No siempre fue abril el más cruel, María Alonso Seisdedos

Lectura en el salón de madame Geoffrin (1812) de Anicet Charles Gabriel Lemonnier

Viernes 3 de abril de 2020.

En 2019, el alumnado de la Facultad de Filología y Traducción de la Universidad de Vigo me eligió madrina de su promoción. Entre patidifusa y halagada, quise hablarles de la relación entre lenguaje y pensamiento y, con ello, resaltar el valor de la opción de vida que habían elegido. Pero una y otra vez se me atrancaba de flores el discurso y acabé contándoles mi vida, porque yo también había sido una vez como ellos y ahora estaba allí, por detrás de una tribuna que me daba por el cuello y sin tacones.

María Alonso Seisdedos, 31 de mayo de 2019

El frío

Aquel invierno fue frío. El más frío desde que me alcanza la memoria. Al menos, para mí.

Me recuerdo, ante el ordenador, no sé las capas de camisetas, forros polares, calcetines, mi peso en sobrepeso, a veces hasta gorro, no se me fueran a congelar las neuronas pocas, la humedad del Miño pegada a los huesos. El tazón de agua caliente entre las manos, incapaz yo de doblegar a los dedos ateridos y desobedientes sobre el teclado, como autónomos, como inertes, como gente que yo no fuera. Frío.

Me recuerdo abriendo la puerta de casa con la sensación de entrar en una cámara frigorífica en versión peli de muuuucho miedo. El clac que la tranca indefinidamente y un estremecimiento (no solo de terror) en la espalda. Los dedos que son míos resbalaban por su acero espejado en una tentativa de huir hacia la intemperie siempre más cálida, el color de mi rostro como exangüe. Faltaban apenas colgadas las terneras en canal, los morros de cerdo risueños, el tufo ácido a corte fresco. Podría, quizá, cernirse en el silencio oscuro de la cocina un rancio olor a garbanzos o lentejas cocidos con su puñado de arroz integral (¡ay, los lindos aminoácidos esenciales!). Hambre no diré que pasase, pues era frío lo que había ―ya se ha dicho― y alguna oscuridad, iluminada, eso sí, por la relectura de los clásicos, encuadernados en símil-piel azul-nocturno y letras de falso oro viejo en el lomo.

Trabajé mucho ese invierno ―nadie lo diría―, como sembrando guisantes dispuestos a perecer en la cencellada así que el brote asomara la cabeza. Entre tanto, renegaba en voz baja, que así no gastaba (tantas) energías, y reservaba en un frasco de cristal irrompible las lágrimas para, con unas hojas de laurel robado, imaginarme un caldo de marisco. Nadie te obligó, me repetía. Y renegaba en voz baja.

Un aleteo

No hay, sin embargo, invierno que un año dure o, como dice el tópico novelesco, la noche dio paso al día. Y el día traía un arcoíris pintado. Vale, de sobra sabemos que la primavera viene cargada de alergias para quien las quiera padecer, y el verano, de sus calores, de sus sequías, de nuestros incendios. Pero, al menos, del frío ya no me podría quejar.

Seguían, y cómo no, yendo y viniendo los mensajes con documento anexo (Goián-Bruselas-Goián…), lo que viene a ser los borradores de los borradores, la enésima revisión de la revisión, con el cadáver cobrando aliento inteligible, el Maldito, el Frankenstein de las Letras Universales (aquí léase, occidentales y del alfabeto latino), poco a poco, tan despacio como pasan las noches de insomnio, apenas marcadas por el goteo porfiado e impertinente de un grifo averiado. Hasta que, por ir abreviando, ya en el corazón del otoño, llegó la hora en que hubo que despedirlo como quien manda un hijo a la vida o a la guerra, sabiendo que a partir de ese momento ya no estaría en nuestras manos alimentarlo, vestirlo, guiarlo (aquí, presta oír de fondo el aleteo de quinientas palomas y media que, en realidad, es el de las hojas de papel impreso que vomita la imprenta).

