Novelas con traductor: el traductor como personaje literario, Daniel Najmías, Gemma Rovira, María Teresa Gallego, Mariano Antolín Rato y Andrés Ehrenhaus

       Viernes 17 de enero de 2020.

Transcipción de la mesa redonda que tuvo lugar en LÍBER 2007, publicada en VASOS COMUNICANTES 40, otoño de 2008.

       DANIEL NAJMÍAS: Antes de que en la lista  de distribución de ACE Traductores comenzáramos a hacer una relación de «Novelas con traductores» (luego se añadieron los «cuentos con traductores»), cuya normalización tenemos que agradecer a Núria Viver, me había topado con una interesante reflexión sobre el trabajo de los intérpretes simultáneos (más exactamente, las intérpretes) mientras traducía Willenbrock, de Christoph Hein (Anagrama, 2002), una novela que pinta un gran fresco social de la Alemania posterior a la caída del Muro. La reflexión se inserta en la descripción de la fiesta organizada con ocasión de la inauguración de la boutique de la esposa del protagonista, un ingeniero de la ex RDA convertido ahora en próspero concesionario de coches usados. Mientras por la tienda van desfilando los personajes más variopintos, el protagonista observa a todos con curiosidad hasta que se fija en tres señoras. Cito un párrafo del libro:

Las tres mujeres que se encontraban de pie junto a la mesa habían dejado de mirarlo y conversaban. Hablaban las tres al mismo tiempo; en todo caso, ésa fue la impresión que le causaron. [Willenbrock] Se preguntó cómo podían hablar así, todas a la vez, y escuchar todo, o parte, de lo que las otras tenían que decir. El detalle lo divirtió, y en cierto modo también lo fascinó; era un don especialmente impresionante que, según su experiencia, sólo tenían las mujeres: un talento para la simultaneidad, aptitud para abreviar de tal modo la sucesión de frases, que el antes y el después parecían quedar abolidos. Recordó a las intérpretes que alguna que otra vez había visto por televisión, cuando en un debate, o con ocasión de una visita de Estado, era necesario recurrir a la traducción simultánea; en esos casos él nunca escuchaba al que en realidad hablaba, no le interesaba lo que el personaje importante tenía que decir; antes bien, era la intérprete el objeto de su atención, centrada por completo en ella, en su capacidad de traducir algo que oía por primera vez en ese preciso momento y cuyo sentido no podía captar hasta que la frase original se terminaba de enunciar, pero que ella ya trasladaba a otra lengua antes de oír la frase hasta el final y antes de comprender plenamente su sentido, preocupada, además, por terminar su propia frase de manera tal que se correspondiera exactamente con el sentido, por fin terminado de expresar, del enunciado que tenía que traducir, y a la vez respetara las exigencias de la lengua a la que traducía, tarea que muy probablemente la obligaba a incorporar, no sin atrevimiento, todas las modificaciones imprevistas que de manera natural iban apareciendo mientras el orador hablaba. Y mientras  la intérprete completaba su propia frase con sentido, debía, puesto que los invitados extranjeros apenas hacían una pausa, captar simultáneamente las siguientes palabras del hablante y almacenarlas en algún rincón de la memoria para traducirlas segundos después a la otra lengua. A Willenbrock le había llamado la atención que casi siempre fueran mujeres las que hacían este trabajo, y siempre en segundo plano, pasando prácticamente inadvertidas. Por un momento pensó en pedirles a las tres mujeres que tradujeran a otra lengua que conocieran, y en lo posible, de manera simultánea, la conversación que tan animadamente mantenían interrumpiéndose unas a otras. No dudó de que serían capaces de hacerlo.

Es una reflexión que me parece interesante. Y también hay que ver cómo está redactada; esa frase casi interminable tiene su porqué y, al mismo tiempo, se enmarca en la vida de este personaje, que ve a las mujeres con una mentalidad bastante machista que se va desplegando a lo largo de la novela.  Poco después traduje, en el verano de 2003, durante aquella horrorosa ola de calor, una novela que tenía que entregar precisamente el 31 de julio, antes de las vacaciones de agosto, en la que la protagonista mata a su marido, que la había engañado con una refugiada croata en Londres, una chica a la que ella había dado clases de inglés y luego acogido solidarizándose con la situación de los refugiados de la ex Yugoslavia y que…, bueno, la historia termina mal. Ella es profesora y traductora; es profesora de lengua, de literatura inglesa y traductora. Una vez en la cárcel, no se acobarda, sino que sigue buscando contratos de traducción, quizá para hacer más breve su condena; puede que sea un detalle anecdótico, pero me gustaría rescatar un par de frases del narrador, un detective privado que ella había contratado para que le siguiera la pista al marido. El asunto de la traducción «entre rejas» es absolutamente secundario dentro del argumento general, pero he buscado las partes en que aparecen las referencias a esa actividad de traductora. En efecto, la reclusa consigue un contrato  para traducir una biografía de Eugenia de Montijo. Hay ciertos paralelismos con la situación de la protagonista porque, si no recuerdo mal, Napoleón III, el marido de Eugenia, está enterrado en Londres, no muy lejos de donde vive nuestro personaje; otro paralelismo sería que Eugenia de Montijo murió casi cuarenta años después que su marido, lo sobrevive, igual que esta asesina que, aunque presa, sobrevivirá al difunto. Las referencias se encuentran en alusiones o reflexiones muy breves. Por ejemplo, «Una historia y un asesinato a puñaladas siempre es bueno; un par de cuchilladas limpias, un cuchillo de cocina… Ella, profesora universitaria y traductora; lo suyo era la palabra, pero fue y cogió un cuchillo.» [Risas del público.] Más adelante le dice al detective, que se ha convertido ya en su amigo: «Además de dar clases, traduzco: me han encargado un libro para traducir, del francés, sobre la emperatriz Eugenia», y él dice:

