Segundo premio del II Premio Complutense de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra»

23 de diciembre de 2019.

Con el siguiente texto, Beatriz de la Fuente Marina obtuvo el segundo premio en la segunda convocatoria del Premio de Traducción Universitaria Valentín García Yebra en los Premios Complutenses de Traducción 2018.
El texto original se puede consultar en este enlace.

COMIENZA EL LIBRO DE LAS FÁBULAS Y ENIGMAS DE MOSÉN GIOVAN FRANCESCO STRAPAROLA DA CARAVAGGIO, INTITULADO LAS NOCHES PLACENTERAS

(…)

NOCHE IX. FÁBULA IV

El padre Papiro Schizza, que presume de gran sabio, es un dechado de ignorancia; y con su ignorancia se burla del hijo de un campesino, el cual, para vengarse, le quema la casa y todo lo que dentro se halla.

VICENZA:

—Si nosotras, amables damas, quisiéramos, con oportuna diligencia, investigar cuán grande es el número de necios e ignorantes, muy presto nos percataríamos de que es infinito; y si allende quisiéramos conocer los defectos que se derivan de la ignorancia, habría que partir de la experiencia, maestra de todas las cosas, y ella, como dilecta madre, todo nos lo ha de mostrar. Y para que no queden las estacas sin tocinos, como se dice vulgarmente, os digo que de ella, entre otros vicios, nace uno que es la soberbia, principio de todos los males y raíz de todo error humano; y ello porque la persona ignorante presume saber lo que no sabe, y quiere aparentar lo que no es: así le acaeció al cura de una aldea, el cual, aunque se las daba de letrado, era el mayor ignorante que jamás la naturaleza creó. Y engañado por su falsa sapiencia, perdió su hacienda y hasta casi la vida. A través del presente cuento, que quizás ya habéis oído, lo entenderéis plenamente.

Os digo pues que, en el territorio de Brescia, ciudad asaz rica, noble y populosa, hubo no ha mucho un cura llamado Papiro Schizza, que era rector de la iglesia de la aldea de Bedicuollo, no muy distante de la ciudad. Este, y en ello se cifraba su ignorancia, se las daba de literato y aparentaba con todo el mundo ser un gran sabio; y los del pueblo se holgaban mucho de su trato, lo honraban y lo consideraban de gran doctrina. Acaeció que, debiéndose celebrar el día de San Macario una devota y solemne procesión en Brescia, el obispo dio a todos los clérigos, tanto de la ciudad como del campo, la orden expresa de que, so pena de cinco ducados, acudieran cum cappis et coctis a venerar la solemne festividad, tal como correspondía a un santo tan devoto. El nuncio del obispo, llegando a la aldea de Bedicuollo, encontró al padre Papiro y le dio la orden de parte de monseñor el obispo: que, so pena de cinco ducados, la mañana del día de San Macario se encontrara a tiempo en Brescia, en la iglesia catedral, cum cappis et coctis, con el objeto de celebrar la solemne festividad con el resto de los clérigos.

Ido que fue el nuncio, mosén padre Papiro comenzó a pensar y repensar entre sí qué querría decir que acudiese a tal solemnidad cum cappis et coctis. Y corriendo de acá para allá por la casa, rumiaba con la doctrina y sapiencia suyas si por ventura podría llegar a comprender las palabras antedichas. Agora, pensando largamente sobre esto, le vino a la mente que cappis et coctis no podía significar otra cosa que capones cocidos. De donde, conformándose con su bestial inteligencia, sin el consejo de ningún otro, cogió dos pares de capones, y de los mejores, y ordenó a la criada que los cocinase con esmero. Llegada la mañana siguiente, el padre Papiro montó su caballo al despuntar la aurora y, haciéndose dar en un plato los capones cocidos, los llevó a Brescia; y presentándose ante monseñor el obispo, le dio los capones cocidos, diciendo que su nuncio le había ordenado que viniese a celebrar la fiesta de San Macario cum cappis et coctis, y para cumplir con su deber había llegado portando los capones cocidos. El obispo, que era prudente y astuto, viendo los capones gordos y bien asados, se mordió los labios y se abstuvo de dar una gran risotada; después con rostro jocoso aceptó los capones y le rindió mil gratis. El padre Papiro, oyendo las palabras del obispo, por su testarudez no las comprendió, sino que para sí pensó que el obispo le pedía mil haces de leña. Por lo cual el ignorantón, arrojándose a los pies del obispo, de hinojos le dijo:

