Empieza el discurso. Cierro los ojos, respiro hondo y me engancho al flujo de palabras buscando el sentido que encierran para intercambiarlas instantáneamente con otras palabras gemelas. El tiempo vuela y los silencios se vuelven infinitos; estoy interpretando. Las oraciones me atropellan, el tiempo apremia y el aire escasea. Alguien del público aprieta el auricular contra el oído y se gira para mirar hacia la cabina. Son gestos que me alteran, pero no les puedo permitir desconcentrarme porque tengo que atrapar el sentido al vuelo, a pesar de la acústica, de los ruidos, del cansancio, de mi estado de ánimo o de la cantidad de café que llevo en el cuerpo.
Estoy solo en el ruedo, sin nadie para orientarme ni apoyarme.
Soy intérprete, traductor simultáneo, traductor-traidor, un mantra que me acompañó durante la carrera y que sigue colonizando mis días. La ética profesional me obliga a respetar el discurso original a pesar de la velocidad, las incoherencias, las imprecisiones, las falsedades, el eco que aturde y el público que se gira, me mira y asiente o desaprueba con la cabeza. Tengo también que respetar el original doblegando, a veces, mi conciencia y domesticando, siempre, mis nervios.
Regulo el tono, afianzo la voz, evito los silencios, suspiros y titubeos, las oraciones deslavazadas y los finales abruptos. Me empeño en recuperar el sentido íntegro pese a los riesgos inevitables del directo, a los sentimientos que me genera el discurso y a la empatía, o no, del orador.
Soy humano, mi corazón está cargado de emociones, mi memoria arrastra alegrías, penas, éxitos y frustraciones y mi conciencia me dibuja, permanentemente, líneas rojas que me prohíbe cruzar. No soy prostituto lingüístico ni me vendo al mejor postor, sin embargo, algunas veces, el miedo al desamparo me empuja a agachar la cabeza y a hacer concesiones y así acabo interpretando obedientemente disparates sobre guerras lícitas, agresiones civilizadoras, castigos admisibles a ejes del mal, doble moral y demás arrogancias condescendientes y neocolonizadoras heredadas de siglos pasados.
Soy un pasapalabras, un puente entre culturas. Mi opinión sobre el mundo, las injusticias, la hipocresía, la ignominia o la decadencia moral de países y gobiernos no interesa. ¿Quién soy yo para juzgar el circo político llamado democracia si no soy más que un canal de comunicación? Es cierto que puedo rebelarme, enfadarme, pero acabo rindiéndome a la realidad; no puedo cambiar el mundo. Amanso mi conciencia para no enloquecer porque si algunas palabras atraviesan fácilmente mi boca, otras se quedan atascadas en mi faringe y tengo que abrirles paso a golpes, deshonrando mi garganta y traicionando mi conciencia. Después, buscaré remedios para calmar mi corazón y recetas para poder dormir en paz. Soy un intérprete astuto y tengo un arsenal de pataletas que me sirven de alivio momentáneo, aunque sé que el tono bajo o monocorde, el balbuceo oportuno o la tos repentina no dejarán de ser un alivio momentáneo y superficial incapaz de curar las heridas de mi alma.
En mis veintiséis años de profesión he interpretado palabras importantes y valiosas, pero me he visto también interpretando discursos repletos de agresiones injustas, genocidios, limpiezas étnicas, fariseísmos y falsedades. En ocasiones, me he visto obligando a mi cerebro a traducir el fango que le llegaba de mis tímpanos mientras intentaba sanar afanosamente mis cuerdas vocales revolucionadas. He soñado también en cambiar de profesión para tener la libertad de ser el único dueño de mis palabras y porque soñar es gratuito, pero, pensándolo bien, no quiero dejar de ser intérprete de conferencias, un puente entre personas, un poco traidor, un poco rebelde, malabarista, equilibrista, intérprete-traidor, intérprete-humano.
Traducción y activismo editorial: Juan Ortega Costa
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