Llevas casi tres décadas interpretando en cabinas de medio mundo. Has acumulado experiencias muy dispares y te has codeado con personas importantes y menos importantes. Sumas una infinidad de horas de estudio y preparación y años confeccionando montañas de glosarios y elaborando ríos de notas y observaciones. Con el paso del tiempo, tu cerebro se ha expandido al máximo para poder almacenar conocimiento, reglas, matices y sofisticaciones. Has perdido la cuenta de los días que has dedicado a probar maneras de gestionar tu estrés escénico, ejercitar tu diafragma, recomponer tus cuerdas vocales, cuidar tus oídos, afinar tus tímpanos para que capten al vuelo los acentos más variopintos y enseñar a tus neuronas a desenredar las paráfrasis más inverosímiles y a descifrar los meandros lingüísticos más inconcebibles.
Has dedicado cerca de tres décadas a leer, estudiar, revisar y mejorar tus lenguas de trabajo. También, has diseñado todo tipo de ejercicios y entrenamientos para domesticar los más de cuarenta músculos de la mímica que tienes en la cara y para ajustar al máximo tu aparato fonador. Te has grabado una infinidad de veces y te has escuchado atentamente para detectar y corregir tus fallos y, así, mejorar tu dicción, cadencia y acento. Has pedido a amigos de confianza que te observen durante las consecutivas para opinar sobre tu lenguaje no verbal y has aplicado religiosamente las mejoras que creías necesarias para perfeccionarte. Crees que puedes estar en paz con tu conciencia porque has hecho todo lo que es humanamente posible para sobresalir en tu profesión.
Harto de frustrarte porque ves que poca gente consigue entender la sutileza y el valor de tu arte, decides transformar tu enfado en empeño para educar sobre la importancia de tu trabajo. Es una ardua tarea porque no es fácil demostrar el valor del esfuerzo intelectual y porque, en estas últimas tres décadas, el mundo se ha vulgarizado desmesuradamente. Los eventos y congresos se han multiplicado y, con ellos, las facultades y agencias de interpretación, también. La competición encarnizada, la «industrialización» de cualquier actividad humana y la obsesión por optimizar recursos y reducir gastos imperan, pero te empeñas en creer en la capacidad de discernimiento del ser humano que le hará seguramente entender la importancia de la calidad en la interpretación de conferencia. Sin embargo, con el neoliberalismo desenfrenado que asola el planeta, has pasado de ser «persona» a ser «recurso», una partida presupuestaria, igual que el café, los tentempiés, las bolsas con eslogan y logo, igual que los azafatos con traje y corbata, las azafatas con vestido y moño y el zapateado de la bailaora flamenca que suele acabar dando el punto final folclórico a los eventos.
Luego, tu lucha se ha centrado en contener la erosión de los derechos laborales que has ido adquiriendo año tras año a base de excelencia porque el argumento de la «calidad» ya no convence y porque, igual que se justifican las grasas saturadas de la bollería ultraprocesada en las pausas de café, basta con que un intérprete respire y emita sonidos más o menos inteligibles para darlo por válido; a condición, por supuesto, de que cueste poco.
Por fortuna, aún quedan personas que entienden la importancia del trabajo intelectual y la fama que tienes te sigue garantizando, de momento, la posibilidad de trabajar sin tener que bajarte los pantalones, pero también es cierto que, últimamente, esperas la jubilación con anhelo mientras vas agarrándote a cualquier resquicio de esperanza, aunque fuera descabellada, para no desanimarte.
Y un día, vienen unos a hablarte de inteligencia artificial y dices que no, que esto daría para otro relato y que prefieres no entrar en este debate. De momento.
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