Lunes, 10 de febrero de 2025.
El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:
Primer premio: Paula Espinosa Velasco, por su traducción del francés de «Aline-Ali», de André Léo.
Segundo premio: Marina Acién Martín por la traducción de un fragmento de Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
Tercer premio: Cabe Rodríguez Martínez por la traducción del inglés de «The Two Offers», de Frances Ellen Watkins Harper.
Publicada en 1847, Jane Eyre, cuya traducción ha obtenido el segundo premio, nos cuenta la historia de una joven del mismo nombre al tiempo que explora temas como el amor, la religión y la clase social en la rígida época victoriana. En el fragmento escogido para esta traducción se entrevé, además, la búsqueda de pertenencia al hogar por parte de Jane frente a la piadosa espiritualidad de su mejor amiga Helen, a quien la une el amor más puro y sincero. La experiencia de las dos niñas en el orfanato marcará el curso de la vida de Jane durante el resto de la novela.
A continuación podemos leer un fragmento de esta obra, en traducción de Marina Acién Martín.
Abril dio paso a un mayo claro y sereno en el que se sucedían los días de cielo azul, plácida luz solar y suave brisa del oeste o del sur. La vegetación crecía ya vigorosamente en Lowood, que estaba desmelenada, toda verde y floral. Los esqueletos de olmos, fresnos y robles volvían a su majestuosa vida, y en sus recovecos resucitaban plantas silvestres, así como innumerables variedades de musgo, y la opulencia de las prímulas se antojaba una suerte de luz solar nacida del mismo suelo cuando veía su dulce palidez dorada desparramarse por entre los recodos. En todo esto me recreaba normalmente por libre, sin vigilancia, a mi antojo y casi en solitario, pues esta inusual y dichosa independencia se debía a una causa que ahora voy a relatar.
¿No acabo de describir un paisaje ideal para vivir, anclado entre colina y bosque, que ascendía junto a la orilla de un riachuelo? Idílico, sí, pero la salubridad es otra cuestión.
El valle en el que se asentaba Lowood era cuna de nieblas y su derivada pestilencia, que, con la misma celeridad con que llegó la primavera, se adentró en el orfanato y exhaló el tifus a lo largo del abarrotado dormitorio y la escuela, y, conforme llegaba mayo, transformó el seminario en un hospital.
Los catarros mal curados y la casi inanición habían convertido a las huérfanas en blanco fácil para la enfermedad, de modo que cuarenta y cinco de las ochenta que éramos enfermaron a la vez. Se suspendieron las clases, se ablandaron las normas. A las que seguíamos estando sanas se nos permitió una libertad casi total, porque el personal médico insistía en la necesidad de ejercicio frecuente para mantener la buena salud; y, aunque se hubiese dispuesto de otro modo, nadie tenía tiempo ni ojos para vigilarnos. Las pacientes acapararon toda la atención de la señorita Temple, que se instaló en la enfermería y no salía más que para arañar unas pocas horas de sueño a la noche. Las profesoras estaban empleadas a tiempo completo gestionando y preparando los equipajes de las que eran lo suficientemente afortunadas como para tener parientes y conocidos fuera dispuestos a sacarlas del foco de infección. Algunas, ya contagiadas, llegaban a casa nada más que para morir; otras morían en la escuela, y se las enterraba rápido y sin pompa, pues la naturaleza de la infección requería premura.
Aunque la enfermedad se había convertido en otra inquilina de Lowood y, la muerte, en su frecuente visitante; aunque el miedo y la desazón habitaban bajo nuestro techo, y en las habitaciones y pasillos se respiraban olores de hospital, mientras los jarabes y pastillas apenas alcanzaban a mitigar los efluvios de mortalidad, aquel claro mes de mayo arropaba con su cielo azul las laderas coloridas y la frondosa foresta más allá de nuestros muros. El jardín también estaba lleno de flores, pues habían crecido malvas reales hasta alcanzar el tamaño de árboles, se habían abierto los lirios, las dalias y las rosas habían florecido; las clavelinas y las margaritas rojas alegraban los bordes de los macizos, y la rosa mosqueta regalaba su aroma perenne a manzana y especias. Estos fragantes tesoros no eran de utilidad para las internas de Lowood excepto cuando, de tanto en tanto, había que colocar un manojo de hierbas y flores en un féretro.