 De noviembre a noviembre

Transcurrió un año del que no me quiero acordar. Estamos de nuevo en otoño y ahora, no diré que no, puestos a meter banda sonora, convendría una fanfarria. Lo que sonó, sin embargo, fue el timbre, el típico timbre y tan estridente como se quiera de un teléfono fijo. ¡Albricias! Una amiga periodista me comunicaba que nuestro Ulises acababa de recibir el Premio Nacional a la Mejor Traducción 2014, «por haber resuelto brillantemente el desafío y complejidad que supone la amplia combinación de registros, juegos de palabras o alteraciones presentes en el original», que es una forma como otra cualquiera de resumir mil y una páginas. No creo que mienta si digo que fui corriendo a la nevera para abrir, con un sonoro ¡pop!, la botella de cava que hay que tener siempre para estas ocasiones, si bien tal vez me aproxime más a la verdad si digo que lo que hice fue beber un vaso de agua del grifo (ni siquiera gaseosa) para suavizar la garganta de tanto grito que di por dentro.

Todo esto pasó con mucha gloria y más pena, pues en los días y meses que siguieron, al final, no cambió nada o si acaso cambió a peor. Pese a los cinco mil euracos de la pro rata, la crisis lanzaba zarpazos a diestro y siniestro y la cultura dejó de cotizar en Bolsa. Los dueños del mundo se divertían empobreciendo a la población para que aprendiera a agachar la cabeza, a aceptar el mínimo por dar el máximo. Siempre había alguien que estaba en peor situación, siempre alguien más desesperado, como diría don Pedro y la resignación cristiana, alguien que comía las hierbas que yo despreciaba, alguien que ni hierbas cataba, alguien que la nada que tenía daría por las penas de las que yo gozaba. Los mileuristas eran los nuevos privilegiados. Por envidiar, se envidiaba cualquier salario, aun por debajo del mínimo, medias jornadas que eran enteras; «menos da una piedra», era el estribillo vergonzante. Los dueños del mundo se divertían mucho mucho a nuestras expensas (y aquí aconsejo un repaso a la definición del pretérito imperfecto).

Oui, c’est moi

Fue un siete de abril. Recuerdo la fecha exacta porque la he consultado en una vieja agenda antes de intentar redactar esta parte. También y por lo mismo puedo decir que sucedió hacia las doce y media de la mañana. Fue levantar el auricular, oír que me llamaban de la Casa Real y pensar que me había caído la herencia debida encima. Pero no. Estaba invitada a compartir mesa y mantel con Juan Goytisolo el día 22 de abril.

(Tendría yo algún año menos que vosotros, alguno más también, cuando leí Señas de identidad y toda la trilogía de Álvaro Mendiola, La Chanca, Paisajes después de una batalla, Makbara, Coto vedado, Las virtudes del pájaro solitario… todos y cada uno de los libros que llevaban su nombre, a medida que salían.)

Dado el sí-quiero, me informaron de que me comunicarían por escrito las normas sobre vestimenta, adelantándome (no me fuera a precipitar a encargar un vestido de noche para el mediodía) que sería «de corto», fuera aquello lo que fuera. De los cuatro jinetes del ApocaUlises solo me habían convidado a mí. Recelé al instante de que hubieran descubierto mi oscuro antepasado: la historia de una princesa india que llegó a Ferrol con carroza y tierno infante en el regazo al que enseguida hubo que buscarle apellido. ¿Y qué mejor para tal efecto que un marino mercante (aun a pesar de la rima interna)? Pero esto ya es otra historia.

La buena nueva voló. Mi hermana, claro, emocionadísima y decidida a que no la dejara quedar mal, algo que como después se vio no logró. Mis amigos, republicanísimos y feministas ellos, todos deseando que fuera y les contara qué tal la nariz de la Leti (que al parecer por entonces se había operado), cosa de la que tampoco tomé nota. En la aldea en la que vivo no faltaron los consejos de que desayunara bien en la mañana de autos, que como los banquetes de acá no se hacen acullá y, si acaso, que mirase de llevar de casa unos taperuares, llenos, para compartir (spoiler alert!): en mala hora no les hice caso.

En fin, que llegó el día, llegó la romería y allá que te fui con bonobús prestado hasta Palacio. Impecable, en mi vestido corto que en realidad era un traje de chaqueta y pantalón, de lino oscuro y tirando a largo (a diferencia de Goytisolo, yo sí osé prescindir de la corbata).

