Traducir para leer y leer para traducir. Un paseo por la obra de cinco escritoras (Jean Rhys, Elizabeth Barrett, Elizabeth von Arnim, Alice Munro y Virginia Woolf), Dolors Udina (y II)

Lunes 27 de enero de 2020.

(Continuación de este artículo)

Una de las escritoras de quien he traducido más libros es Alice Munro, autora de una decena de libros de cuentos, de los cuales he traducido los cinco que se han publicado en catalán: Too Much Happiness (en 2010), Hate, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage (en 2011), Dear Life (en 2013), Dance of the Happy Shades (publicado en 2014, después de que le concedieran el Nobel) y The Beggar Maid (publicado hace unos meses, con el título de ¿Qui et penses que ets?), que podría considerarse una novela porque el personaje principal sale en todos los cuentos.

Munro nació en 1931, en plena depresión, en una zona de Ontario especialmente pobre y en el seno de una familia de clase trabajadora: el padre emprendió varios negocios sin mucho éxito; la madre era maestra de escuela. En 1950 publicó su primer cuento y la consagración como escritora le llegó con Dance of the Happy Shades, su primer libro. En este primer libro hay un cuento (marcadamente autobiográfico) titulado «Chicos y chicas» donde explica que de pequeña le gustaba mucho ayudar a su padre en las faenas del campo y con los animales. Durante todo el relato cuenta con entusiasmo lo que hace en el campo y el orgullo que siente cuando su padre la felicita por trabajar como un chico.  En un momento dado, se escapa una yegua y el padre le dice que corra a cerrar la barrera del terreno. Ella obedece pero, justo cuando llega a la puerta, en lugar de cerrarla para impedir que se escape, por alguna razón que no controla, la abre de par en par para que el animal huya. A la hora de cenar, su hermano la acusa delante del padre de haberlo hecho expresamente.

–¿Por qué lo has hecho? [le pregunta su padre].
No contesté. Dejé el tenedor, con la cabeza gacha, esperando que me expulsasen de la mesa. Pero no me expulsaron. […]
—Bueno, da igual —dijo su padre con resignación, incluso de buen humor. Dijo las palabras que me absolvían y me excluían para siempre—: Es una chica.
No protesté, ni siquiera dentro de mi corazón. A lo mejor tenía razón.

En los más de cien cuentos («short stories» bastante largas) que ha escrito Alice Munro puede seguirse la evolución de la figura femenina a lo largo del siglo xx en la sociedad canadiense que retrata. En la mayoría de ellos, los personajes son mujeres; mujeres que intentan rebelarse contra un pasado insidioso que siempre acaba aflorando a la superficie, mujeres resignadas que se adaptan a las circunstancias que les ha tocado vivir y, sobre todo, personajes desasosegados con una vida que podríamos considerar normal y que en un instante se agrieta y hace que todo zozobre. A partir de una anécdota, de un momento más o menos importante, Alice Munro va tirando del hilo del personaje, avanzando y retrocediendo, nunca de una manera evidente, para presentar momentos del personaje que al final conforman toda una vida. Nunca juzga, solo describe, como si quisiera dejar claro que dentro de cada ser humano hay un tesoro peligroso. Cuando empieza un cuento, no parece que tenga un plan trazado; más bien parece que vaya siguiendo la intuición o el instinto. En su manera de explicar el mundo, los acontecimientos raramente tienen razones previas, simplemente pasan, de pronto e inexplicablemente.

Esta manera de narrar desconcierta un poco a la hora de traducir. Empieza el relato en un lugar inesperado, una circunstancia cualquiera. Momentos o descripciones que parecen triviales, cuando acabas el cuento se revelan trascendentales en el conjunto de la historia del personaje. En un solo párrafo, la autora retrocede unos años para explicar un detalle, vuelve al presente un instante, pero inmediatamente se remonta unas décadas atrás o se avanza en el tiempo. Parece que vea la vida como piezas separadas que no acaban de encajar nunca. Y así es como escribe: piezas, trozos, de esta vida desencajada y extraña. Y lo curioso es que cuando lo lees (en inglés, o en la versión traducida si has sido capaz de alcanzar un nivel parecido al de la autora), el estilo parece de una sencillez apabullante, como si hubiese ido contando la historia tal como se le ocurría.

