«Dígame, señor Anderson, ¿de qué sirve llamar por teléfono si es incapaz de hablar?», le pregunta el agente Smith a Neo, el héroe de la película Matrix, durante un interrogatorio para dar con el cabecilla del grupo rebelde, Morfeo. Acto seguido, la boca del interrogado desaparece, y Neo, aunque se esfuerza en separar lo que ahora es solo una banda de carne, no logra sino emitir desesperados sonidos de amordazado. ¿Quién le ha hecho callar de un modo tan rotundo? El agente Smith, un programa informático diseñado para rastrear y capturar de manera implacable a los disidentes, los últimos representantes de la verdadera humanidad.
La boca, herramienta primigenia para traducir el pensamiento en sonido y compartirlo, de pronto queda sellada porque no dice lo que el sistema quiere oír. ¿Y qué quiere oír? La sumisión, la resignación, la educada aceptación del statu quo cognoscente. Pese a los esfuerzos de Neo por demostrar que es «capaz de hablar», de expresarse libre e independientemente, la invisible y abrumadora gravedad del imperio tecnológico acaba venciendo a un Neo que todavía no cree en sí mismo, que todavía no ha conocido a su Trinity.
Aplastada su voz, los agentes proceden a parasitarlo y le introducen un dispositivo de control y localización en el nada inocente símbolo del ombligo —¡sí, mirémonos el ombligo!, cabría decir—, horrible escena «real» que luego hacen pasar por una cotidiana pesadilla. Con forma de pesadilla también nosotros restamos importancia al poder de la máquina y seguimos con lo nuestro. En la película, naturalmente, se resuelve la angustiosa sensación de despertar dentro de un sueño con una decisión elemental formulada por Morfeo (hijo del dios Sueño, esto es, un En-sueño o mensajero onírico). Pastilla azul o pastilla roja. Sí o no. Hablar o no hablar. Ser o no ser...
«Dígame, señor Anderson, ¿de qué sirve traducir si es incapaz de pensar?». El carrusel de vertiginosa actividad ahora satura la mente del protagonista, que gira incapaz de concentrarse en sí mismo, de mirarse el ombligo. Querría traducir lo que ve y percibe y siente, pero en cuanto se pone a ello, una nueva cara del prisma posmoderno se ha añadido a las demás, de modo que deja la que tenía entre manos, y sobre su mesa se acumulan los proyectos inacabados, mientras corre de aquí para allá para salvar su individualidad, ¡para ser alguien!
¿Y quién vendrá a salvarlo de ese vendaval, ese ángel de la técnica que arrasa con cuanto se interpone en su camino? No hay Morfeo aquí, pues no es sueño lo real, no hay azul o rojo, sino los infinitos matices del gris. ¿Y cómo se traduce el gris? El gris de los horarios, el gris de la mercadotecnia, el gris del cálculo consumista, el gris de los impuestos, el gris de la envidia, el gris de la inquisición digital, el gris del miedo a ser… Haría falta un traductor de color para traducir tanto gris.
El agente Smith repite: «Dígame, señor Anderson, ¿de qué sirve traducir si es incapaz de pensar?». Y por dentro se esfuerza cuanto puede en ser productivo y compartir ideas, pero algo cierra el canal con el exterior, pues, efectivamente, nunca supo qué es pensar. En consecuencia, su mente se bloquea, momento aprovechado para llenarlo de cultura intrascendente, noticias de desastres aderezadas con partes climatológicos y victorias o condenas en los múltiples coliseos modernos.
Neo despierta renovado, dispuesto a comenzar la jornada con optimismo. Brilla el sol y las tiendas abren las persianas. El hombre o la mujer sin ombligo se sienta en su despacho, frente a la pantalla.
(artículo completo en el trujamán)
La revuelta universitaria de 1956 y el arte de la traducción: Francisco Bustelo
Por Alberto Rivas Yanes
15/10/2025
