El Trujamán

Profesión

Trujamán por un día

Por Lucas Martí Domken
08/01/2025

Cuando me propusieron traducir al poeta palestino Mosab Abu Toha en el programa Mediterráneo, de Radio 3, señalé que yo era más bien un traductor de libros en papel, no a viva voz, intérprete o trujamán, como se titula esta revista. Me contestaron que para el caso no era relevante, que el programa sería breve y transcurriría en un ambiente relajado, amenizado con música. El poeta, de treinta y dos años, padre de tres hijos, estaba de gira por Europa para presentar su último libro y dar cuenta de las atrocidades cometidas en su país por el ejército israelí. Escribía en inglés, decía, porque era la lengua de la colonización (se refería tanto a Reino Unido como Estados Unidos).

Fui a buscarlo al hotel Jazz de Barcelona, cerca de Plaza Cataluña. En el vestíbulo, apareció un hombre bien vestido, elegante y de físico compacto, con disimulada curiosidad por conocer quién iba a ser su trujamán. Congeniamos enseguida. Aunque a veces algún que otro bostezo delataba la falta de sueño, mantenía un carácter jovial, franco y enérgico. Le informé de mi poca experiencia en el arte de la interpretación y le pedí que tratara de hablar despacio durante la entrevista. Luego la conversación viró al fútbol. Forofo del Barça, se extrañó de que en mí el llamado deporte nacional no despertara demasiadas pasiones. Me contó que su mejor amigo, un culé de pura cepa, había muerto en un bombardeo. Cuando fue a dar el pésame a su familia, esta le entregó una camiseta del Barcelona que los dos amigos habían comprado juntos, pero que ahora se encontraba entre los escombros, pues la casa del propio Mosab había sido recientemente bombardeada. Él hacía menos de un año que había logrado exiliarse en Estados Unidos, no sin antes ser secuestrado por los israelíes, vendado, golpeado, torturado.

Nos sentamos en la mesa de grabación, me puse los cascos e hicimos algunas pruebas. El técnico de sonido dio el visto bueno y sin más preámbulos empezó la entrevista. De golpe, me había convertido en trujamán. A mi izquierda se sentaba la locutora; a mi derecha, Mosab; y yo…, yo ya no era yo, sino un hilo comunicador, una voz en un cuerpo sin órganos, una frecuencia entre ondas electromagnéticas, pero también una oreja, y entre ellas dos, la voz y la oreja —o la lengua y el tímpano— se montó un precario sistema de coordinación destinado a transmitir un mensaje, el mensaje que nos traía el poeta palestino a este lado del mundo, en paz, de compras, más o menos saciado.

Por mi boca pasaron mil cuatrocientas familias asesinadas (con sus abuelos, nietos, tías… borrados de la realidad), pasó el setenta por ciento de los edificios en la Franja de Gaza derruidos (un grado de destrucción superior al sufrido por la ciudad de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial), pasaron niñas entre los escombros comidas por gatos, pasaron drones abriendo su panza de bombas sobre civiles, pasaron padres sin suficientes restos físicos de sus hijos para enterrarlos dignamente, pasaron niños convertidos en adultos de la noche a la mañana, pasaron heridos aislados de cualquier asistencia médica, pasaron bibliotecas Edward Said arrasadas, pasaron bombas de sonido para extender el insomnio entre la población, pasaron gobiernos norteamericanos y alemanes y otros cómplices del genocidio, pues, como en el cuento de Ursula K. Le Guin «Quienes se marchan de Omelas», basta un chivo expiatorio para que el resto del mundo viva en el mejor de los mundos, basta… cerrar los ojos.

Pero yo aún tenía orejas y una voz de trujamán, y sentí exactamente lo que llevaba dentro el poeta Mosab, pues no en balde su libro se titula Cosas que tal vez halles ocultas en mi oído, y mi voz se fue volviendo de metal, inmersa en una oscuridad de ultratumba, la oscuridad de quienes ya ni siquiera tienen derecho a rendirse.

Terminamos la grabación con poemas como el siguiente:

Qué es hogar:
Es la sombra de los árboles cuando iba a la escuela antes de que los arrancaran de raíz
[…]
Es el horno que mi madre usaba para hornear el pan y asar el pollo antes de que una bomba calcinara nuestra casa.
Es el café donde veía los partidos de fútbol y jugaba
[…]

Al salir del edificio de Radio Nacional, Mosab, que tenía la mañana libre antes de dar una conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea, me pidió que le acompañara al Museo del Barça. Acepté, por supuesto, y una vez ahí, lo vi disfrutar como un niño, el niño que dejó de ser a los ocho años, según me contó, cuando vio su primer ataque aéreo y la metralla casi le secciona el cuello. Y quizás yo fuera su trujamán, pero también su amigo por un día, ese amigo entre los escombros, que soñaba con jugar en el Barcelona. Supongo que fue en su honor que compró una camiseta de Lamine Yamal.


(artículo completo en el trujamán)

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