—Monseñor mío, os ruego por el amor que tenéis a Dios, y por el respeto que yo os tengo, que no queráis imponerme semejante gravamen, puesto que la aldea es pobre, y mil gratis es una carga demasiado grande para un lugar tan menesteroso; contentaos con quinientos, que yo os los enviaré con grandísimo gusto.

El obispo, pese a ser sagaz y astuto, no comprendió lo que quería decir el padre; y con tal de no parecer, como él, ignorante, no contradijo su voluntad. El padre, acabada la festividad, y con la licencia y bendición del obispo, tornó a casa. Y llegando a casa, buscó los carros e hizo cargar la leña; y la mañana siguiente mandó presentarlos al obispo. El obispo, viendo la leña y comprendiendo quién era el comisionario, se alegró asaz y se holgó de recibirla. Y de esta manera el mostrenco, persistiendo en su ignorancia, para su deshonor y daño perdió los capones y la leña.

Acaeció, no muchos días después, que en la antedicha aldea de Bedicuollo se encontraba un campesino, de nombre Gianotto, el cual, aun no sabiendo leer ni escribir por ser rústico aldeano, amaba no menos a los virtuosos, hasta el punto de que por mor de ellos se habría hecho siervo en cadenas. Este tenía un hijo muy aparente, que daba buenas muestras de que llegaría a ser letrado y docto, cuyo nombre era Pirino. Gianotto, que amaba profundamente a Pirino, decidió mandarlo a estudiar a Padua, sin que le faltase cosa ninguna de las que convienen a un estudioso; y así lo hizo. Pasado cierto tiempo, el hijo, asaz instruido en el arte de la gramática, tornó a casa, no para quedarse, sino para visitar a sus deudos y amigos. Gianotto, ávido del honor del hijo y queriendo saber si progresaba en el estudio, decidió convidar a los deudos y amigos y prepararle un buen almuerzo, y rogar a mosén padre Papiro que en su presencia lo examinase, con el fin de que vieran si perdía el tiempo en vano. Llegado el día del convite, todos los deudos y amigos, según la orden dada, acudieron a casa de Gianotto; y dada la bendición por mosén el cura, todos, según su rango, se sentaron a la mesa. Acabado el almuerzo y levantados los manteles, Gianotto se puso en pie y dijo:

—Mosén, me gustaría, siempre que sea de vuestro agrado, que examinarais a mi hijo Pirino, para ver si saca provecho o no.

A lo cual mosén padre Pariro respondió:

—Gianotto, compadre mío, esto es poca cosa para lo que estaría dispuesto a hacer por vos, así que lo que agora me pedís es cosa mínima para mi suficiencia.

Y volviendo el rostro hacia Pirino, que estaba sentado enfrente, dijo así:

—Pirino, hijo mío, estamos todos aquí reunidos con un mismo fin, y deseamos honrarte, y queremos saber si has aprovechado bien el tiempo de estudio en Padua. Por lo cual, para satisfacción de Gianotto tu padre y para contento de esta honorable compaña, someteremos algún tanto a examen las cosas que has aprendido en Padua; y si sales airoso, tal como esperamos, darás a tu padre y a los amigos y a mí no pequeña consolación. Así que dime, Pirino, hijo mío, ¿cómo se llama en latín al cura?

Pirino, que estaba perfectamente instruido en las reglas gramaticales, respondió valerosamente:

Praesbyter.

Papiro, oyendo la presta y pronta respuesta que Pirino le dio, dijo:

—¿Cómo praesbyter, hijo mío? Yerras de largo.

