Neila García Salgado
En este artículo, Neila García Salgado nos cuenta los azares que la llevaron a traducir a Edith Södergran y a convertirse en la ganadora más joven del Premio Nacional de Traducción
Recuerdo la primera vez que leí un poema de Edith Södergran. Era la primavera o el verano de 2011 y estaba sentada con un amigo sueco frente al ordenador, en el minúsculo apartamento en el que yo vivía por entonces en Heidelberg. En algún momento dado, las largas conversaciones que manteníamos a diario debieron de llevarnos hasta el terreno literario. Ávida como estaba entonces de más y más lecturas en sueco, tuve que haberle preguntado qué poetas me recomendaba. Y fue entonces cuando me enseñó algunos poemas de Edith Södergran y Karin Boye, a los que fácilmente se podía acceder en Internet. Y, por alguna razón, nada más leer esa estrofa de Södergran que en sueco comienza diciendo «Du sökte en blomma / och fann en frukt (…)», empecé a traducir esos versos en voz alta y sobre la marcha al inglés, que era la lengua en la que nos comunicábamos cuando no lo hacíamos en sueco. Cuando me preguntan cuánto tiempo tardé en traducir a Södergran, o cuál es mi relación con la obra, regreso mentalmente a ese instante.
Un tiempo después, y ya de vuelta en Salamanca, asistía a mi primer Como lo Oyes. ¿Cómo explicar aquello? Desde el punto de vista organizativo es sencillo. Se trataba de un ciclo de lecturas literarias celebradas en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Salamanca y que en un principio —y hasta que yo me marché de Salamanca— organizaban Claudia Toda y Carlos Fortea. Desde el plano emocional, resulta mucho más complejo. La expectación con que aguardábamos que se publicara una nueva fecha o que llegara la ya anunciada; la tenue luz del salón de actos a última hora de la tarde; la voz perfectamente modulada de Carlos Fortea en sus inspiradoras intervenciones inaugurales; la efervescencia de las conversaciones posteriores, en el entorno menos mágico, pero sin duda más distendido, que nos brindaba el Rúa: todo aquello roza lo inefable, o quizás simplemente se escape a mi capacidad de ponerlo por escrito. Y aunque aquel decorado distaba mucho de la Viena de comienzos del XX en la que Stefan Zweig cursó la secundaria, lo que allí palpitaba era algo muy parecido a lo que él describe en El mundo de ayer: Y es que el entusiasmo entre los jóvenes es un fenómeno contagioso. Dentro de un aula se transmite, del uno al otro, como el sarampión o la escarlatina, como entre los neófitos, que movidos por una ambición infantil y vanidosa, siempre intentan superarse en su saber cuanto antes, y a fuerza de azuzarse se estimulan mutuamente[1].
Empujada por ese entusiasmo colectivo, visitaba a menudo la Casa de las Conchas y tomaba en préstamo toda la poesía que se me antojaba apetitosa; y, en los escasos ratos que me quedaban libres, iba traduciendo, sin ambición alguna, por mero ejercicio de aprendizaje y de placer estético, aquellos poemas de Edith Södergran con los que me había encontrado por vez primera en Heidelberg. En algún momento dado, logré vencer la inseguridad y le hablé a Claudia Toda de la existencia de esas traducciones; o, mejor dicho, ella fue lo bastante cálida y cercana como para que yo quisiera compartir ese pedacito de intimidad. Sea como fuere, le envié aquellas traducciones por correo, las leyó y me invitó a participar en Como lo Oyes.
A la par que ese fervor literario germinaba entre nosotros el espíritu asociacionista, de cuyas virtudes y de cuya necesidad nos había convencido Carlos Fortea. Jóvenes e inexpertos, dos buenos amigos y compañeros de curso y yo participamos en El ojo de Polisemo V, que tuvo lugar en Aranjuez en 2013. Allí me pasaron muchas cosas: me perdí tratando de encontrar a mis amigos porque aún no sabía usar Google Maps, tuve que ir a una farmacia porque no soportaba la alergia, le puse por fin cara a Carmen Montes (con quien ya había tenido el placer de haber intercambiado algunos correos electrónicos), conocí a dos alumnos suyos de sueco en Granada (igual de entusiastas que yo), Miguel Sáenz me sirvió una copa de sangría, María Teresa Gallego estuvo un rato charlando conmigo y con mis amigos, escuché obnubilada a Adan Kovacsics y Olivia de Miguel, y me reencontré con Diego Moreno (a quien había conocido fugazmente en una presentación en la desaparecida librería Hydria de Salamanca). Algo menos torpe y temblorosa que en aquel primer encuentro, le hablé de la poesía de Edith Södergran, aunque por entonces lo último que pensaba es que ese proyecto se llegaría a materializar en su catálogo escasos años después, y mucho menos que fuera a confiarme a mí su traducción. Las razones de esto último creo que no necesitan aclaración. Las razones de lo primero tenían que ver con la impaciencia de aquellos años, y la sensación de que si algo no cobraba forma de inmediato ya jamás iba a pasar.