Pero yo, al igual que las que aún estaban bien, me regalaba con el bello paisaje de la estación. Nos dejaban deambular por el bosque como nómadas hasta la caída de la noche. Íbamos donde queríamos, hacíamos lo que queríamos y también vivíamos mejor que antes. El señor Brocklehurst y su familia ya no pisaban el orfanato, de modo que nadie supervisaba los asuntos domésticos. La malhumorada ama de llaves se había marchado, espantada por el miedo al contagio, y su sucesora, que había sido la enfermera jefa en el dispensario de Lowton y no acostumbraba a la rigidez que siempre se estiló en su nuevo cargo, nos daba más libertad. Además, había menos bocas que alimentar y las enfermas apenas comían, por lo que nuestras escudillas ahora iban más cargadas. Cuando, como a menudo sucedía, no había tiempo para preparar una cena al uso, nos daban un enorme trozo de pastel frío, o una gruesa rebanada de pan con queso, y nos llevábamos nuestro festín a la foresta para escoger cada una un rincón a nuestro gusto donde cenábamos como señoras.
Mi sitio favorito era una piedra ancha y suave que se alzaba en pleno arroyo, seca e impoluta, y a la que solo se podía acceder atravesando el agua, lo que yo siempre lograba habiéndome descalzado antes. La piedra era ancha como para acoger holgadamente a dos personas, que éramos otra muchacha y yo. En aquel entonces, había escogido por acompañante a una tal Mary Ann Wilson, una individua aguda y observadora cuya compañía me agradaba, en parte por su ingenio y su naturalidad, y también porque me encontraba a gusto con su forma de ser. Como era algo mayor que yo, sabía más sobre el mundo, y contaba cosas que a mí me gustaba escuchar; satisfacía mi curiosidad, se mostraba indulgente ante mis defectos y nunca trataba de imponer su visión sobre la mía. Ella tenía el don de la narrativa; yo, el del análisis; a ella le gustaba informar; a mí, cuestionar. Por eso nuestra afinidad fluyó de forma natural y nos procuramos mucho entretenimiento, si no crecimiento, estando juntas.
¿Y dónde estaba entretanto Helen Burns? ¿Cómo no pasaba yo estos días de dulce libertad con ella? ¿La había olvidado? ¿O era yo tan miserable que me había cansado de su virtuosa compañía? Porque, obviamente, la tal Mary Ann Wilson de la que vengo hablando no estaba a la altura de mi primera amiga; tenía una limitada remesa de historias entretenidas, y su capacidad alcanzaba a participar de cualquier suculento cotilleo en el que yo me quisiera deslizar, mientras que Helen, si puede decirse así, era capaz de ofrecer conversación mucho más elevada a quienes disfrutaran el privilegio de escucharla.
Así es, lector, lo que yo sabía en mi fuero interno. Que pese a mis innumerables defectos y escasas virtudes, nunca me cansé de Helen Burns, ni jamás desapareció en mí ese sentimiento de afecto, más hondo, tierno y cargado de respeto que cualquier otro que hubiera albergado mi corazón. ¿Cómo iba a ser de otra manera cuando Helen, en todo momento y bajo cualquier circunstancia, me regaló una amistad honesta, en la que no tenían cabida el mal humor ni los disgustos? Sin embargo, Helen estaba enferma por aquel entonces, y hacía ya varias semanas que se la habían llevado a alguna habitación desconocida de la planta alta. Según me dijeron, no se encontraba entre las pacientes febriles en la parte hospitalaria del orfanato, pues su dolencia no era tifus, sino tisis, lo que yo, en mi inocencia, creía algo leve que se curaría con tiempo y cuidados.