Puede que pusiera cara de estar absolutamente perplejo… Una de las cosas que me han llamado la atención es que fue [Eugenia de Montijo] emperatriz durante veinte años, pero el emperador murió y ella vivió otros cincuenta. Murió a los noventa y cuatro, como si hubiera tenido dos vidas, una como emperatriz y otra suya propia.

Y, por último, una frase de la novela, aunque quizá habría que ver por qué este detective privado que, en el fondo, es un pringadillo, un ex policía que se ha quedado sin trabajo, dice: «Hubo algún problema aparte del desafortunado retraso; tenía un contrato con un editor. Renunció a todo otro trabajo remunerado; es un empleo nada rentable, y era necesario que alguien lo supiera; la persona que tradujo este libro es una asesina.» Punto y aparte. Y luego, cito textualmente: «Traductores, gente en la sombra, gente que se queda a medio camino». ¿Se trata de una reflexión —triste, sin duda alguna— de alguien que sólo tiene referencias externas de la realidad de nuestra profesión? Lo dejó aquí, muchas gracias.

GEMMA ROVIRA: El libro que me ha hecho estar aquí hoy es Oxígeno de Andrew Miller, que es la  tercera novela que traduje de este autor. Su primera novela se titula El insensible y es un libro que me atrapó muchísimo. El siguiente es El ocaso de un seductor, con el que no disfruté tanto. Y Oxígeno también me gustó muchísimo. Para empezar, el título mismo de la novela, Oxígeno, es el título de una obra de teatro de un autor húngaro que el protagonista está traduciendo del francés al inglés, de modo que, ya de entrada, el título de la novela alude a la traducción. En la novela hay tres personajes principales: dos hermanos y su madre, que está en la fase terminal de su enfermedad. La madre se está muriendo y los hermanos se reúnen para acompañarla en sus últimos días de vida. Y precisamente el hecho de que el protagonista sea traductor permite introducir a un personaje totalmente ajeno a ese grupo, Laszlo Lazar, el autor húngaro. Curiosamente se establece un paralelismo y un antagonismo entre el traductor y el autor de la obra. Todos los personajes están viviendo, de un modo u otro, un fracaso: la madre se está muriendo; el hijo mayor se marchó años atrás a vivir a Estados Unidos, donde aparentemente ha triunfado como actor, pero en realidad está en las últimas profesionalmente; su matrimonio también ha fracasando, tiene una hija problemática, y él es alcohólico y cocainómano. En teoría está bien considerado dentro de la familia: es el hermano que más éxito ha tenido en la vida, pero él sabe perfectamente que está acabado. El hermano menor, que es el que vive en Inglaterra, había sido profesor de instituto. Un día le entró pánico y abandonó a sus alumnos a la hora de comer y a partir de entonces empezó a traducir. La figura del traductor  ya podéis imaginar cómo está descrita: es un segundón, un muerto de hambre.

Eso te hace pensar ¿no? Lo describen como el perdedor — cuando su hermano mayor, al que él  tiene idealizado, en realidad también es un perdedor–; se siente un perdedor porque el trabajo que desempeña se considera una cosa nimia. Hablan del hijo inútil, le llaman el pobrecillo….La madre se queja de que tiene treinta y seis años y todavía no se viste como una persona normal, sino que va vestido como un estudiante. Se pone a trabajar, pero bueno… ¿eso es trabajar? Nadie considera que esté trabajando. Entonces  le llega el  contrato de esa traducción, de un autor que, en su época de estudiante, había participado en la revolución contra la invasión rusa en el año 56. El autor ahora reside en París, pero se lo considera un destacado dirigente de la revolución del 56 y tiene  un aura como de intelectual… Pero, en realidad, lo que no se sabe es que, cuando se estaba haciendo aquella revolución, él también fracasó, porque un día en que participaba en una acción de estudiantes, le encargaron vigilar un desplazamiento que iba a haber. Le pusieron una ametralladora en las manos y cuando apareció la policía persiguiendo a sus amigos –y uno de ellos era su amante, para más inri– fue incapaz de disparar. Mataron a su amigo y él pasa veinte o treinta años sufriendo por el sentimiento de culpabilidad. Así pues, el traductor lo tiene por un héroe y, en realidad, sus situaciones son comparables  porque el traductor también está sufriendo por no poder salvar a su madre. Al final de la novela, el autor húngaro recibe la llamada de unos kosovares que dirigen la resistencia contra los serbios, y como él es una figura destacada, reclaman su ayuda: sencillamente le piden que haga de correo y lleve una maleta de París a Budapest, con dinero para comprar armas. El húngaro lo ve como una oportunidad de redención para reparar aquello que no pudo hacer treinta años atrás. Y el  traductor se impregna del aura del intelectual húngaro y hay un momento en que dice: «Ahora con Lazar a mi lado ya no seré un don nadie.». Al final de la novela, el autor húngaro salva a un amigo que está a punto de suicidarse, y así consigue la redención. Y el traductor,  que no puede salvar a su madre, que se encuentra en un estado de degradación tremendo, decide darle una cápsula para que se suicide. Al final la salva matándola.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Es decir, por ahora tenemos a dos traductores que han matado… Han matado pero están en las sombras, no viven su vida plenamente.

