo hasta la costra. El día de la entrega por la mañana vomito un texto de diez páginas para la revisión, y entrego, bum, aleayactae’, y me quedo esperando una reafirmación desde el otro lado de la pantalla, que llega pronto, llega y llega muy bien, con el plus de una revisión en sintonía directa con mi cerebro y el de la autora. Y entonces la calma, el descanso post-tocho y su vacío correspondiente, que solo el siguiente libro es capaz de aliviar. Y, lo más importante, antes de doblar la esquina, un guiño de doce ojos distintos, Amma, Yazz, Dominique, Carole, Bummi, LaTisha, Shirley, Winsome, Penelope, Megan/Morgan, Hattie, Grace: te lo has currado (o, por lo menos, se ha intentado, apunto con sonrojo.)

* La edición y traducción en castellano de Niña, mujer, otras de Bernardine Evaristo generó a su vez otra cadena de nombres sin la que no habría sido posible: Fernando, Marina, Ártemis, Aurora, Elena.

 

Julia Osuna Aguilar (1981) compagina la traducción de libros con la traducción de libros. Como traductora y culpable, desmiembra y vuelve a recomponer a autores de literatura negra anglosajones e italianos. Traductora y payasa, le gusta más un juego de palabras que a un tonto un lápiz, sobre todo si es en una comedia británica. Mirona como ella sola, vomita todo el cine que lleva dentro en bocadillos de cómics ajenos. En ocasiones, sin embargo, quién lo diría, puede incluso tener la delicadeza de traducir algún clásico del XIX o principios del XX. En los últimos tiempos parecen perseguirla autoras de muy distinta índole, y se deja atrapar con ganas. Algunas de sus traducciones más recientes son: Mujer, niña, otras de Bernardine Evaristo, Mirarse de frente de Vivian Gornick, El secreto del olmo de Tana French, Ellas hablan de Miriam Toews, La guerra de Alan de Emmanuel Guibert o Mala pinta de Spike Milligan.