Hace ya tiempo que sabemos que la literatura no es una disciplina aislada, autocrática e inmanente, sino que, por el contrario, se define en función de su entorno, empezando por el cultural, pero también por el entorno social, el histórico e incluso el político. Tal concepción se hace extensible, cómo no, a la traducción literaria y sin duda afecta a las decisiones de cada sistema literario, entendido a su vez como parte de un gran ecosistema sociocultural, a la hora de establecer qué tendencias, autores y títulos desea hacer suyos mediante la traducción.
La iniciativa privada ha desplegado históricamente y hasta hoy un amplio abanico de propuestas editoriales, cuya (auto)justificación ha consistido en cada caso en el éxito editorial, en la integración de públicos lectores con distintos grados de competencia literaria, el «descubrimiento» de nuevas voces presentes o pretéritas, la segmentación en función de los presuntos gustos literarios (ay, la sociología), o incluso todos ellos a la vez. Como decían los marxistas, el capitalismo no necesita explicarse.
Pero, ¿qué ocurre cuando se trata de hacerlo por medio de dinero público, gestionado, pongamos por caso, por una entidad pública de cualquier lengua minoritaria? Entonces, la responsabilidad cambia de orientación e induce cierto vértigo, sobre todo provocado por todo un abismo de dudas. En primer lugar, sobre la selección de obras y los criterios que la deben guiar. También, por fortuna, algunas certezas, como la necesidad de contar con los mejores traductores en cada caso.
Vayamos por partes. El objetivo general sería hacer accesible en su propia lengua un corpus de, digamos, entre cincuenta y cien obras sobresalientes. Pero, ¿los lectores de dicha lengua no habrán leído ya muchas de ellas en su(s) otra(s) lengua(s) hegemónica(s)? Vale; el objetivo específico sería entonces proveer a la comunidad lingüística de modelos de lengua literaria de los que quizá carecía. Pero, ¿y si los traductores construyen modelos tan sofisticados que concitan el rechazo de un buen número de lectores? Bien; el objetivo operativo sería entonces la formación lingüístico-literaria progresiva, a medio o largo plazo.
Un corpus de entre cincuenta y cien obras. Veamos. En una época no tan lejana, podía parecer que la tarea de selección sería pan comido. Para empezar, los clásicos greco-latinos: Homero, Virgilio, Ovidio, Apuleyo… A continuación, Dante, Montaigne, Shakespeare, Cervantes… Más tarde, Goethe, Byron, Blake, Hugo… Después, Balzac, Stendhal, Flaubert, Dostoievski, Clarín… Sin duda, Proust, Joyce, Kafka… Y, por último, una buena selección de autores «contemporáneos».
Un momento; ¿no son todos hombres?, ¿no son todos europeos?, ¿no hay pocos poetas? Es evidente que este procedimiento no funcionaría hoy, en la medida en que es heredero de una tradición de conspicuos críticos e historiadores de la literatura que pertenece al pasado. Volvemos, pues, a lo dicho en las primeras líneas para confirmar la certeza de que una selección de obras debe tener en cuenta hoy una serie de condicionantes políticos, sociales y culturales que, sin duda, son también parte del polisistema. En otras palabras, habría que elaborar un listado políticamente correcto, por decirlo con una expresión ya caduca (por efecto de la peyoración, y sustituida por un horrible extranjerismo).
Vivimos en una sociedad líquida y por tanto nos encontramos en un terreno muy resbaladizo, en donde los Estudios Culturales, en su paradójico afán de ocupar el centro del sistema y convertirse en hegemónicos para defender lo subalterno, han pasado de la investigación a la prescripción. En el caso que nos ocupa, fueran quienes fuesen los encargados de la elaboración del catálogo de obras tienen que dejar de lado sus querencias literarias y estar preparados para escuchar que El corazón de las tinieblas o El libro de la selva no se pueden incluir porque son un reflejo del colonialismo, que la obra de determinada autora negra la debe traducir una traductora igualmente negra, o que tal o cual obra debe ser «cancelada» o modificada porque sus contenidos pueden ser ofensivos para tal o cual colectivo.
Una cuestión final sería la elección del título de la hipotética colección. Sin duda, el adjetivo «universal» debe ponerse en cuarentena por anticuado, además de controvertido. «Canónico» tampoco sería conveniente, al menos en singular. Y «clásico» queda totalmente descartado. La verdad es que estoy empezando a dudar hasta del sustantivo «literatura».
(artículo completo en el trujamán)
La revuelta universitaria de 1956 y el arte de la traducción: Francisco Bustelo
Por Alberto Rivas Yanes
15/10/2025