        GEMMA ROVIRA: Lo más interesante son las relaciones que se establecen ante la obra que se está traduciendo. También existe cierto paralelismo en la obra con la situación de unos mineros que están atrapados en una mina hasta que, al final, cuando ya parece que han renunciado a luchar y que van a morir asfixiados, uno de ellos tiene un último arranque y logra salvarlos a todos cavando con un pico.

          ANDRÉS EHRENHAUS: Ah, yo pensé que iba a decir: «¡Soy traductor! Venid conmigo.» [Risas del público.]

         GEMMA ROVIRA También se plantea el tema de las relaciones entre el autor y su traductor. En el libro se habla mucho de la soledad del traductor, de sus problemas cotidianos, de los problemas que tiene con la luz para trabajar, de la vista, de que le duele la cabeza, de sus problemas para concentrarse, del método de trabajo; de la lengua, de cómo escucha la música de las palabras… Pero habla también de la relación del autor con el traductor, que trabaja con una biografía del autor encima de la mesa; de los contactos que mantienen …

         ANDRÉS EHRENHAUS: Bueno, pues ahora Maite va a abordar el tema del…

         MARÍA TERESA GALLEGO: ¿Voy a bordar o a abordar?

         ANDRÉS EHRENHAUS: Bordar, bordar…

         MARÍA TERESA GALLEGO: Vale, vale.

         ANDRÉS EHRENHAUS: …el tema del traductor asesino.

         MARÍA TERESA GALLEGO: La racha sigue. El traductor de este libro que tenemos aquí, y que deberíamos presentar los dos porque además lo hemos traducido los dos…

         ANDRÉS EHRENHAUS: No sólo los dos.

         MARÍA TERESA GALLEGO: No, no sólo los dos, pero somos dos de los que tradujeron el libro. Aquí no es que alguien mate a su marido porque la engaña, ni que no salve a un guerrillero, sino que mata de forma consciente, deliberada, premeditada, cuidada y esmerada… a los autores. A los autores a los que traduce, pero no traduce. El libro se llama Los negros del traductor y es de Claude Bleton, que es también traductor. Ésta fue su primera novela, creo que la escribió en 2003, y fue un boom; es un traductor excelente, muy conocido en Francia, que además dirigió durante muchos años la Casa del Traductor de Arles, el Collège de Traducteurs de Arles; bueno, que  está hecho todo un traductor…

          MARIANO ANTOLÍN RATO: Ha traducido a muchos españoles.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Sí, a españoles y latinoamericanos.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Además, es traductor hasta la última fibra en su forma de pensar. Hasta tal punto que en este libro la protagonista es la traducción. Este libro es muy divertido y se lee de un tirón;  pero hay que releerlo y ponerse a pensar en lo que realmente dice Bleton. La anécdota, que es muy ingeniosa, en el fondo es una reflexión bastante profunda –y bastante pesimista, diría yo, pero, en todo caso, muy seria– sobre la traducción.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Sobre todo sobre la traducción francesa.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Sí, sobre el mundo literario en Francia, que es muy peculiar. Sobre cómo traducen los franceses, que no traducen igual que los españoles. Pero es un libro para leer dos veces; primero hay que divertirse leyendo, y luego, si eres traductor sobre todo, tienes que leértelo otra vez y empezar a sacar de ahí el meollo, que tiene mucho.