Aquel 2013 tocó fin con no pocos sinsabores profesionales. Renuncié a una beca de auxiliar de conversación en Nueva Zelanda con la esperanza de que me seleccionaran en alguno de los dos procesos a cuya última fase había llegado: una pasantía para UNOPS en Copenhague y un puesto en la Embajada de Suecia en Madrid. No hubo suerte con ninguno de los dos, así que me quedé en Madrid, con apenas algunos encargos de traducción e interpretación ocasionales. Al cabo de unos meses me marché a Londres como gestora de proyectos; y, de ahí, a Viena como pasante de las Naciones Unidas; y luego, de vuelta en Madrid, cada vez iba recibiendo más encargos y cada vez el tiempo pasaba más deprisa y dejaba tras de sí unos recuerdos más vagos. A finales de 2015 decidí establecerme en Viena y en enero de 2016 mi ordenador de sobremesa y mis dos pantallas viajaban desde España hasta Austria en una caja, envueltos en mantas para mayor protección. Con ese ordenador traduje documentos de todo tipo, envié solicitudes de trabajo que fueron rechazadas y participé en oposiciones que no logré aprobar. Pero por entonces no me faltaba trabajo, era feliz viviendo en Viena y no me podía quejar. Sin embargo, me iba alejando de la traducción editorial y de una pasión literaria que ya solo tenía cabida en mis lecturas.
Cuando ya mi rumbo parecía otro, Diego Moreno retomó el contacto y me propuso traducir a Edith Södergran. Poco menos de medio año tardó en concretarse el proyecto y todavía hicieron falta cuatro meses más para que yo recibiera el contrato. Para entonces yo ya había tenido ocasión de ejercitar la paciencia y mi nivel de tolerancia al fracaso y mi capacidad para lidiar con la incertidumbre eran mayores, de modo que la espera no se me hizo especialmente tortuosa. En febrero de 2017, sentada al ordenador de mi oficina como temporera en las Naciones Unidas, recibí el contrato.
Traduje a Södergran sin que mi vida apenas cambiara. Avisé en las Naciones Unidas de ese proyecto, que acogieron con alegría, y me tomé un «descanso» de unos meses para dedicarme en cuerpo y alma a la traducción de poesía. Me las vi y me las deseé. Todas las mañanas cargaba con mi portátil, el almuerzo y la edición impresa que tenía de los poemas de Södergran hasta la Hauptbücherei de Viena. Escuchaba nocturnos para recrear la delicadeza del Nocturne de Södergran; buceaba durante horas hasta la acepción más recóndita del diccionario histórico de la Academia Sueca, el Svenska Akademiens ordbok; escribía listas de palabras afines para encontrar la más precisa y la más eufónica; leía bibliografía sobre Södergran y traducciones de su obra al inglés y al alemán; descubría las peculiaridades léxicas y gramaticales de la variedad arcaizante de sueco en la que ella escribía como miembro de la minoría suecoparlante de Finlandia; y, en definitiva, mis días y desvelos los ocupaba enteramente Södergran.
A punto de concluir el primer borrador, me fui a Galicia a visitar a mi familia, con la idea de terminarlo y tomarme unas vacaciones antes de revisar por última vez mi traducción. Mi abuela repetía como una letanía una y otra vez la misma sentencia, en la que —aunque pueda parecer lo contrario—siempre había más cariño y compasión que reproche: «Eu non sei por que elixiches un traballo no que nunca tés vacacións». Sagacidad y retranca no le faltan a mi abuela, que luego siempre es —dicho sea de paso— la primera de la familia en leer mis traducciones.
Tras un breve respiro, y con los ojos más frescos, revisé las traducciones, las envié, y el libro se imprimió y se distribuyó. Se escribieron algunas reseñas amables y halagadoras sobre él, en las que a veces citaban versos que no recordaba haber traducido. Creo que esto no obedece a mi mala memoria, sino al hecho de que a veces, al traducir, me ocurre un fenómeno extraño sobre el que una vez oí hablar a Salvador Peña en Murcia. Una voz, ajena a mí y en la que a posteriori no me reconozco, se apodera de mí y siento algo así como que el texto se traduce solo, como si me lo estuvieran susurrando y mis dedos tan solo pulsaran las teclas.
