En la primera escena de Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, el protagonista está leyendo el periódico; su interés se centra en los anuncios por palabras, que lee en voz alta. «Se compran diccionarios antiguos», reza uno de ellos. «¿Qué pensará hacer con un diccionario antiguo?», se pregunta. Yo estaba sentada en el patio de butacas, y la pregunta me atravesó como si fuera dirigida a mí. Mi mente se fue a otro lugar: ¿piensa el común de los mortales que los diccionarios antiguos carecen de interés? ¡Se me ocurren montones de cosas que hacer con ellos! Consultarlos. Leerlos. Compararlos. Saborearlos.
A veces recorro los anuncios por palabras de nuestro tiempo —léase Wallapop— en busca de diccionarios antiguos. Mi última adquisición lleva el poco comercial título de Diccionario ideográfico polígloto. Tiene unos dibujos graciosísimos —ideográfico— que remiten a entradas en español, francés, inglés y alemán —polígloto—. Lo publicó Aguilar en 1960. La sección «Escenas callejeras» me informa de que ya entonces existía algo llamado «barredora automática» —en el dibujo distingo un tractorcillo equipado en la delantera con un escobón—, que te podías cruzar con un «golfillo (harapiento)» —se ve que el calificativo era importante, aunque opcional— y que había comercios que tenían el rótulo de «ropavejero» para designar la «ropa usada». Solo hay que discurrir un poco para constatar que después hemos pasado a decir «ropa de segunda mano» y hoy ya no nos extraña que sea «ropa vintage». Son solo unas pocas palabras, pero el recorrido es sideral.
Los diccionarios antiguos nos permiten hacer un seguimiento idiomático, histórico, sociológico y antropológico, pero para quienes trabajamos con el idioma también pueden ser una tabla de salvación. En el lado más obvio, nos permiten acercarnos al vocabulario de una época determinada, por ejemplo si traducimos una novela escrita cien años atrás. Pero hay otro lado, más inesperado, que los convierte en bastiones del idioma ante el vocabulario que aparece en algunas supuestas páginas especializadas de Internet de ámbitos tan diversos como la relojería, la perfumería, la marroquinería o la costura. Con sus indiscutibles ventajas, Internet es también una jungla donde resulta muy fácil despistarse y perderse, un espacio informe donde el lenguaje tiende a homogeneizarse y los errores, como los bulos, a expandirse. Un lugar donde las fuentes se difuminan y muchas veces no se sabe quién (o qué) ha escrito lo que tenemos delante. Ante la invasión de escritos deficientes, traducciones incorrectas, descuidadas o automáticas, en caso de duda y con las debidas precauciones, los diccionarios antiguos nos ofrecen seguridad, porque no estuvieron expuestos a Internet y nos dan pistas sólidas para asegurarnos de cómo se dicen las cosas de verdad.
¿Puede esa expansión internética y global llevarnos hacia una reducción del lenguaje, una pérdida de matices y un uso desmesurado de términos genéricos? Hoy hay quien se admira cuando oye pronunciar palabras como adminículo, chaflán o paupérrimo. ¿Qué ha pasado? Y lo que es peor, ¿qué puede llegar a pasar? ¿Quién va a velar por la corrección del idioma y la diversidad de vocabulario si la tendencia del mercado lleva a la conformidad y a la simpleza?
La traducción de Michaux: ¿un origen para las enumeraciones de Borges?
Por Patricia Willson
20/11/2024
Poesía en el Movimiento: censura y traducción en los inicios del pop en España (1960-1969) (4)
Por Gabriel Dols
13/11/2024