         El libro está escrito por un traductor, el protagonista es un traductor y la protagonista real del libro es la traducción. Y está traducido por cuatro traductores, lo cual quiere decir que está muy justificado que aparezca en esta mesa. Tenemos a un traductor, un traductor francés, que descubre que los libros que traduce no son de su confianza, que los autores no siempre dicen lo que deberían decir, y por otra parte son lentos, tardan en entregar el libro a la editorial… En fin, que son unos tíos muy plastas, con lo cual él descubre que lo que realmente hay que hacer, y lo que hace, es escribir la traducción, y entonces, una vez que está hecha y publicada, se la envía al autor y le dice: «Escribe este libro que he traducido». Y, además, claro,  le dice: «Ah, y no te vayas por las ramas que la traducción es ésta y tú no puedes alejarte mucho la traducción, un respeto». Los autores al principio entran en el juego porque la traducción ya se ha publicado en Francia y está teniendo muchísimo éxito, con lo cual está bastante asegurado que el libro que luego saquen ellos en España sea un libro de mucho éxito. Pero llega un momento en que empiezan a mosquearse un poco porque el traductor es exigente: «Oye, este párrafo que has puesto no es así en el libro que yo traduje», y empiezan a rebelarse y a amenazarlo con desvelar el engaño. Entonces, cada vez que uno se le insubordina, el traductor lo mata; no solamente le viene bien matarlo porque así ya no lo delata, sino que encima con la muerte del autor  —que siempre sucede de forma trágica, camuflada en una muerte accidental: se ahoga, tiene un accidente de coche— se habla mucho del brillante autor tan prometedor que acaba de morir tan trágicamente, y la traducción empieza a venderse mucho más, con lo cual todo son ventajas. Hasta que al final su mujer, que es muy pija y tiene mucho dinero, descubre el embolado y se destapa todo, de modo que  él queda  desacreditado y lo pierde todo;  y ahí acaba el libro, que es el relato de su vida que le hace  a una mendiga debajo de un puente del Sena cuando ya es un vagabundo, piojoso, con su morral al hombro y medio borracho. Para mí es un libro… no digo que vaya a ser la obra máxima de la literatura francesa, pero es un libro que está muy bien. Me gustó mucho, me parece muy ingenioso, muy inteligente, y me parece una muy buena reflexión sobre la traducción.

Al editor español, cuando compró los derechos de este libro, se le ocurrió la idea de que tenía que estar traducido por varias manos para que fuera una traducción que pareciera hecha por negros, pues el título lo justificaba. Es decir, que quiso ponerlo en las manos de varios traductores y sacar una traducción así como a retazos, como una colcha de esas de patchwork, para acentuar el tono un poco anómalo y esperpéntico del libro.

Los miembros del equipo de traductores nos lanzamos  y tan bien lo hicimos que el editor se espantó y se arrepintió y dijo: «¿Adónde vais? ¡Este remiendo, jamás en la vida! Es que no lo va a entender nadie.»

En realidad, había sido  un experimento in vitro  que estaba muy bien para traductores, pero para la mayoría de gente no habría funcionado, con lo cual lo rehicimos, lo limamos, lo planchamos un poco. Tal como quedó, una persona que sepa leer –y que sea traductora además, a ser posible— puede ir siguiendo las corrientes de cada mano a través del libro, porque las hay. Lo que pasa es que están un poco difuminadas para que también el lector de a pie pueda leer el libro todo seguido sin ir diciendo: «No entiendo nada… de repente en la página veinticinco dice esto de una manera y en la página ochenta y ocho lo dice de otra».  Fue una traducción a cuatro manos.

         DANIEL NAJMÍAS: Ocho.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Perdón, a ocho manos, claro. Ocho manos que hicieron cuatro posibles formas de traducir,  insistiendo en los tics, insistiendo no en lo bueno sino en lo malo; intentamos insistir en los defectos del traductor, para que se viera que…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Eso es lo que no le gustó al editor.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Sí, claro. Pues dicho lo cual, ahora que ya he hablado de este libro tan curioso y que me gustó mucho traducir aunque nos diera muchos disgustos… le pasó la palabra a Mariano.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Mariano va a hablar de su novela con traductor que se llama No se hable más y que ganó el premio Villa de Madrid en la edición 2006.

          MARIANO ANTOLÍN RATO: Para la mayoría de los lectores, los traductores somos seres absolutamente invisibles; yo, de hecho, he escrito alguna vez al respecto diciendo: «El traductor como hombre invisible» —podría poner mujer también, pero la película es El hombre invisible—. Mi opinión es que el traductor tiene que ser invisible en una obra. El traductor tiene que estar presente, sin duda, en la portadilla, y si está en cubierta mejor que mejor, pero creo que después de eso debe desaparecer. Alguien me acusó de que debía de querer que el traductor fuese como la virgen María, que pasase por el texto sin romperse ni mancharse, pero el hecho concreto es que yo creo que el traductor no debe dejar su impronta, puesto que, aunque es inevitable que la deje, el lector compra el libro por el autor, no por el traductor; lamento decirlo pero es así. Eso por una parte; por otra parte, en las conversaciones normales, se dice del traductor: Traduttore, traditore. Los traductores son unos traidores. Hay gente que dice que el oficio de traductor es el más antiguo del  mundo…

         ANDRÉS EHRENHAUS: ¿No era otro el oficio más antiguo del mundo?

