Lunes, 12 de agosto de 2024.
Reproducimos aquí la conferencia de Alberto Manguel del sábado 7 de junio de 2008 en la Feria del Libro de Madrid, dentro de las actividades organizadas por ACE Traductores. Este texto se publicó previamente en VASOS COMUNICANTES 41
Jorge Luis Borges opinó alguna vez que los traductores no deben ser literales. «El error —dijo Borges— consiste en que no se tiene en cuenta que cada idioma es un modo de sentir el universo o de percibir el universo1».
Traducción es el nombre que usamos para designar el acto más íntimo de lectura. Toda lectura es traducción, el pasaje de la visión formal del universo a una forma particular de sentirlo o percibirlo, de una representación del mundo-texto (en letras escritas) a otra (en letras vistas y oídas). Recientes estudios han descubierto que la zona de nuestro cerebro que organiza la recepción de texto es la misma que nos permite discernir formas y distancias; es decir que leer, desde un punto de vista fisiológico, es traducir las formas físicas del universo en representaciones imaginarias y, a la vez, espaciales. Leer es traducir materialmente la realidad del mundo en nuestra propia y sentida realidad.
Nombrar algo ya es traducirlo. Decir que eso que vemos es la señora Botella y no el estilizado perfil de un pez espada es traducir su espléndido físico a un complejo sistema de significados que, por falta de tiempo y espacio, resumimos en dos palabras, «Señora Botella», que cargan a su vez con todas las connotaciones estéticas, políticas, sociales, psicológicas del personaje.
Decir «América Hispánica» también es traducción. Es resumir una compleja geografía con sus largas historias indígenas, su colonización, su independencia, su nueva colonización, sus ciudades, sus ríos, sus obras literarias, sus fábricas, sus caminos, la vida de cada uno de sus habitantes. Todo eso y mucho más, en dos palabras que lo traducen en una forzada asociación verbal con un explorador italiano y una cultura debida a Roma. Toda traducción es conquista.
Una de las numerosas etapas a través de las cuales el continente americano intentó hallar su identidad plural y singular se produjo después de la llegada de los españoles. Entre las lenguas nativas del continente y la lengua de los recién llegados hubo encuentro, enfrentamiento, diálogo, intento de exterminación, estudio y, en cierta medida, aceptación. En la Babel de las Américas fue la traducción la que, de muchas formas, intentó reconocer al otro y a su lengua, fuera para entenderlo, para dialogar con él o para eliminarlo.
Quiere la leyenda que el primer traductor de América Hispánica fuera una mujer, doña Marina o Malinche, indígena que hace de intérprete entre Hernán Cortés y Moctezuma. Como emblema de la nueva problemática, la Malinche es una figura perfecta. José Cadalso, en la novena de sus Cartas marruecas, libro acabado en 1774, dice que es un «notable ejemplo de lo útil que puede ser el bello sexo, siempre que dirija su sutileza natural a fines loables y grandes». Desde la patriarcal perspectiva española, conviene que el primer intento de entender la lengua del otro en la tierra colonizada sea a través de un instrumento nuevo, más «débil» que el de las armas viriles, menos prestigioso que el modelo clásico masculino de traducción, de un San Jerónimo o de un Alfonso el Sabio.
Tiene algo de mágico la transformación del «babel» de los indígenas a la lengua cristiana a través de la traductora-traidora (como la llama Nora Catelli), la bella Malinche. Corresponde a toda la condescendiente estética europea de acuerdo a cuyos parámetros los exploradores juzgan el continente y su rol en él. «Te aseguro —escribe el cronista de Cadalso en la quinta carta— que todo parece haberse ejecutado por arte mágica: descubrimiento, conquista, posesión, dominio son otras tantas maravillas». Con aparente imparcialidad, agrega que, para «fundar el dictamen más sano» deberá referirse también a lo escrito por extranjeros, ya que todo lo que ha leído sobre la conquista es obra de españoles. Y explica: «La lectura de esta historia particular es un suplemento necesario al de la historia general de España».