Me convencí aún más de ello cuando la vi bajar un par de veces por la escalera, coincidiendo con tardes especialmente soleadas, y dejándose conducir por la señorita Temple al jardín, aunque en ninguna de estas ocasiones me permitieron hablar con ella. Solo pude apenas divisarla desde la ventana de la escuela, envuelta como estaba en mantas y sentada a cierta distancia bajo la veranda.
Una tarde de principios de junio, me quedé hasta muy tarde con Mary Ann en el bosque, deambulando hasta alejarnos del grupo, como solíamos hacer. Nos habíamos perdido y tuvimos que pedir ayuda en una cabaña solitaria, habitada por un hombre y una mujer que tenían una piara de cerdos semisalvajes que alimentaban con el fruto caído de los árboles. Cuando volvimos, ya entrada la noche, un poni que reconocimos como el del cirujano estaba atado a la puerta del jardín. Mary Ann supuso que alguna de las enfermas debía de estar muy grave, dado que habían mandado llamar al señor Bates a esas horas. Mientras ella entraba en el edificio, yo me quedé fuera unos minutos para añadir a mi jardín un manojo de raíces que había encontrado en el bosque, y que no creía capaces de sobrevivir si esperaba al día siguiente para plantarlas. Cuando terminé, me quedé allí un poco más, oliendo el dulce perfume que desprendían las flores bajo el rocío. Era una noche tan bonita, tan serena, y la luz que aún se atisbaba en el oeste prometía otro hermoso día siguiente mientras la luna se alzaba, majestuosa, en el profundo este. Estaba percibiendo todo esto como haría cualquier niña, cuando se me cruzó por la mente un pensamiento que hasta entonces nunca había abrigado:
—¡Qué triste es estar convaleciente en una cama y en peligro de muerte ahora mismo! Este mundo es tan bonito… sería una pena que a una la arrancaran de él y tuviera que irse a vete a saber dónde.
Y ahí mi mente hizo un primer esfuerzo serio por comprender lo que hasta entonces me había sido enseñado en cuanto a cielo e infierno, y, por primera vez, se removió, abrumada; y, por primera vez, echando la vista atrás, a los lados y hacia delante, lo vio todo a su alrededor como un golfo insondable. Sentía el punto en el que se encontraba, el presente, y lo demás eran nieblas informes y profundo vacío; y yo me estremecía ante la imagen de mí tambaleando y sumergiéndome en ese caos. Mientras sopesaba esta nueva idea, escuché la puerta de entrada abrirse, y por ella apareció el señor Bates, acompañado de una enfermera. Cuando ella lo hubo acompañado hasta su montura para despedirlo y estaba otra vez a punto de cerrar la puerta, corrí hacia ella.
—¿Cómo está Helen Burns?
—Muy mal —fue su respuesta.
—¿El señor Bates ha venido por ella?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Dice que le queda poco tiempo aquí.
Esta frase, pronunciada ayer, solo habría significado para mí que Helen estaba a punto de irse a Northumberland, a su casa. No se me habría ocurrido que en realidad se estaba muriendo, pero al momento lo supe. Entonces fui plenamente consciente de que Helen Burns estaba contando sus últimos días en este mundo, y que se la iban a llevar a la tierra de los espíritus, si es que tal sitio existía. Sentí un golpe de horror, y después un escalofrío de pena, y entonces un deseo, o más bien necesidad, de verla, así que pregunté en qué habitación se encontraba.
—En la de la señorita Temple —respondió la enfermera.
—¿Puedo ir a verla?
—¡Ni hablar, niña! No es buena idea. Además, ya va siendo hora de que entres; si te quedas aquí con el frío del rocío, te van a coger las fiebres.