Pero Pirino, que sabía que estaba en lo cierto, afirmaba audazmente que aquello que había respondido era verdad; y lo probaba con muchas autoridades. Persistiendo uno y otro en gran disputa, y no queriendo el padre Papiro ceder ante la inteligencia del joven, se volvió hacia aquellos que estaban sentados a la mesa, y dijo:

—Decidme, hermanos e hijos míos: cuando entrada la noche se presenta algún asunto que sea de importancia, como de confesión, de comunión o de otro sacramento necesario para la salvación del alma, ¿no mandáis llamar de inmediato al cura?

—Sí.

—¿Y qué es lo primero que hacéis? ¿No llamáis a la puerta?

—Por supuesto que sí.

—¿Y no decís luego: presto, presto, mosén, levantaos y venid presto a dar los sacramentos a un enfermo que se muere?

Los aldeanos, no pudiendo negarlo, confirmaron que esa era la verdad.

—Por tanto —dijo el padre Papiro—, el cura en latín no se dice praesbyter, sino prestule, porque presto acude a socorrer al enfermo. Pero quiera que esta primera vez te sea perdonada. Pero dime, ¿cómo se denomina la cama?

Pirino respondió prontamente:

Lectus, thorus.

Oyendo el padre Papiro tal respuesta, dijo:

—O hijo mío, estás en un grave error, y tu preceptor te ha enseñado mal.

Y volviéndose hacia su padre, le preguntó:

—Gianotto, ¿cuando venís de la campaña a casa, cansado, después de haber cenado no decís: quiero ir a reposar?

—Sí —respondió Gianotto.

—Entonces —concluyó el cura— la cama reposorium se llama.

Todos a una voz confirmaron que era cierto. Pero Pirino, que se mofaba del cura, no osaba contradecirlo, no fuera que los deudos se enojasen. Agora, prosiguiendo, el padre Papiro inquirió:

—¿Y cómo se llama la mesa en la cual se come?

Mensa —respondió Pirino.

Entonces el padre Papiro dijo a toda la compaña:

—¡Ay!, ¡qué malamente ha gastado Gianotto su dinero y Pirino el tiempo! Pues desconoce los vocablos latinos y las reglas gramaticales, dado que la mesa donde se come se llama iubilum y no mensa, porque cuando el hombre está sentado a la mesa, está en júbilo y alegría.

A todos los presentes esto les pareció digno de gran alabanza; y cada uno alabó asaz al cura, teniéndolo por hombre de gran ciencia y doctrina. Pirino, a su pesar, se veía obligado a ceder ante la ignorancia del cura, porque sus propios deudos le estorbaban el paso. El padre Papiro, que se veía tan dignamente loado por los circunstantes, se pavoneaba; y alzando aún más la voz, dijo:

—¿Y cómo se llama la gata, hijo mío?

Felis, contestó Pirino.

—¡Ay, zopenco! —respondió el cura—, se llama saltaranea, porque cuando se le tiende el pan, rápidamente salta y con la zarpa se engancha, araña y después huye.

Estaban los hombres de la aldea admirativos, y con atención escuchaban las prontas propuestas y respuestas que daba el cura, y lo consideraban doctísimo. Tornando de nuevo el cura al interrogatorio, preguntó:

—¿Y cómo se llama el fuego?

Ignis —respondió Pirino.

—¿Cómo que ignis? —dijo el padre; y volviéndose a la compaña, añadió:

—Cuando, hermanos míos, portáis la carne a casa para comerla, ¿qué hacéis? ¿No la cocináis?

Todos aseguraron que sí.

—Entonces —prosiguió el insolente cura— no se llama ignis, sino carniscoculum. Pero dime, Pirino mío, por tu fe, ¿cómo se denomina el agua?

Limpha —replicó Pirino.

—¡Ay de mí! —exclamó el padre Papiro— ¿qué dices? Bruto te marchaste a Padua, y bruto eres tornado.

Y volviéndose a la compaña, dijo:

—Sabed, hermanos míos, que la experiencia es maestra de todas las cosas, y que el agua no se denomina limpha, sino abondantia; porque, cuando vais al río para coger agua o para abrevar a vuestros animales, el agua no os falta, y por eso se dice abondantia.