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Dicen que no, que es el de traductor. Después hay escritores dados a pronunciar opiniones contundentes: por ejemplo Borges, que asegura siempre que toda traducción es un fracaso. Lo que pasa es que el traductor debe procurar que sea un fracaso hermoso. Y también hay gente, como sería Ortega, por ejemplo –o el mismo Cervantes–, que dice que es una pena que existan los traductores.

A mí siempre me ha parecido que un personaje que es traidor, que se dedica a un oficio más antiguo que el de las putas, que es un fracasado, que es un tipo que está de sobra, por obligación tiene que resultar un personaje interesante —desde luego a mí me lo resulta, qué le vamos a hacer—, y por supuesto digno de novelas, digno de ser protagonista de una novela. En estos últimos años, un novelista español que a mí me gusta bastante, que se llama Javier Marías, que también es traductor, en algunas de sus novelas introduce traductores e intérpretes simultáneos, y cuenta la famosa anécdota del traductor simultáneo de Franco. No sé si es una historia de ésas a las que se llama leyenda urbana (yo prefiero llamarla «Historia inmortal», una película antigua de Orson Welles trataba de eso). Pues se contaba por ahí que el traductor no podía decirle exactamente a Franco lo que se estaba diciendo, para que no se alterase; es decir,  la traducción normalmente se censuraba de entrada. Hay un momento muy gracioso en una novela de Javier Marías donde pasa esto. Yo, que he sido también intérprete simultáneo en Naciones Unidas, una temporada, sé lo que es realmente seguir una conversación que de pronto no entiendes, y tienes que continuar constantemente y estás mirando a la gente para ver si se ha enterado alguien de la barbaridad que acabas de traducir. Pero claro, no puedes rectificar. Me imagino lo horroroso que debe de ser, además, tener que simultáneamente censurarte. Imagino que cuando decía alguien algo así como: «España no es igual que Francia», le dirían a Franco: «España es un país estupendo y usted lo dirige con mano de hierro y es centinela de Occidente». Una de las historias que circulaban entre los intérpretes contaba que durante un gran conflicto entre España y Marruecos con relación a las millas donde podían pescar los pescadores el traductor había traducido en las conversaciones en vez de millas marinas, millas terrestres, que son distintas. De tal modo que todos entendían que tenían razón; es decir, unos decían que eran 1.800 metros y los otros, 1.600, que son el equivalente, pero en realidad fue un error del traductor: tenían los dos razón y además consta en acta.

Tengo que hablar de mi novela… porque el protagonista es un traductor; de hecho, la novela tiene un subtítulo que es Novela sobre jardines, traducciones y otros vicios solitarios. En esta novela, el traductor, que se llama García —he elegido García porque me parecía el nombre más neutro aquí—, es un señor que se dedica a traducir en España y, aparte de los problemas que tiene con novias amantes y mujeres, etcétera, cuenta los problemas del traductor, es decir, los problemas con los contratos, los derechos, que no le llegan los talones… Creo que está bastante bien retratado. Y no sólo el traductor español, porque en Alemania les ha parecido que retrataba a los traductores en general. El hecho concreto es que acabo de terminar una novela  y me apetecía retomar a este personaje, de García. También a otro,  que se llama Rafael Lobo, que es un escritor, que ya había salido en una novela mía, Abril Blues, y en otra que se llama Botas de cuero español, , y era un personaje que a mucha gente le parecía… en fin, agradable, y a petición del públic lo vuelvo a sacar;  en realidad el público eran cuatro que llamaron diciendo «sáquelo usted otra vez», pero en fin, para mí fue suficiente esa petición. Esta nueva novela, que se va a llamar Lobo viejo, trata de la relación entre el traductor García y el escritor Lobo. Naturalmente, el problema es que al principio hay un momento en que están a punto de matarse y al final no les queda más remedio que firmar una alianza.

         ANDRÉS EHRENHAUS: O sea que no mata, pero matará. El traductor matará.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: No, no, ni piensa.

         ANDRÉS EHRENHAUS: En la tercera matará.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: He decidido que no habrá tercera.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Tú no puedes decidir, lo decidirá él o el público.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Eso lo dirás tú. Mientras lleve mi nombre la cubierta,  ahí decido yo.