Este es un punto esencial: leer al otro para entenderse a sí mismo. Conocer la identidad propia a través de lo que puede rescatarse de la cultura de enfrente, en el pasaje de la lengua desconocida a la que uno habla en casa. Cadalso entiende la traducción en América, en su sentido más amplio, como el proceso que devuelve el acto de exploración a su punto de partida, nombrando ya no la cartografía ajena sino la de la tierra natal. Y sabiamente asocia traducción a lectura.
A medida que la independencia de las colonias españolas en América avanza, la voluntad de fijar el mundo en una voz distinta avanza también. El castellano vernáculo comienza a distinguirse del de España ya sea deteniéndose en el tiempo, rehusando despojarse de arcaísmos, recuperando vocablos indígenas o bien inventando vocabularios nuevos para uso propio. El castellano criollo nace como una suerte de parodia de sí mismo, como una voluntad de disfrazarse de algo que no es ni indígena ni español, de algo cuyas características son justamente las de intermediario, mestizo, puente. Se ha sugerido que los primeros ejemplos importantes de traducción en México, Perú y Argentina, hacia 1800, son consecuencia de la censura ejercida por España con las leyes de Indias, que prohibían (sin mucho éxito) la importación de obras de ficción. Pedro Henríquez Ureña añade que éste es también el momento en el que la traducción en España «deja de ser la gesta individual de un artífice de una lengua todavía perfectible —Boscán, fray Luis de León, Quevedo— para convertirse en parte de un proceso editorial». En América Hispánica «aparece el público lector, cuyas apetencias empiezan a regular la producción literaria2». La traducción comienza entonces a ser orientada no ya como ejercicio de lectura singular, según el capricho de un lector letrado, sino plural, para toda una comunidad lingüística.
Heredera de la Contrarreforma, para quien la lengua griega era sinónima de herejía, la América Hispánica elige al principio traducir sobre todo del latín, pero pronto se vuelca hacia las lenguas modernas: francés, italiano y, en menor medida, inglés. El padre Anastasio de Ochoa traduce a Boileau, Racine, Petrarca y Beaumarchais; Sánchez de Tagle a Rousseau y Voltaire; Fray Servando Teresa de Mier, a Chateaubriand; Castillo y Lanzas a Byron; Juan Antonio Miralla, a Ugo Físcolo y Thomas Gray; Bartolomé Mitre, la Commedia de Dante; José Martí, Victor Hugo y Thomas Moore. (Varias de estas obras se han perdido.)
En esta atmósfera de lecturas vernáculas, anteriores y posteriores, el venezolano Andrés Bello prepara una gramática para hispanoamericanos y dice claramente en su prólogo:
No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. (…) (E)l mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América3.
Borges retoma el argumento:
Para nosotros la traducción al español hecha en Argentina tiene la ventaja de que está hecha en un español que es el nuestro y no un español de España. Pero creo que se comete un error cuando se insiste en las palabras vernáculas. Yo mismo lo he cometido. Creo que un idioma de una extensión tan vasta como el español es una ventaja y hay que insistir en lo que es universal y no local4.
Y Bello concluye con esta definición:
Una lengua es como un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que éstos ejercen, y de que preceden la forma y la índole que distinguen al todo.
La función precede a la forma: esta fórmula tan carrolliana (take care of the sense, and the sounds will take care of themselves, «cuida el sentido, y el sonido se cuidará a sí mismo»5) se aplica en gran medida a la traducción literaria en la América Hispana. «¿Para quién traduzco?» parece ser el lema bajo el cual trabajan los traductores del continente, desde la Malinche en adelante.
Siguiendo el consejo que Borges daría un siglo más tarde, los mejores traductores hispanoamericanos llevarían la noción de traducción no-literal a sorprendentes extremos. Ya no se trata de meramente verter las palabras de una lengua a otra, dando vuelta la trama, como propone Cervantes, citando a Luis Zapata citando a Horacio, «como quien mira los tapices flamencos por el revés». La tarea es más ambiciosa, más compleja, más ingeniosa: reconstruir el original en otra geografía, colonizar el paisaje con un texto extranjero, plantar en una tierra distinta el árbol de otro clima.