La enfermera cerró la puerta, y yo me dirigí a la entrada lateral que llevaba hasta la escuela. Llegué justo a tiempo, pues eran las nueve en punto y la señorita Miller estaba llamando a las niñas a acostarse.
Debieron de pasar dos horas, de modo que serían cerca de las once, cuando, incapaz de dormir y deduciendo, por el manso silencio del dormitorio, que mis compañeras se encontraban todas envueltas por el tupido manto del sueño, me levanté despacio, me puse mi vestido por encima del camisón y, descalza, emprendí la marcha desde el dormitorio hacia la habitación de la señorita Temple. Estaba en la otra parte del edificio, pero yo sabía el camino, y lo veía gracias a la luna que iluminaba el cielo estival, despejado, colándose aquí y allá por todas las ventanas, de modo que llegué sin dificultad. El olor a alcanfor y a vinagre hervido me recibió cuando estuve cerca de la habitación, cuya puerta atravesé con rapidez, temiendo que la enfermera que montaba guardia me escuchase. No quería que me descubrieran y me mandasen de vuelta. Tenía que ver a Helen, tenía que abrazarla antes de que muriese, tenía que darle un último beso, hablar con ella una última vez.
Tras bajar una escalera, atravesar una parte del edificio por debajo y abrir y cerrar —sin hacer ruido— dos puertas, llegué a otro tramo de escalones, que subí, y al fin me encontré de frente con la habitación de la señorita Temple. Salvo la luz que se colaba por el agujero de la cerradura y bajo la puerta, todo lo demás era quietud. Al aproximarme, vi que la puerta estaba solo arrimada, probablemente para filtrar algo de aire en la clausura de la enfermedad. La empujé en un arranque de impaciencia, sin intenciones de esperar, todo mi ser agitado por un estremecimiento ansioso. Busqué con la mirada a Helen, temiendo encontrarme con la muerte.
Junto a la cama de la señorita Temple, cubierto solo a medias por un cortinaje blanco, había un pequeño lecho en el que se distinguía la forma de un cuerpo bajo la tela, aunque el rostro lo tapaban las cortinas. La enfermera con la que había hablado en el jardín estaba sentada en un sillón, dormida, y una vela aún arrojaba su luz tenue desde la mesa. La señorita Temple no parecía estar allí, y más tarde me enteré de que la habían mandado llamar para atender a una paciente delirante en la enfermería. Avancé hasta situarme junto al lecho y alargué la mano, pero prefería hablar antes de descorrer las cortinas. Me inquietaba la posibilidad de encontrarme un cadáver.
—¡Helen! —susurré con cautela —. ¿Estás despierta?
Se movió, retiró las cortinas y vi su rostro, pálido y demacrado, pero también sereno. Parecía haber cambiado tan poco que mis miedos se disiparon al instante.
—¿Eres tú, Jane? —preguntó con su voz suave, la de siempre.
«¡Ah!» pensé, «no se va a morir. Seguro que se equivocan. Si fuese así, no estaría tan tranquila».
Trepé a su camita y le di un beso. Su frente estaba fría, al igual que sus mejillas, tan enflaquecidas como sus manos y muñecas. Pero su sonrisa era la misma.
—¿Qué haces aquí, Jane? Son más de las once. Acabo de oír el reloj dar en punto.
—He venido a verte, Helen. Me han dicho que estabas muy enferma, y no podía dormirme sin hablar contigo.
—Entonces has venido a despedirte. Has llegado justo a tiempo.
—¿Dónde te vas, Helen? ¿A casa?
—Sí, a mi casa eterna. A mi último hogar.
—¿Qué dices, Helen? —la interrumpí, alarmada. Al tiempo que yo trataba de contener las lágrimas, a ella la sacudió un ataque de tos, que no llegó a despertar a la enfermera. Cuando se le hubo pasado, necesitó unos minutos para reponerse, y susurró exhausta:
—Jane, estás descalza. Túmbate y tápate con la manta.
