«Voy leyendo un libro y, como siempre ocurre, mientras uno lee a la vez va pensando en otras cosas y posiblemente ésa sea la gracia de leer. El pensamiento paralelo. Paralelepípedo. Las figuras geométricas y los copos de nieve.»
Marta Sanz
Es todo una ecuación. Una fórmula extraña. Una fórmula con una equis como una catedral plantada ahí en medio. Parece ser que traducir es escribir. Y antes es leer. Traducir es leer y luego es escribir, y lo que pasa entre las dos cosas. Lo que pasa en medio: ese misterio arcano. La equis. En determinados casos leer se antoja más sencillo y luego escribir resulta difícil, como en algunos libros infantiles; en otros, la lectura es ardua, equis igual a desenmarañar y con los deberes hechos la escritura puede parecer un paseo.
Me enseñaron a leerme los libros antes de traducirlos. Y pasados los años sigo creyendo que no hay otra. En el caso de la narrativa, al menos. La novela que tienes por delante es tu principal fuente de información. Hay quien teoriza sobre la traducción y defiende un largo proceso de documentación en otras aguas, pero ¿no tendría más lógica empezar a documentarse conociendo a fondo (o incluso someramente) el texto en sí? ¿Empezamos a dedicarnos a esto porque nos gusta leer y luego no leemos ni lo que vamos a traducir? Entender, el deseo de entender, lo es todo, es la forma de progresar. Por eso la lectura del original puede ser tan placentera, tan gratificante.
Un libro es como un melón, igual que el matrimonio para Renato Carosone. Può uscire bianco e può uscire anche rosso. Hasta que no hincas el cuchillo no sabes lo que hay que hacer. Lo abres en canal, le ves las tripas, lo descubres, lo entiendes. Es el propio libro el que te lo dice: a veces con un susurro como los Krispies y a veces a grito pelado.
Una novela de intriga es un buen ejemplo. O una de Agatha Christie. Pensemos en El asesinato de Roger Ackroyd (antes El asesinato de Rogelio Ackroyd), donde no se puede dar voz al narrador, no se puede construir ese personaje tacita a tacita sin saber todo lo que se revela sobre él a lo largo y en especial al final del libro. El traductor tiene que saber lo que sucede y cómo sucede, la forma en que el autor va a revelar la información de a poquitos, porque si no le costará escribir de nuevo el libro en su idioma, no sabrá provocar al lector, engañarlo, guiarlo como hizo el otro autor.
Además, parece razonable querer conocer de antemano las dificultades que depara el texto, si ese término tan complejo va a aparecer una vez o diez, si al final nace el nieto de la protagonista y las seis últimas páginas están repletas de canciones infantiles rimadas. ¿Ese personaje que no sabes si es chico o chica y puede amargarte la mañana? En la 156 te lo aclaran. ¿La trayectoria de salida de las balas que no hay quien entienda por mucho que se relea el pasaje? En el capítulo 12 tienes un flashback detalladísimo que ni en CSI. En el fondo, ahorras tiempo y esfuerzo y el trabajo es más coherente y mejor. Si te falta esa información por el camino, tienes más puntos para que la traducción te quede regulín.
¿Puede traducirse un libro sin habérselo leído antes? Sin duda. ¿Puede traducirse igual de bien, sobre todo si es complejo, cuando falta saber tantísimo, cuando no se han observado al microscopio las figuras geométricas y los copos de nieve? No lo sé, la verdad. Quizá
Hay quien no está en absoluto de acuerdo, quien jamás se lee un libro antes, quien quiere ponerse a traducir ipsofactamente. Y defiende su postura con el ímpetu del viento y con la fuerza de los mares. Es perfectamente defendible, por supuesto. Algunos argumentan que es mejor así, para mantener la frescura, que luego ya revisarán una y mil veces para desfacer desaguisados, para corregir lo que se les haya escapado en el primer borrador por falta de conocimiento del libro. Claro que a eso se podría contestar que, con tanta revisión para corregir lo que podría haberse evitado, quizá la frescura al final preferirá bajar un rato a la calle a fumarse un pitillo.
Quizá el problema es que se pretende, al traducir, experimentar la frescura con la que se topa el lector de la obra original, cuando el proceso de traducción debería ser, en realidad, reproducir esa frescura en la experiencia de nuestro lector, no en la nuestra. Y para eso hay que empaparse.
Barrunto, barrunto. Hurgo y sólo se me ocurren dos razones de peso para no leerse una novela antes de traducirla, dos razones que a menudo tiran más que dos carretas. La primera es la flojera (¡hola, vieja amiga!). Y la segunda, su prima hermana, el aversión al aburrimiento. Y es perfectamente comprensible, nos pasa a todos. Porque luego acechan las demás fases del proceso. Y no se puede negar: leerse según qué libros tres, cuatro o cinco veces puede resultar más pesado que matar una vaca a besos.
Carlos Mayor es traductor, periodista y profesor. Traduce narrativa, novela gráfica, catálogos de exposición y libros ilustrados y ha publicado más de 300 títulos, entre ellos clásicos de Rudyard Kipling, Carlo Collodi, Oscar Wilde, Vita Sackville-West, Saki, Emilio Salgari o John Steinbeck y obras de autores contemporáneos como Andrea Camilleri, Doris Lessing, Alan Moore, Gianni Rodari, Tom Wolfe o Toni Morrison, con cuya novela La noche de los niños ganó el XII Premio Esther Benítez.
Escribe sobre traducción e imparte charlas y talleres sobre distintos aspectos de la profesión. Desde el 2012 da clases en el Máster de Traducción Literaria y Audiovisual de la Universidad Pompeu Fabra. Es también miembro del colectivo de traductores Barcelona Kontext, especializado en proyectos expositivos y libros de arte. Es socio de ACE Traductores y en la actualidad forma parte de la junta de APTIC.
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