En la entrevista que le hicieron a raíz de la concesión del Nobel en 2013 (que ocupó el lugar del discurso que suelen hacer todos los premiados puesto que no pudo asistir a la entrega del premio por motivos de salud), el entrevistador le preguntó si cuando empezó a escribir era feminista. La respuesta fue: «De joven nunca había oído la palabra “feminismo”, pero es evidente que lo era, porque de hecho vivía en una parte de Canadá donde escribir era más fácil para las mujeres que para los hombres. Los grandes escritores, los importantes, eran hombres, pero seguramente, saber que una mujer escribía cuentos la desacreditaba menos que si quien lo hacía era un hombre. Escribir no era una ocupación propia de hombres.» Sigue la entrevista diciendo que siempre ha sido tan consciente de ser mujer que no le ha hecho falta declararse feminista. Dice: «Cuando empezaba a escribir, nunca se me ocurrió que fuera importante remarcar que lo hacía desde una perspectiva de mujer, pero tampoco se me ocurrió pensar nunca que fuera algo más que una mujer. Cuando llegabas a la adolescencia, entonces sí que te dabas cuenta de que el papel de la mujer era ayudar al hombre a conseguir sus objetivos y todo eso, pero cuando yo era pequeña no tenía un sentimiento de inferioridad por el hecho de ser mujer. Tal vez fuera porque vivía en una parte de Ontario donde quienes leían y contaban historias eran las mujeres, mientras que los hombres siempre estaban fuera de casa haciendo cosas importantes y no les interesaban en absoluto las historias.»

En Dear Life, el último libro que ha escrito Alice Munro y que se publicó justo antes de recibir el Nobel, hay cuatro relatos que, como dice ella, «son las primeras y las últimas palabras que diré sobre mi vida». La manera como se presenta, con un análisis tan implacable de su comportamiento en determinadas situaciones, me hizo entender que en sus cuentos no intentaba ser despiadada y cruel sino que su manera de observar el mundo es a partir de las disonancias. En los primeros cuentos que traduje (y, por tanto, que leí) me preguntaba a menudo por qué contaba cosas tan sórdidas, me parecía ver en sus cuentos cierta perversidad gratuita. Después de ver cómo hablaba de sí misma (aparte de constatar cuántos aspectos autobiográficos hay en todos sus cuentos), entendí que lo que quería exponer, lo que le interesaba de los seres humanos, no es cómo se presentan a los demás sino la profundidad de la grieta que los diferencia, lo hondo de la herida que los hace como son. No plantea lo que escribe por pura escabrosidad, sino que es su manera genuina de entender el mundo y que la ha convertido en lo que se califica de «escritora de culto».

Gracias a sus «confesiones», abordé la traducción del último libro (The Beggar Maid, escrito en 1991) con una mentalidad diferente y constaté, como otras veces, lo importante que es saber lo máximo posible de un autor a la hora de traducir. No es que te ayude en la traducción de cada frase concreta o párrafo en particular (sigue siendo igual de complicado reescribir lo que dice), pero sí que permite reproducir su voz con más convencimiento.

 

La última autora de quien quiero hablar, la que me ha hecho pensar con más profundidad en lo que hacemos cuando traducimos y la que más me ha hecho disfrutar del trabajo es Virginia Woolf. En 2012, cuando recibí el encargo de traducir Mrs Dalloway, sólo había leído Orlando y Flush. Me propuse leerla entera antes de empezar la traducción, pero tras leer casi cien páginas, viendo lo que me costaba entrar y que la responsabilidad de tener que traducirla me impedía gozar de la lectura, decidí lanzarme a traducirla para ver qué entendía. Me costó comprender la estructura y el objetivo de la novela, pero ya de entrada me deslumbró la visión poética de personas y cosas y la genialidad con que Virginia Woolf describe y mezcla detalles triviales de la vida cotidiana con pensamientos profundos.

