Walter Benjamin y la política de la traducción, y II, Esperança Bielsa

Lunes, 10 de junio de 2024.

Presentamos a continuación la segunda parte (véase aquí la primera) de la charla impartida por Esperança Bielsa el 30 de abril en el marco de los actos del Día del Libro 2024 patrocinados por ACE Traductores. El encuentro tuvo lugar en la librería Documenta de Barcelona bajo el título «Walter Benjamin y la política de la traducción» y resultó doblemente fructífero porque, además del interés de un debate sobre las ideas benjaminianas sobre la traducción, puso en contacto a una socióloga interesada por los temas de la traducción con un público de profesionales que aportaron también enriquecedores puntos de vista.

 

En el texto que sigue, las citas de Benjamin pertenecen a textos traducidos por Fruela Fernández incluidos en el libro Benjamin y la traducción de Esperanza Bielsa y Antonio Aguilera (Ediciones del Subsuelo, 2014). El encuentro contó en su organización con la participación de Yolanda Casamayor, Javier Roma y Juan Gabriel López Guix, que actuó de presentador y moderador.

 

La política de la traducción: una reconceptualización a partir de Benjamin

Fotografía de Walter Benjamin (1928) de autor anónimo ante el dibujo de la torre de Babel de Lievin Cruyl incluido en la obra de Atanasio Kircher «Turris Babel sive Archontologia» (1679). Imágenes de dominio público, vía Wikipedia. Montaje: Juan Gabriel López Guix

La reconceptualización de la política de la traducción que aquí presento tiene su origen no sólo en el mencionado texto más tardío de Benjamin «La traduction – le pour et le contre», sino también en otros escritos del autor de su época más madura, y particularmente en los ensayos «El autor como productor» (1934) y «La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica» (1935), en los que el autor articula su visión sobre la politización del arte como una alternativa a la estetización de la política.

Pero antes de entrar en lo que plantean estos escritos de Benjamin quisiera explicar por qué es necesaria una reconceptualización de la política de la traducción y mencionar las principales dificultades que nos encontramos ante las aproximaciones que se han hecho desde los estudios de traducción, y en particular la famosa distinción de Lawrence Venuti entre la traducción extranjerizante y la traducción domesticadora. En este sentido, quisiera señalar tres limitaciones principales de estas aproximaciones:

  • Una visión predominante de las políticas o estrategias de traducción en términos de efectos textuales, que resulta del todo insuficiente a la hora de evaluar el papel de la traducción en la sociedad contemporánea. Es necesario contemplar la traducción no solo como una intervención lingüística, sino también como una relación social a través de la que se establecen nuevas conexiones sociales y se modifican las relaciones de poder establecidas (por ejemplo, en la traducción y aplicación de normas globales en contextos locales específicos).
  • Una visión individualista del traductor, que todavía se apoya demasiado en la visión romántica del autor como creador. Implícitamente, las demandas para la visibilidad del autor o contra el habitus servicial del traductor buscan que el traductor se parezca más a un autor.
  • Algunas posiciones, y ciertamente la de Venuti, se autoatribuyen una superioridad ética que resulta problemática y excluyente. El purismo teórico de la traducción resistente genera rechazo por parte de aquellos que la consideran demasiado abstracta o general, o incluso inapropiada en determinadas situaciones de asimetrías culturales, como en el caso de las literaturas pequeñas.

La conceptualización que aquí propongo ofrece nuevas respuestas ante estas limitaciones, porque cuestiona los géneros y roles establecidos al tiempo que subraya los efectos sociales más amplios de la traducción. Para ello es instructivo referirse a cómo Benjamin teoriza la politización del arte en los ensayos a los que ya me he referido, donde subraya la importancia de la técnica y las masas en relación con el proceso de la transformación funcional del arte, que hace posible su emancipación del ritual y la tradición y su politización. Es especialmente a través de los nuevos medios de reproductibilidad técnica como las masas ganan acceso a los productos culturales, que manosean y absorben con una atención dispersa, por ejemplo a través de la fotografía y el cine, pero también a través de la escritura, sea en la literatura avanzada de Baudelaire, que encuentra nuevos medios para interpelar a un lector al que le cuesta leer poesía, o en la prensa soviética, en la que los lectores ganan acceso a la autoría.