 Del paro al Palacio

En el acceso lateral, como si fuéramos gente del servicio, nos recibían sonrisas, gestos amables. Hasta los agentes de seguridad trataban a los invitados con deferencia, no como objeto de busca de artefactos explosivos, aunque en el fondo no fuéramos para ellos sino eso y la consiguiente decepción. Pasé indemne el primer control, en el que mostré, aparte de todo en el escáner, el cutre convite impreso en un folio con mi nombre coronado.

Tras aguardar en plan patán con un grupo de personas trajeadas, la mitad de ellas sospechosamente armadas de cámaras fotográficas, el jefe de protocolo me rescató del despiste y me exhortó a seguir bajo los soportales. Y rodeando el Patio de Armas, no me fuera a dar el sol, por indicaciones estrictas de un guardia civil, alcancé al fin la entrada palaciega. Allí desenfundé dni e invitación ante un individuo de paisano, también todo deshecho en sonrisas. De soslayo aun vi como uno de los guardias reales dirigía saludo militar a un hombre vestido ad hoc, esto es, «caballeros: traje oscuro», que pasaba ligero y devolviendo saludo civil y más civilizada sonrisa. Éramos todos muy felices. Éramos los elegidos, oh yeah!

Apenas traspasé el umbral me sentí como en la canción, espatarrada («unha perna téñocha eiquí outra no teu tella-ado…» ♪♪♪…), con un pie en la opulencia y el otro en el desempleo. Entrar en Palacio era levantar mucho la cabeza para admirar paredes y techos y tratar a un tiempo de no hundirme en las alfombras que amortiguaban hasta el taconeo más castañolero. No pude evitar recordar al tatarabuelo que no recuerdo y que subía esas mismas escaleras una vez al año. Pero eso, ya se ha dicho, es otra historia.

 Loa a la élite de los alabarderos

Lo que más impresionaba, con todo, no eran las alfombras, los tapices, las lámparas, los mármoles, los frescos, sino los seres humanos que, inmóviles, contribuían al decorado, desprovistos por contrato de sensibilidad, convertidos en tridimensionales planos tricolores aferrados a un arma inútil. Bonitos quedaban, vaya si quedaban. Sálvenos la poesía de sus cuerpos yertos que contrarrestaba la sombría reconcentración de las figuras, apostadas también en cada esquina, de los agentes de la policía secreta, a los que solo les faltaba un periódico medio ocultándoles el rostro.

 El aperitivo

Heme aquí en el salón de Columnas, una copa en una mano y el minibolso con el imprescindible material-de-supervivencia-en-palacios (dni, pañuelo de encaje, bonobús) en la otra. A ver cómo me las arreglo para atacar a los canapés porque no hay dónde poner nada y una no nació con ocho brazos como las diosas orientales. Por suerte, no tardo en pegar la hebra con otra premiadanacional que no está tan perdida como yo y además sabe horrores de arte e historia, y distraídamente esperamos a que nos llamen para la siguiente fase.

 El saludo

Viendo un vídeo cualquiera de estos actos, parecería que está reproducido a cámara rápida. Qué va. Es tal cual, que somos ciento y la madre y no es cosa de que además de la mano nos den las uvas. Aquí por mucho que una quiera, no se puede inventar gran cosa. Zas-sonrisa, sonrisa-zas, flash, y siguiente, por favor. ¡Como para fijarme en la nariz!