         DANIEL NAJMÍAS: Se me había escapado, ahora que salieron estos detalles, que el señor Willenbrock, el que hace esas reflexiones sobre los intérpretes simultáneos, termina matando.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Matando… No, no, yo no soy tan violento y jamás pienso que se maten. De todas maneras,  pienso que es interesante que el personaje sea un traductor. Utilizo, me he dado cuenta después, el mundo de la traducción pura y simplemente de modo parecido a cómo, por ejemplo, con todos los respetos, Joseph Conrad hace con el mar. Conrad decía que sus novelas trataban de pasiones, decepciones y orgullos humanos, y que si se desarrollaban en el mar era porque constituía el medio que mejor conocía. En este caso, si yo utilizo la traducción es porque realmente me la conozco muy bien; uno ya tiene más años de los que quiere recordar. Fíjate: yo la primera traducción la hice en 1973 y creo que llevo casi doscientas novelas y ensayos traducidos. La primera que hice fue una barbaridad por lo extensa y el estilo. Se trataba de The Making of Americans,  que aquí se llamó aquí Ser americanos, y por cierto salió en la cubierta una errata. Pusieron “Gertrud” en vez de Gertrude Stein, su autora. Yo ya. sabía inglés, naturalmente, pero aprendí a traducir con esa novela, que tenía dos mil páginas y no la había querido traducir nadie —me enteré después—, por eso me la dieron, porque era un chaval indocumentado que llegó un día y quería traducir. Entonces vivía en Londres y sobrevivía porque había llegado a un acuerdo con la editorial según el cual yo tenía que mandar un número de páginas semanales —no me acuerdo de cuántas—. Me pagaban por página… unas setenta pesetas por página, y me mandaban un talón todas las semanas. El problema fue que al final me encontré con la novela terminada y con siete meses de correcciones en los cuales no cobré nada. Lo recuerdo con horror.

Y, para terminar, quiero decir que mucha gente me acusa –bueno, eso dicen los críticos– de que mis novelas son muy autobiográficas. Y quisiera añadir como defensa que en una novela hasta lo que es verdad es ficción, porque es novela. Y nada más.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Muchas gracias. Sí, sí, yo creo que hay que repetirlo casi cada vez.

         MARIANO ANTOLÍN: Sí, es la manía de la autobiografía. Si quisiese que el personaje fuese yo en vez de García, ya lo llamaría Mariano Antolín, no me importaría nada, que yo no tengo vida privada que defender ni nada.

ANDRÉS EHRENHAUS: Sí, sí, no existe la novela autobiográfica…

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Existen memorias.

         ANDRÉS EHRENHAUS: No sé si alguien quiere preguntar…

         PÚBLICO: Mariano, ¿puedes decir el nombre del autor argentino…?

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Se llama Salvador Benesdra, la novela se llama El traductor,  y se publicó creo que en el año 1998; la edición es de La Flor, y no sé si circulará todavía porque fue una edición pagada por sus amigos, según creo… como él se había suicidado, le pasó un poco como a aquel Toole, el de La conjura de los necios, que  tuvo éxito después de suicidarse. Hombre, éste no fue tan masivo como el de Toole. pero…

         ANDRÉS EHRENHAUS: El traductor ni siquiera tuvo éxito.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Estuve buscándolo y las referencias de prensa eran muy buenas, por eso me apeteció tanto leerla.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Existe otra novela de otro argentino que se llama La traducción.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: De Santis.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Sí, Pablo de Santis.

         MARIANO ANTOLÍN: Sí, de esa a mí me han hablado muy bien, pero tampoco la he leído. yo creo incluso que salió una reseña en Vasos Comunicantes. Como estos que hay aquí son traductores, yo les cito insistentemente Vasos Comunicantes, que yo leo, y ellos me consta que no la leen, aunque la editan, lo que no tiene perdón de Dios. Porque hay muchas cosas que salen en Vasos Comunicantes, sale casi todo… y entre esas cosas había una crítica de De Santis.

         ANDRÉS EHRENHAUS: ¿Que no la leemos?

         DANIEL NAJMÍAS: Si, quería decir que en la lista de novelas con traductores, en esta lista que ya es tan larga, está el famoso cuento de Cortázar… bueno, Cortázar también fue traductor de por vida, la traducción tiene en su obra un papel continuo. Y luego está el cuento de Las babas del diablo, etcétera. Y no me gustaría terminar sin recomendarles otra vez la lectura de «El traductor cleptómano», un cuento formidable del húngaro Deszö Kostolány, en que el protagonista es un traductor húngaro. Se publicó en la revista Lateral y todavía se puede encontrar en Internet. Cuenta una historia fascinante de cómo un traductor va robando trozos de una novela y objetos hasta que acaba prácticamente en nada. Y se me había quedado en el tintero…

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Cuenta los detalles… Había tres árboles y él ponía dos, y era eso lo que robaba.

         DANIEL NAJMÍAS: Sobre todo diamantes y anillos, que desaparecían.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Robaba cosas valiosas.

         MARÍA TERESA GALLEGO: En el texto original había diamantes, y luego en el texto traducido aparecía bisutería.

         DANIEL NAJMÍAS: O nada, o nada. Antes he hablado de la reflexión del detective privado, cuando dice eso de cómo no va estar entre rejas si los traductores son gente en la sombra. Pero de algún modo la traducción la ha mantenido, a la presa que traduce desde su celda, y la ha ayudado a sobrellevar su condena.

         ANDRÉS EHRENHAUS: En este sentido son muy paralelos los libros que tradujisteis Gemma y tú, porque también al protagonista o al personaje traductor de Gemma lo salva estar en el medio, ser un fracasado que flota cuando a los demás puede que el peso de su éxito los hunda.