En «El autor como productor» (1934) Benjamin aborda la función de las obras en relación a las condiciones literarias de producción, refiriéndose a la técnica literaria y no a sus contenidos y orientación política. Afirma que la técnica puede progresar o retroceder y defiende precisamente que lo revolucionario está en que el autor se solidarice con el proletariado como productor, socializando sus medios de producción y cuestionando la distinción tradicional entre autor y lector. Benjamin se inspira en el teatro épico de Brecht, que considera como un modelo (el término ‘transformación funcional’ proviene de Brecht). Se trata de transformar los propios instrumentos de producción y no simplemente de mostrar una tendencia revolucionaria en las opiniones o contenidos de la obra. Precisamente, en un contexto en que el mercado es capaz de asimilar «cantidades sorprendentes de temas revolucionarios» que no tienen «otra función que la de conseguir de la situación política efectos siempre nuevos para divertir al público», esta tendencia pretendidamente revolucionaria tiene efectos contrarrevolucionarios. Socializar los medios de producción significa para Benjamin que el autor «instruye a otros productores en la producción» y que es capaz de poner a su disposición un aparato mejorado. Y dicho aparato será tanto mejor cuanto más consumidores lleve a la producción, en una palabra, si está en situación de hacer de los lectores o de los espectadores colaboradores.[1]

Para Benjamin, la politización del arte implica usar los privilegios de los que gozan los escritores y los artistas para traicionar su clase de origen: el creador se convierte en un ingeniero que transforma sus medios de producción en un sentido revolucionario.

En la década de 1930, Benjamin planteaba la politización del arte como una urgente alternativa a la estetización de la política, propugnada por el nazismo. Sin embargo, después de la desaparición de las vanguardias sostener una visión sobre la politización del arte en estos términos que remiten a lo revolucionario o incluso a la distinción entre derechas e izquierdas se ha vuelto más problemático. Hoy nos encontramos ante una situación doblemente perniciosa. Contra lo que se creía hasta hace poco, el arte más rompedor y crítico no solo ha sido incorporado al museo y al canon (cf. Bürger), sino que los principios de su crítica social han servido para cambiar la vida y transformar la sociedad entera. Sin embargo, esto no ha ocurrido de la manera revolucionaria que proponían las antiguas vanguardias, sino a través de una provechosa incorporación de las nociones de creatividad y autenticidad a un nuevo capitalismo que es más poderoso y vigoroso que nunca. A los artistas se les exige que se vuelvan empresarios, mientras que a empresarios y trabajadores se les pide que sean emprendedores y creativos. Por esto, en el momento actual creo que es clave insistir no en la politización del arte sino en la politización de la traducción, precisamente porque se la considera una actividad más instrumental y servicial, de menos valor intrínseco, en una sociedad que típicamente la menosprecia.

Si trasladamos los argumentos que Benjamin esgrimía sobre la politización del arte a la traducción se desestabilizan las aproximaciones existentes a la política de la traducción y se invalidan sus categorías más básicas. Me refiero a arraigadas distinciones entre original y traducción, traducción dentro de una misma lengua y traducción entre lenguas, así como a la distinción fundamental entre escritor y lector, en este contexto específicamente traductor y lector. En primer lugar, es la técnica traductora, no los contenidos que se traducen, lo que permite una transformación funcional que convierte a los lectores en colaboradores. En este sentido, es necesario concebir al traductor no como un mero proveedor del aparato productivo en su insaciable apetito por una cantidad siempre creciente de traducciones, sino como un ingeniero, como alguien que puede transformar este aparato proporcionando a los consumidores de traducciones más medios para relacionarse con ellas, es decir, de convertir a los consumidores en productores. Esto es incluso más relevante hoy que en la época de Benjamin, cuando un número sin precedente de personas están usando la traducción y exigiendo un rol más activo en su producción a través de cualquier medio que encuentran, por ejemplo, redes de traductores voluntarios o aplicaciones de traducción. Pero quizás exija un papel más modesto por parte del traductor y no su elevación al rol de creador o a la sacralidad tradicional del autor, una modestia que Benjamin también advirtió en el teatro épico de Brecht:

Sus medios son, pues, más modestos que los del teatro tradicional; sus metas lo son igualmente. Pretende menos colmar al público con sentimientos, aunque estos sean los de la rebelión, y más enajenarlo de las situaciones en las que vive por medio de un pensamiento insistente.[2]

Este pensamiento insistente al que se refiere Benjamin también está en el centro de los nuevos conceptos que quiero introducir ahora para pensar la política de la traducción de otra manera: la traducción asimilatoria y la traducción reflexiva.

La traducción asimilatoria aplica soluciones probadas a la diferencia lingüística, generalmente a través de equivalencias preestablecidas. Tiene la gran ventaja de ser la forma más efectiva de comunicar contenidos y de basarse en rutinas preexistentes, lo que facilita enormemente el trabajo de traducción. Subordina la diferencia lingüística a las convenciones de la cultura traductora, construyendo una imagen del otro que esconde que la traducción ha tenido lugar. Similar en este aspecto a la traducción domesticadora de Venuti, la noción de traducción asimilatoria tiene la importante ventaja de hacer visible una conexión directa con extendidas prácticas culturales y políticas que caracterizan a las sociedades capitalistas modernas. Queda claro en este sentido que la asimilación es mucho más que un efecto textual.