Gianotto seguía escuchando como aturdido, y se dolía de la pérdida de tiempo y del dinero mal gastado. Viendo el padre Papiro que Gianotto estaba molesto, dijo:

—Querría solamente saber de ti, Pirino mío, cómo se llaman las riquezas, y después pondremos fin al interrogatorio. Respondió Pirino:

Divitiae, divitiarum.

—¡Oh, hijo mío! Te engañas y estás en gran error; pues se llaman sostantia, porque son el sustento del hombre.

Acabado el buen convite y las preguntas, el padre Papiro habló a solas con Gianotto y le dijo:

—Gianotto, compadre mío, podéis fácilmente entender cuán poco fruto ha sacado vuestro hijo en Padua. Y por eso os aconsejo que no lo mandéis más a estudiar, para que él no pierda el tiempo y vos el dinero; y si hacéis de otra forma, os arrepentiréis.

Gianotto, que no sabía gran cosa, dio fe a las palabras del cura; y despojando al hijo de las vestiduras de ciudad y vistiéndolo de sayal, lo mandó a cuidar puercos. Pirino, viéndose falsamente superado por la ignorancia de Papiro, y sin haber podido disputar con él, no porque no supiese, sino para no conturbar a los deudos que lo honraban, y viéndose reducido de escolar a porquero, retuvo en el ánimo el dolor recibido; y se trocó en tamaño desdén y furor que finalmente determinó vengarse de tan ignominiosa afrenta. Y la fortuna en esto le fue muy favorable, porque, pasando un día por delante de la casa del cura mientras apacentaba a los puercos, vio a su gata, y tanto con el pan la engatusó, que la cogió; y tras encontrar cierta estopa gorda, se la ató a la cola; y prendiéndole fuego, la dejó escapar. La gata, sintiendo la cola fuertemente amarrada y con el fuego en las nalgas, corrió a casa; y por una gatera se metió en un cuarto que estaba al lado de donde dormía todavía el cura, y toda asustada se escondió bajo el lecho, donde había gran cantidad de lino. De ahí a poco echó a arder el lino, el lecho y todo el cuarto. Pirino, viendo que la casa del padre Papiro Schizza se quemaba y que casi ya no había remedio para extinguir el fuego, comenzó a gritar en voz alta:

Prestule, prestule, surge de reposorio, et vidde ne cadas in iubilum, quia venit saltaranea et portavit carniscoculum et nisi succurras domum cum abondantia, non restabit titi sobstantia.

El padre Papiro, que todavía yacía en el lecho y dormía, oyendo las altas voces de Pirino, se despertó y aguzó las orejas para oír lo que gritaba; pero no comprendió lo que decía Pirino, puesto que no se acordaba de las palabras que le había dicho. El fuego ya por todas partes de la casa obraba su virtud; y solo le faltaba entrar en el quicio del cuarto donde dormía el padre, cuando el padre Papiro se irguió y vio que ardía toda la casa. Por lo cual, levantándose del lecho, corrió para extinguir el fuego; pero no tuvo tiempo, sino que todo ardía y apenas salvó la vida. Y así el padre Papiro, desprovisto de los bienes terrenales, perseveró en su ignorancia; y Pirino, tras vengarse grandemente de la injuria recibida, abandonando el cuidado de los puercos, retornó a Padua lo mejor que pudo: donde se afanó en el estudio iniciado y llegó a ser hombre celebérrimo.

 

Beatriz de la Fuente Marina tiene, pace Ennio, dos corazones: uno late por las lenguas clásicas y otro bombea la savia moderna. Diagnóstico: ambos órganos están unidos y no se puede extirpar ninguno de los dos. Intervención: conectar las cavidades de los dos corazones para que puedan colaborar entre ellos. Y así fue cómo la paciente terminó cursando un doctorado en Textos de la Antigüedad Clásica y su Pervivencia y enseñando traducción de lenguas modernas en la Universidad de Salamanca. Después del tratamiento, el escáner capta diferentes informaciones espectrales: proyectos europeos, artículos de investigación, traducciones literarias, estancias en otras almae matres… Como terapia adicional, le recomendaron practicar la anamnesis: re-cordatio, re-cordar, volver a pasar por el corazón, siempre.