No voy a extenderme en el argumento de la obra, que creo que conoce todo el mundo. La novela transcurre en un día del mes de junio de 1923 en que Clarissa Dalloway, una mujer de clase alta londinense, hace los preparativos para la fiesta que celebrará por la noche en su casa. Con el contrapunto de las campanadas del Big Ben y Londres como escenario, la protagonista reflexiona sobre la vida y rememora con intensidad cada instante vivido en el pasado que lleva al momento presente.

Ante muchas páginas de Mrs Dalloway, el lector (y el traductor, claro) tiene la misma sensación que ante un poema: conoce todas las palabras, puede entrever el sentido y, a pesar de todo, le parece imposible decirlo con otras palabras, traducirlo. A lo máximo que puede aspirar es a decir «casi lo mismo», y que este casi llegue a ser tan reducido como sea posible.

Mi traducción de La senyora Dalloway era una nueva traducción al catalán de la obra. La primera se había publicado en 1930 (sólo cuatro años después del original) en traducción de César August Jordana. Fue una de las primeras en Europa, sólo después de la alemana y la francesa). La traducción de Jordana, que leí de arriba abajo después de terminar la mía, se lee bien, sobre todo teniendo en cuenta que en los años 30 no se sabía el lugar que ocuparía Virginia Woolf en el canon literario mundial y no era imaginable que se llegasen a hacer tantos estudios y a llenar tantas páginas analizando vida y obra de la autora inglesa.

Es importante tener en cuenta que V. Woolf subvierte los límites establecidos de la narrativa y piensa que la tarea del escritor es ir más allá de la «vía formal de la frase» y demostrar cómo la gente «siente, piensa o sueña…». Como Joyce un poco antes, Woolf introduce la llamada «stream of consciousness» (flujo de conciencia/monólogo interior), una técnica a la cual los lectores actuales ya estamos acostumbrados, pero que era inédita cuando Jordana tradujo Mrs Dalloway. Encontré una crítica minuciosa de la traducción de Jordana hecha por una profesora de la UB, Jacqueline Hurtley, que analizaba todos los puntos en que Jordana se había alejado de la idea de lo que los ingleses llaman modernismo y lo acusaba de adoptar «el papel de guía, aparentemente deseoso de que el lector no se pierda y sepa quién es quién». Por la misma naturaleza del texto, la unidad del cual no se basa en el discurso del narrador sino en un discurso indirecto formado por los procesos mentales de los personajes que lo integran, en el original hay muchos momentos de confusión con los pronombres, sólo medio aclarados por un he o un she. No siempre es posible traducir un he o un she por un simple «ella» y, en este caso, Jordana ponía el nombre del personaje, perdiendo de esta manera (dice Hurtley) «la intimidad y la inmediatez del proceso mental del personaje». Es evidente que para los traductores posteriores estas críticas son muy aleccionadoras y te ayudan a comprender el estilo del texto original, pero no deja de ser injusto valorar en los años noventa, con los conocimientos procedentes de cientos de estudios de la obra a lo largo del siglo, una traducción de los años treinta.

Algo que me pareció muy interesante de esta traducción fue consultar varias ediciones en italiano, francés y castellano. Aparte de la sorprendente diferencia entre versiones, es muy enriquecedor ver como resuelve la misma frase cada traductor para ampliar el campo semántico y calibrar cuál se acerca más a la manera como quieres expresarlo. Cuando haces esto, las horas pasan muy de prisa y el plazo de entrega de la traducción se acerca cada vez más peligrosamente, pero es un ejercicio que te permite ir mucho más al fondo de cada frase y de cada palabra. Mrs Dalloway es un libro tan bueno, tan genial, que no te queda más remedio que dialogar con él y sopesar (o cuestionar) el valor de cada palabra para conseguir la versión más ajustada.