         GEMMA ROVIRA: Claro, claro, él sobrevive en el fracaso. Me he olvidado de contar un detalle que me hizo mucha gracia, y es que hay un momento en que la madre, pocos días antes de morir, tiene una de sus crisis y de repente empieza a decir cosas que no tienen sentido —tiene un tumor cerebral—, y otro día amanece hablando en francés. Todos le preguntan al médico: «Doctor, esto del idioma ¿durará mucho?» «No, no ya se le pasará.». «Bueno, de todas maneras estamos salvados porque tenemos un traductor.» Me hizo gracia porque mi abuela hizo eso mismo. Mi abuela murió a los noventa y nueve años, y el año antes de morir amaneció un día hablando en francés y llamando…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Pero ¿sabía francés?

         GEMMA ROVIRA: Es que nadie sabía que mi abuela supiera francés. Mi abuela, en el colegio…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Eso existe, lo de hablar en lenguas…

         GEMMA ROVIRA: Las mujeres que se turnaban para cuidarla llamaron asustadísimas a mi padre: «Es que… es que habla en francés», le dijo una  de ellas, que se llamaba Rosa y a la que, de pronto, y mi abuela  llamaba Fleur. Y estuvo tiempo hablando en francés.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Escribe una novela, Gemma.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Yo quería reseñar una cosa: en este país, en España, durante mucho tiempo hubo muchos escritores influidos por Faulkner que no sabían inglés. Estaban influidos por las transgresiones de Faulkner pero lo conocían a través de las traducciones. En realidad –y es una cosa de la que ya he hablado antes, y, además, he estado en alguna mesa redonda y todo el mundo me acaba dando la razón—, se trata de la importancia que tuvieron en el estilo de los escritores españoles las traducciones. Primero, cuando teníamos que leer las argentinas –por eso yo me rebelo cuando ahora, en Argentina o en México, dicen que las traducciones las españolizamos—. Para nosotros, entonces, era normal encontrarse mucama, piolín, pollera… era como hablaban los personajes de… yo que sé, de Henry Miller, que leía uno entonces… Y tenías que acabar preguntando a la gente porque no te enterabas de lo que era.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Piolín es un cordel.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Cuando la gente dice «es que yo tengo influencias de los beat» –sí, muchos jóvenes vienen y te dicen eso–, tendría que contestarles: “Pues mira, por lo pronto tendrás influencia de los beat por mí, que los he traducido.” Aunque seamos hombres invisibles, el papel realmente existe.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Iba a decir: ¿hay algún traductor en la sala? Digo que si hay algún traductor de novela con traductor en la sala, éste es el momento de que cuente su versión. ¿Alguien ha traducido alguna novela con…? Yo estaba pensando justamente en lo que decías, Dani, de que a partir del 2003, quizá un poco antes, hubo un boom de novela con traductor. Yo creo que tiene que ver con que muchos de los autores son traductores.

         DANIEL NAJMÍAS: Y también películas.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Y películas, pero sobre todo novela o cuento con traductor, porque lo que hacen es lo que dices que ha hecho Conrad y lo que has hecho tú, Mariano:  situar la acción allí donde uno más cómodo se siente.

MARIANO ANTOLÍN RATO: Además, ten en cuenta las no sé cuántas facultades de traducción que hay en España;  pero son muchas. Hay un PÚBLICO para la novela de traductor que no existía antes. Pues supongo que eso anima al editor a publicarlo, no sólo a que se escriban, porque uno de los problemas es que piense el editor que eso se pueda vender, claro…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Sí, sí, claro, evidentemente. Alguien te tiene que publicar.

         DANIEL NAJMÍAS: En cierto modo se da también el fenómeno de que ahora es más normal conocer a un traductor, tener uno en la familia. El misterio se pierde y cobra vida literaria, que de alguna manera es el reconocimiento de una existencia real. La literatura reconoce la existencia del traductor.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Y con la cantidad de libros que se editan, realmente ahora hay muchos traductores.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Yo no sé si os pasa a los que trabajáis delante de la familia: muchas veces, cuando mis hijos eran más pequeños, les preguntaban qué querían ser de mayores, y decían: “yo, traductor como mi padre, porque no hace nada. Se pasa el día en casa, no hace nada y algo debe ganar, o sea que…”

         MARÍA TERESA GALLEGO: Pues debías de hacerlo muy mal porque mi hija también decía «traductora» pero con mucho orgullo, con la cabeza muy alta y convencida de que era un trabajo muy duro, así que…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Pero es porque tú le dijiste algo.

         MARÍA TERESA GALLEGO: No, yo no, yo no. Es que tú debes de traducir indolentemente… [risas].

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Ah, pues yo tengo una versión totalmente distinta. Mi hija siempre decía: “Qué horrible lo que hace mi padre, eso de traducir o de escribir, porque no sale nunca de casa. Yo quiero ser como mi madre que se marcha a las nueve y vuelve a la hora que sea, y en cambió él está encerrado todo el día en su cuarto como un idiota, aburriéndose.” Siempre lo ha dicho, y naturalmente no es traductora.