Esto es lo que hace, por ejemplo, el argentino Estanislao del Campo cuando en 1866 publica su Fausto: Impresiones de Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera6. Poco tiempo antes, Del Campo había asistido a una representación de la obra de Gounod en el Teatro Colón de Buenos Aires, pero la idea de hacer narrar el sofisticado argumento de una ópera a un gaucho mal instruido no fue una ocurrencia improvisada: ya nueve años antes, Del Campo había esbozado un relato en el que un gaucho asiste a la representación de una ópera de Puccini. Además del humor paródico y del encanto del personaje de Anastasio el Pollo y su compadre, Don Laguna, lo que destaca al Fausto de Del Campo es su ingeniosa traducción al campo argentino de una leyenda medieval alemana, traducida primero por Goethe en manifiesto intelectual del siglo dieciocho y luego por Gounod en declaración de la estética del Second Empire. El Fausto de Estanislao del Campo es otra cosa.
Atrás de aquel cortinao,
un Dotor apareció,
que asigún oi decir yo,
era un tal Fausto mentao.
Dijo que nada podía
con la cencia que estudió:
que él a una rubia quería
pero que a él la rubia no.
El hombre allí renegó,
tiró contra el suelo el gorro,
y por fin, en su socorro,
al mesmo Diablo llamó.
«Aquí estoy a su mandao,
cuente con un servidor».
Le dijo el Diablo al Dotor,
que estaba medio asonsao.
El Dotor medio asustao
le contestó que se juese…
—Hizo bien: ¿No le parece?
—Dejuramente, cuñao.
Pero el Diablo comenzó
a alegar gastos de viaje,
y a medio darle coraje
hasta que lo engatusó.
Estamos aquí ante un ejemplo espléndido de traducción como lectura. Porque no es el regionalismo de la lengua lo que el lector de Estanislao del Campo retiene. Ese regionalismo existe, por supuesto, pero ante todo está ese doblaje íntegro, de reencarnación del mito, que supone el Fausto criollo. Todo se transforma para conservarse mejor: no sólo la lengua original (el francés de los versos, la música de Gounod) sino, por sobre todo, ese «modo de sentir el universo o de percibir el universo» que reclamaba Borges. La historia tiene lugar en Wittenberg, o en un Wittenberg reconstruido en el Colón de Buenos Aires, pero en la mirada del nuevo espectador la escena es la pampa, Fausto es el Dotor; Gretchen, la Rubia; Mefistófeles, el mesmo Diablo. Y principalmente, el espectador es el gaucho, el autóctono, el hombre de la lengua local cuyo nuevo «modo de sentir el universo» lo transforma. Traducción, como lectura, es metamorfosis.
¿Hasta dónde puede llegar esa voluntad de apropiarse de lo ajeno, de hacer suyo lo que no lo es originalmente, de transformar lo extranjero en autóctono? Borges propone un límite en Pierre Menard, el colmo del esfuerzo traductor, en el que un texto, clásico por excelencia, se transforma en otro sin dejar de ser sí mismo, sólo por la lectura que de él hacemos. El Quijote de Cervantes y el Quijote de Menard son idénticos y fundamentalmente diferentes al mismo tiempo, como debe ser toda traducción que quiera ufanarse de perfecta.
Pero es otro el ejemplo que busco para concluir. En 1974, en El hacedor, Borges publicó un pequeño texto llamado «La trama». Quiero citarlo por entero:
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: «¡Tú también, hijo mío!» Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito. Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): «¡Pero, che!». Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.
Oírlas, no leerlas. Entonces ¿cómo traducirlas?
Años atrás, intentando compartir con amigos canadienses este texto de Borges, traté de verterlo al inglés. Varias dificultades me resultaron infranqueables. La primera, el título. «Trama» en español es «red» y también «argumento»; en inglés tiene que ser una cosa o la otra. La advertencia parentética («oírlas, no leerlas») se refiere al «¡Pero, che!» que sigue; cualquier expresión inglesa que encontremos no tiene por qué exigir la misma precaución auditiva. Y finalmente, «¡Pero, che!», locución intraducible si la hay, arraigada inconfundiblemente en el suelo argentino e imposible de plantar en cualquier otro campo lingüístico. «¡Pero, che!» parece nacida de la identidad misma del argentino, lacónica queja que no puede ser expresada en ningún otro lugar de la tierra. No se dice «¡Pero, che!» en Inglaterra o Estados Unidos, pero tampoco en España o México o Cuba. «¡Pero, che!» es casi en sí misma la definición del habla criolla.