Y eso hice. Helen me rodeó con su brazo, y yo me acurruqué junto a su cuerpo. Tras un largo silencio, volvió a hablar, también en susurros:
—Soy muy feliz, Jane. Cuando me muera, tienes que recordar eso en lugar de llorar, porque no hay motivo. Todos nos vamos a morir algún día, y esta enfermedad que se me va a llevar no es dolorosa, sino suave y paulatina. Estoy en paz. Tampoco dejo a mucha gente aquí, pues solo tengo a mi padre, que se volvió a casar y no me echará de menos. Voy a evitarme muchas angustias muriendo joven, porque no tengo las suficientes cualidades como para abrirme mi hueco en el mundo. Habría tenido muchos problemas.
—Pero ¿a dónde te vas, Helen? ¿Lo has visto? ¿Lo sabes?
—Creo y tengo fe. Sé que voy con Dios.
—¿Y dónde está? ¿Qué es?
—Es mi Creador tanto como el tuyo, el que nunca destruirá lo que ha creado. Confío plenamente en su poder y me entrego sin dudar a su grandeza. Estoy contando las horas hasta que la inevitable llegue para llevarme junto a él, a su lado.
—¿Entonces estás convencida de que hay un cielo y de que nuestras almas irán allí cuando muramos?
—Estoy segura de que hay un lugar más allá, y creo que Dios es bondadoso, y que le puedo confiar mi espíritu sin ningún temor. Dios es mi padre y mi amigo; yo lo amo, y creo que él me ama a mí también.
—¿Y nos volveremos a ver cuando me muera, Helen?
—No lo dudo, querida Jane. Tú irás al mismo reino de felicidad, donde te recibirá el mismo Padre universal y poderoso.
Y yo me volví a preguntar, pero esta vez para mis adentros: «¿Dónde está ese reino? ¿Acaso existe?» Y rodeé a Helen en un fuerte abrazo, pues sentía hacia ella un amor más intenso que nunca antes, y no me veía capaz de dejarla ir. Me quedé así tumbada, con la cara apoyada contra su cuello, y ella dijo con dulzura:
—¡Qué a gusto estoy! Esa tos de antes me cansó un poco y me ha entrado sueño, pero no te vayas, Jane. Quiero que estés aquí conmigo.
—Claro que me quedo contigo, queridísima Helen. Nadie me echará de aquí.
—¿Tienes frío, amiga?
—No.
—Buenas noches, Jane.
—Buenas noches, Helen.
Me dio un beso, yo le di otro y al poco tiempo nos quedamos dormidas.
Ya de día, me desperté al notar un movimiento inusual. Cuando abrí los ojos me vi en brazos de alguien. Era la enfermera, que me llevaba por los pasillos de vuelta al dormitorio. Nadie me regañó por haberme levantado de mi cama, porque todo el mundo tenía otras cosas en las que pensar, pero tampoco ofrecieron ninguna respuesta a mis innumerables preguntas. Dos días después supe por la señorita Temple que, al volver a su habitación al amanecer, me encontró en la cama, con la cara apoyada contra el hombro de Helen Burns y los brazos rodeando su cuerpo. Yo estaba dormida, y Helen, muerta.
Su tumba se encuentra en el cementerio de Brocklebridge. Durante los quince años siguientes a su muerte solo la cubrió un pequeño promontorio tapado por la hierba, pero ahora la custodia una lápida de mármol gris, con su nombre tallado sobre la palabra Resurgam.
Marina Acién Martín es graduada en Traducción e Interpretación por la Universidad de Granada. En 2021 obtuvo el XVI Premio de Traducción Francisco Ayala y en 2022 finalizó el Máster en Traducción Literaria con especialidad en francés e inglés por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente compagina la docencia en lengua inglesa con el programa de Doctorado en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid, en el marco del cual ha asistido a diversos congresos internacionales. Su principal línea de investigación es el trabajo de las mujeres traductoras en la España de principios del siglo XX, durante la Guerra Civil y en el exilio republicano español.