 Menú

Siguiente, por favor, decíamos, que va siendo hora de comer. Almuerzo, lo llaman, como si nos fueran a dar unos huevos con chorizo para que continuásemos con las labores del campo. Recuerdo cuando mi madre decidió que ella a más de diez personas no invitaba. En esta casa no hay ese problema. La mesa es larga como las de las pelis medievales y para encontrar el lugar que a cada uno corresponde tenemos, aparte de la tarjeta individual con plano incluido, un despliegue de ujieres que nos llevan casi por el aire y nos depositan ante una copa de cava y una silla desde la que malamente llego con los pies al suelo. Mira tú, un antiguo ministro a un lado y al otro todo un novísimo escritor. Ya sé quién me dará conversación. Estamos en el y-qué-hace-un-chico-como-tú-en-un-sitio-como-este, cuando, de pronto y como en misa, todos en pie, cual fichas de dominó rebobinadas. Han llegado sus (de sí mismas) majestades. Discurso, brindis y trago. Y otra vez a sentarse. Ahora sí. Enseguida vienen las verdinas estofadas con almejas y rape. O eso dice el menú. Y esto no lo dice el menú, bien cargadas de sal. Uno de esos momentos en la vida de una filóloga en el que lamenta no tener a mano el san Corominas para indagar en el origen de palabra comensal. Viene luego una merluza a la brasa que ya vivió tiempos mejores. Huy, pensaréis vosotros, aquí la crítica gastronómica que se alimenta de garbanzos a palo seco… Y ni os quito ni os doy la razón. El plato ha quedado limpio, que nunca se sabe cuando volveré a comer caliente… lo de caliente es un decir. El postre, mousse de yogur, aquí sí, notable. Y todavía estaba relamiendo la cucharilla, cuando, otra vez, todos en pie. Es lo que tienen las agendas apretadas.

―¿Es que no dan café en este sitio? ―clamó a mi lado el novísimo escritor.

 Los corrillos

Pues sí, daban café. Solo faltaba eso. De pie en un saloncito (!) contiguo. El arte, en estas aglomeraciones (¡mi reino por un café!), es evitar que alguien te dé un mínimo toque en un brazo que mande el antedicho, involuntariamente, a la alfombra. ¡¿Vosotros sabéis lo que (nos) cuesta limpiar las alfombras de palacio?! Sería preferible que no hubiera tanta transparencia, estimados contribuyentes, la ignorancia siempre nos hace más felices. Cuando noté el golpe, aguanté la respiración; la tacita, por aquello de la transmisión de ondas, repiqueteó sobre el platillo y… Firmeza en el pulso. Aplausos a mi alrededor. El café y yo sobrevivimos al espanto del ridículo en un salón abarrotado. Yo, mejor dicho, porque al oscuro bebedizo no le daría segundas oportunidades así me escaldara el gaznate. Suerte la mía que estaba templado.

 Y fin (último)

Cuando lo vi, de espaldas, a solas, atravesar el salón de Columnas de camino a la salida, cobré conciencia de que una parte de lo que soy ―de las razones por las que estaba allí― se construyó sobre las lecturas de lo que él escribió. Tragué saliva y lo abordé.

―Gracias, Juan ―le dije.

Él me acercó la oreja como pidiendo que se lo repitiera. Se lo repetí.

―Gracias, Juan.

Y hui escalinata abajo donde me esperaba un enjambre de cámaras, fotógrafos y periodistas. Bueno, no, no era a mí. Era a Boris Izaguirre.

 

María Alonso Seisdedos (1961) es traductora y correctora a partes iguales y con la misma pasión. Se licenció en Filosofía y Letras (División de Filología, Sección Filología Hispánica) por la UAB (1984) y en Filología (Sección Filología Gallego-Portuguesa) por la USC (1988). En 1986 se inició en los misterios de la traducción de audiovisuales para doblaje y subtitulación, labor que compaginó con la corrección ortotipográfica y de estilo para diversas editoriales. El sueño de acceder a la traducción literaria se le cumplió en 2009, con O museo da inocencia (Masumiyet müzesi), de Orhan Pamuk, en colaboración con Bartuk Aykan, que fue reconocida con el premio de la Asociación de Escritores en Lingua Galega a la Mejor Traducción de ese año. Desde entonces se ha enfrentado a diversas obras de literatura para adultos y de infantil y juvenil. Por la versión gallega de Ulises de James Joyce, recibió, junto a sus colegas Eva Almazán, Antón Vialle y Xavier Queipo, los premios a la Mejor Traducción de 2013 de Fervenzas Literarias, el Lois Tobío de Traducción de la Asociación Galega de Editores, el Irmandade do Libro de la Federación de Librerías de Galicia, y el de la AELG a la Mejor Traducción de 2013, además del Premio Nacional a Mejor Traducción 2014 que otorga el Ministerio de Cultura, Educación y Deporte. En 2018 recibió el premio Xela Arias que otorga la AGPTI por su trayectoria  profesional.

Traduce de alemán, catalán, francés, inglés, italiano y portugués a gallego y castellano. Y de mayor quiere ser bióloga.