Después de este recorrido por la vida y la obra de estas cinco autoras, creo que puede decirse que todas hablan esencialmente del papel de la mujer en el mundo y, en sus textos, puedo reconocer gran parte de mi propia experiencia y diría que de todas las mujeres. Tal vez sea una señal de la mejora del papel de la mujer en el mundo que, cuanto más moderna es la autora de las cinco que hemos visto, menos necesidad parece tener de afirmar su lugar en el mundo. Es verdad que tanto Elizabeth Barrett como Elizabeth von Arnim eran mujeres de clase alta: Elizabeth Barrett buscaba a través de la poesía y la escritura cuál era el camino de la mujer que quería ser artista en una sociedad patriarcal; Elizabeth von Arnim, una mujer de vida poco convencional, se esforzaba por ver la parte positiva y agradable de la existencia y, con sarcasmo, escribía la vida; Jean Rhys, que aseguraba que siempre hablaba de sí misma en las novelas, expone la indefensión de una mujer desarraigada decidida a escribir en la convulsa Europa de principios del siglo xx, mientras que Alice Munro no tiene que hacer más que un ejercicio de observación de la resignación, la angustia, la felicidad y el dolor de los demás y de ella misma para ofrecer a sus lectores unas obras donde se reflejan todos nuestros mundos.

Soy consciente de que, a la hora de traducir, cambia un poco la perspectiva que adopta un traductor (una traductora, de hecho): mientras que al traducir una obra de la misma época que la nuestra (como en el caso de Alice Munro) hacemos de espejo de nuestros tiempos, cuando traducimos obras de siglos pasados, nuestro papel es el de actores de la historia de la literatura. Es habitual decir que los traductores hacemos de puente entre culturas; yo diría que también hacemos de puente entre épocas y siglos.

En una mesa redonda del Festival de Edimburgo de 2017, la escritora escocesa Ali Smith dijo que «un libro no está completo hasta que se hace una traducción de él» y hay un poema de Emily Dickinson que me parece que viene a decir lo mismo de una manera más poética:

A word is dead / When it is said, Some say. / I say it just / Begins to live / that day.

Una palabra muere / una vez dicha, / dicen algunos. / Yo digo que sólo / ese día / empieza a vivir.

 

 

Dolors Udina es traductora literaria y profesora asociada de traducción de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB desde 1998. Ha traducido al catalán obras de novelistas como Jean Rhys, Virginia Woolf, Alice Munro, J. M. Coetzee, Toni Morrison, Raymond Carver, Nadine Gordimer, R. R. Tolkien y Jane Austen; ensayistas como Aldous Huxley, Isaiah Berlin, E. H. Gombrich, E. M. Forster y Carl Sagan; y poetas como Elizabeth Barrett Browning y Robert Creeley. En 2009 recibió el Premio Esther Benítez de Traducción por Home lent, de J. M. Coetzee, y en 2014 el Premio Crítica Serra d’Or por la traducción de La senyora Dalloway de Virginia Woolf. Ha publicado artículos sobre literatura y traducción en La VanguardiaEl PaísDiario de MallorcaTransversalVasos ComunicantesQuaderns de Traducció y Reduccions. En 2017 recibió el Premi Ciutat de Barcelona de Traducció en Llengua Catalana por la traducción de The Devils of Loudun, de Aldous Huxley (Adesiara) y en 2018, la Cruz de Sant Jordi de la Generalitat. En 2019 fue galardonada con el Premio Nacional a la Obra de un Traductor que concede el Ministerio de Cultura y Deporte por su trayectoria como traductora de lengua inglesa al catalán y castellano.