Afortunadamente, la historia de la traducción es la historia de ínfimos milagros. Virtud, inteligencia, destreza, experiencia, investigación, azar: todos estos factores intervienen en la ejecución de una traducción lograda, pero la calidad de milagro es la única esencial. En este campo de la creación literaria, sin milagro no hay victoria.
Me había yo resignado a dejar mi traducción inconclusa, o a acabar el breve texto con algún débil sinónimo de la inasible expresión. Estaba leyendo, para distraerme, la Breve historia de Inglaterra de Chesterton, obra que Borges conocía muy bien, cuando me encontré de pronto con esta frase:
Durante mucho tiempo se pensó que la nación británica fundada por Julio César había sido fundada por Bruto. El contraste entre el muy sobrio descubrimiento y la muy fantástica fundación tiene algo de obviamente cómico, como si el «Et tu Brute?» de Julio César pudiese traducirse como «What, you here?», «¿Cómo, tú aquí?»7
El «What, you here?» de Chesterton es la traducción perfecta del «¡Pero, che!» de Borges. O más bien: el «¡Pero, che!» de Borges es la traducción perfecta del «What, you here?» de Chesterton. La traducción como lectura viaja en los dos sentidos: desde la fuente al texto original y desde el texto original a la fuente, recorridos en los que fuente y original se confunden y se redefinen. ¿Quién es el autor y quién el traductor de la expresión? ¿Borges o Chesterton? Imposible saberlo. Cronología y anacronismo no son conceptos útiles para juzgar una traducción y sus fuentes.
La tarea infinita del lector, la de recorrer la biblioteca universal en busca de un texto que lo defina, se multiplica (si el infinito puede multiplicarse) cuando ese lector admite su calidad de traductor. Entonces todo texto rescatado de la página se vuelve una multitud de otros, transformados en los vocabularios de ese lector, redefinidos en otros contextos, otras experiencias, otras memorias, ordenados en otras estanterías. Al texto fijo en la página, el lector-traductor propone un texto nómada que no acaba por anclarse nunca. Ésa es la conmovedora paradoja del arte de traducir: que a través de esas constantes migraciones, de esas exploraciones incesantes, una obra literaria puede volverse algo menos tentativo, menos azaroso que su naturaleza de obra artística le impone, y adquirir, por milagro, una suerte de inmanente inmortalidad.
NOTAS
- Jorge Luis Borges, «El oficio de traducir» en La Opinión Cultural, Buenos Aires, 21 de septiembre, 1975. (Recogido en Jorge Luis Borges en Sur (1931-1980), Barcelona, Emecé Editores, 1999).
- Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica (México, Fondo de Cultura Económica, 1978) en Nora Catelli y Marietta Gargatagli, El tabaco que fumaba Plinio: Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (Barcelona, Ediciones del Serbal, 1998).
- Andrés Bello, Gramática de la lengua castellana dedicada al uso de los americanos (1847) en Obra literaria, selección y prólogo de Pedro Graces, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985).
- Jorge Luis Borges, «El oficio de traducir».
- Lewis Carroll, Alice’s Adventures in Wonderland, capítulo IX en The Annotated Alice, with an Introduction and Notes by Martin Gardner (Nueva York, Clarkson Potter, 1960).
- Hilario Ascasubi, Santos Vega (selección) y Estanislao del Campo, Fausto. Selección por Horacio Jorge Becco. Prólogo y notas por la profesora María Taboada (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979).
- «The British state which was found by Caesar was long believed to have been founded by Brutus. The contrast between the one very dry discovery and the other very fantastic foundation has something decidedly comic about it; as if Caesar’s “Et tu Brute” might be translated “What, you here?”» G. K. Chesterton, A Short History of England (Londres, Chatto & Windus, 1917).