De vuelta ya a mi rutina anterior, el Premio Nacional de Traducción se convocó y la asociación envió una circular en la que se alentaba a sus socios a remitir candidaturas a La Morada, que se pondrían en conocimiento de la representante de ACE Traductores en el jurado. Yo ni siquiera había recibido esa circular porque aún no había tramitado mi paso de presocia a socia, pero Andrés Catalán —que ese año podía postularse con dos traducciones suyas más que premiables: la poesía completa de Robert Frost y la de Robert Lowell— me alertó y me animó reiteradamente a presentar mi traducción de Södergran. Dudé hasta el último momento y todavía no tengo claro por qué la acabé enviando, pero sí que la ayuda de Ana Flecha fue decisiva; y, al cabo de unos meses, otro miembro del jurado, Rosa García Rayego, me escribía para pedirme más datos acerca de mi traducción. Tan solo imaginar que mi traducción podría mencionarse en la sala del Ministerio donde se iba a elegir al galardonado me parecía del todo surrealista. Por eso, cuando el 25 de octubre recibí una llamada telefónica de Olvido García Valdés para comunicarme la decisión del jurado, no daba crédito, como tampoco al sentir la calidez y el cariño de la socia que ese año acudía en representación de ACE Traductores, Pepa Linares, que ni siquiera me conocía y, sin embargo, se alegraba con la emoción propia de una amiga. Lo cierto es que todo aquello era «algo serio, de lo cual me congratulo profundamente», como decía Rafael Carpintero en su blog a propósito de un premio que le habían concedido y cuyas palabras suscribo totalmente. Pese a todo, tampoco pierdo de vista, como él también apunta, con mucho más humor y desparpajo del que yo sería capaz, que:
El problema con los premios de traducción es que nunca puedes estar seguro de hasta qué punto te lo han dado a ti o a los autores originales. (…) Lo cierto es que la mayoría de las veces te podrías inventar lo que traduces porque nadie se va a leer el original. Del turco ni te cuento. Igual hay gente que se lee el libro en inglés, pero puedes dar por seguro que esos no van a estar en el jurado del premio de traducción que te lo dé (si no te lo dan, puede que sí). (…) Adonde quiero llegar es que en realidad los premios no se dan a cómo de buena es la traducción, sino a lo bien que suena en lo nuestro. Y para que suene bien, en mi opinión es condición, sin la cual no y con un granito de sal [ejemplo de traducción chunga que suena muy mal], que el original sea, por lo menos, decente[3].
Casi un año después, y después de que me hayan preguntado en más de una ocasión si el premio me había «cambiado la vida» y que en mi cabeza se dibujaran imágenes más propias de artista de la canción o ganador de la lotería, lo cierto es que de ese modo no, pero de otro sí. Me ha hecho recobrar la viveza, el espíritu y la energía, me ha acercado a personas inspiradoras y me ha dado aliento y fuerza para seguir dedicándome a una profesión que adoro.
Notas y bibliografía
[1] STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, trad. Joan Fontcuberta Gel y Agata Orzeszek Sujak, Barcelona, Acantilado, 2001, p. 62.
[2] RAFAEL CARPINTERO, «Una breve reflexión / sobre premios de traducción», en El Carpintero Traductor, 25/03/2019. [En línea] Acceso 09/09/2019. https://rafaelcarpinterotraductor.wordpress.com/2019/03/25/una-breve-reflexion-sobre-premios-de-traduccion/
[3] Ibíd.
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. (2015). Alma. En Diccionario de la lengua española (23.a ed.). [En línea] Acceso 09/09/2019. Recuperado de https://dle.rae.es/?id=1vVaUXY|1vWbh0u
Nacida en Ourense, Neila García Salgado cursó sus estudios de Traducción e Interpretación en la Universidad de Salamanca, la Universidad de Gotemburgo (Suecia) y la Universidad de Heidelberg (Alemania). Desde hace algunos años reside en Viena, donde compagina la traducción editorial con la traducción institucional para las Naciones Unidas. En 2018, su traducción del sueco de la poesía de Edith Södergran, Encontraste un alma. Poesía completa, fue galardonada con el Premio Nacional a la Mejor Traducción. Ha vertido del sueco al español narrativa, poesía y ensayo de autores clásicos y contemporáneos.