         GEMMA ROVIRA: A mi hija  también hace poco le preguntaron: «¿Qué es lo que menos te gusta de tu madre?» Y contestó: «Que está todo el día en el ordenador.» «Bueno, y entonces ¿qué consejo le das?» «Que no trabaje tanto.»

         ANDRÉS EHRENHAUS: Claro, porque ahora el ordenador empieza a ser una herramienta. Antes era una cosa más lúdica, te veían delante de la pantalla y decían: qué chollo.

         DANIEL NAJMÍAS: La señora de la limpieza en realidad lo que piensa es: «Aquí la que trabaja soy yo» [risas].

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Yo a veces no puedo por la rapidez, pero al final necesito imprimir las traducciones y corregirlas sobre el papel. Al final necesito imprimirlo y verlo ahí; sino, no me parece que está terminado.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Es que además no es lo mismo la visión en pantalla que en papel, es que son diferentes…

         PÚBLICO: Una pregunta para vosotros que habéis visto toda esta lista de obras…Veo que los traductores matan autores, matan madres, roban. Pero lo que no he visto, no sé si es una cuestión de autocensura, o de supervivencia.  Pero ¿no hay traductores que maten editores?

         MARÍA TERESA GALLEGO: No.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Ya llegará.

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Que yo sepa, no.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Es que así sería torpísimo, tendrías un móvil.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Eso iba a decir, y además es el que le paga, oye. Yo no quiero matarlo, no quiero que me pague mal, pero no quiero matarlo.

         ANDRÉS EHRENHAUS: Claro, al primero que irían a buscar es al traductor.

         MARIANO ANTOLÍN: Se quedaría sin trabajo. Sería matar a la mano que te da de comer. El traductor suicida se llamaría esa novela. Yo de todas maneras creí que lo que ibas a echar de menos es la relación entre los traductores, porque algún traductor me ha criticado de mi novela que trato todos los temas de traductores menos ese. Y es absolutamente falso porque hay un momento en que lo comento, en que García comenta que le hacen una crítica en una revista especializada de sus traducciones, y él dice: porque habitualmente nos ningunean. Pero cuando vienen los compañeros, lo que hacen es darte puñaladas, porque claro, el compañero, el traductor, es el que va a mirárselo más, y joder, va a ver qué metedura de pata. Siempre criticas muchísimo internamente, y además con razón, porque, vamos, supongo que todo el mundo lo reconocerá; yo cometo un error por página de traducción por lo menos, y entonces cuando uno lo lee desde fuera dice:  «Joder, vaya metedura de pata, qué mal traduce». Normalmente la conversación con los traductores sería: «Vaya mierda que has hecho en ese libro».

         MARÍA TERESA GALLEGO: Vaya, pues mi experiencia es otra, ya ves.

         ANDRÉS EHRENHAUS: O sea, te aplauden.

         MARÍA TERESA GALLEGO: No, no, no. No es eso. Evidentemente, cada cual tiene su caso y forma de ser, pero esas puñaladas traperas que se dan muchas veces en el mundo del escritor, yo nunca las he visto… bueno, a lo mejor sí existen en el mundo del traductor, pero yo nunca las he visto, yo nunca he visto a un traductor envidiarle a otro la traducción que ha hecho. Puede a lo mejor opinar que no es muy buena, puede haber encontrado un error, pero esa especie de inquina, de envidia…

         ANDRÉS EHRENHAUS: No tenemos tanto que ganar.

         MARÍA TERESA GALLEGO: No, no sé, pero a mí no se me ha ocurrido envidiarle a un colega la traducción que ha hecho, ni nunca he visto a nadie que lo haga… Quizá me muevo en un mundo muy pequeño…

         MARIANO ANTOLÍN RATO: Cuando estaba en el consejo de redacción de Vasos Comunicantes en una de las reuniones salió a relucir por qué no hacer crítica de la traducción; me acuerdo de que yo y otra persona hablábamos de hacerla, pero es que tienes que meterte con la gente. Si haces crítica seria de la traducción vas a tener que meterte con la gente, y yo creo que es mejor…

         ANDRÉS EHRENHAUS: Bueno, hay otra posibilidad, que es hacer crítica de tu traducción.

MARIANO ANTOLÍN RATO: Eso es aburridísimo, para lo poco que te pagan, encima tener que ocuparte de eso, de leerla.

         DANIEL NAJMÍAS: No, es que yo en ese sentido coincido con Javier Marías cuando  dijo: si ejerces una profesión, no ejerzas la crítica de esa profesión. Si traduces, traduces; si quieres ser crítico de traducciones tienes que tener otra profesión.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Pero de la tuya propia, ¿por qué no?

         DANIEL NAJMÍAS: Es que … si los novelistas critican las novelas de otros novelistas.

         MARÍA TERESA GALLEGO: Porque son rivales, claro.

         DANIEL NAJMÍAS: Novelista y crítico literario.

        MARIANO ANTOLÍN RATO: Normalmente lo que hacen no puede llamarse crítica, es ensalzamiento; lo del compañero normalmente lo ponen bien, ése es el problema.