Pero la parte más innovadora de la nueva conceptualización que aquí propongo está sin duda en el concepto de traducción reflexiva, que se remite precisamente al último Benjamin, al Benjamin que escribió el esbozo titulado «La traduction – le pour et le contre», donde concibe la traducción como una técnica y propone un tipo de traducción que «rinde cuentas de sí misma en el comentario y que convierte la diferencia entre situaciones lingüísticas en su tema» (p. 77). La traducción reflexiva extiende la reflexividad del traductor a los consumidores de traducciones, cuestionando la propiedad del traductor de sus medios de producción y abriendo su intervención al escrutinio de los usuarios. En este sentido, opera hacia una transformación funcional que no solo convierte a los consumidores en productores, sino que también adecua la traducción para su función mediadora crucial en el mundo actual en un contexto post-monolingüe, es decir, en un contexto donde la diversidad de lenguas y las interacciones entre las distintas lenguas son cada vez más visibles y cotidianas.

La diferencia entre la traducción asimilatoria y la traducción reflexiva no estaría en que la segunda es reflexiva y la primera no lo es. Toda traducción necesita una buena dosis de reflexividad para cuestionar una realidad lingüística que normalmente, cuando no traducimos, podemos permitirnos el lujo de dar por sentada. Así como toda traducción necesita también rutinas y convenciones, sin las que nos veríamos abocados a volver a empezar y repensar siempre de nuevo todo aquello que emprendemos. La diferencia entre estas dos estrategias o políticas de la traducción radica en la actitud del traductor hacia esa reflexividad que necesariamente moviliza para realizar su trabajo. Una traducción asimilatoria minimiza y esconde la reflexividad empleada por el traductor al ofrecer una interpretación final de un objecto cultural complejo y esconder su parcialidad, busca ser transparente. Por el contrario, la traducción reflexiva es más interrogativa y crítica respecto a las convenciones establecidas y, al hacerse visible de formas diversas, invita a sus usuarios a que reflexionen sobre las decisiones a las que se enfrenta el traductor, cómo sus elecciones afectan a lo que se comunica y cómo se usan las traducciones. Mediante este tipo de intervención, de carácter más experimental, la traducción reflexiva cuestiona una visión de la traducción como un proceso mecánico de substitución de palabras, ampliamente difundida en nuestra sociedad, y contribuye a una percepción renovada de su importancia social y política.

El objetivo más académico de esta reconceptualización es el de encontrar conceptos de amplia difusión en las ciencias sociales y las humanidades, a través de los cuales se facilite la comprensión de estas dimensiones sociales y políticas de la traducción. Esto parece necesario en un contexto de creciente interés por la traducción desde disciplinas diversas en lo que se ha denominado un giro traslacional, que sin embargo coexiste con el menosprecio a la traducción o con su reducción a un ejercicio mecánico de sustitución de palabras de una lengua a otra. La elección de los conceptos de traducción asimilatoria y traducción reflexiva responde al hecho de que ambos tienen una rica tradición en diversas disciplinas de las ciencias sociales, y por supuesto en la sociología, así como en amplios debates de actualidad dentro y más allá del ámbito académico. La asimilación está en el centro de los debates culturales y políticos sobre la inmigración de finales del siglo XX y del XXI, mientras que la reflexividad se percibe como cada vez más necesaria en un contexto social en el que nuestros marcos de referencia cambian rápidamente, lo que nos obliga a replantearnos nuestros conocimientos y proyectos (algo que algunos sociólogos han definido como modernidad reflexiva).

Pero un segundo objetivo mucho más amplio a nivel social y político es el de la politización de la traducción en un sentido benjaminiano. Una politización que no menosprecia las extendidas prácticas de la traducción asimilatoria, tan efectiva para la comunicación de la información a través de la diferencia lingüística y que opera precisamente sin plantearse la dificultad de su transmisión (prácticas que son necesariamente ubicuas en nuestra sociedad en ámbitos como el comercio, la diplomacia y numerosas interacciones cotidianas de todo tipo). Pero una politización que insiste en la relevancia de la traducción reflexiva en los ámbitos que Schleiermacher definió en los albores de la modernidad como los del «verdadero traductor»: la ciencia y el arte. En estos ámbitos que podríamos describir, al modo tradicional, como los más elevados y exigentes de nuestra cultura es necesaria una reflexividad que solo puede conseguirse a través de una técnica que sin duda alguna se presenta como menos elevada, aunque no menos exigente: a través de esa actividad más modesta y servicial que es la traducción, una actividad que media en la mayoría de intercambios culturales y en la que quizás se esconda, en nuestros días, un potencial radicalmente transformador. Es precisamente en esta tarea donde vosotros, como traductores, jugáis un papel muy especial mediante la politización de la traducción, es decir, a través de la socialización de vuestros medios de producción a los usuarios o consumidores de traducciones.

Se trata de una práctica reflexiva y experimental que no se puede definir de manera abstracta y que adopta una infinidad de recursos y posibilidades para apuntar de manera concreta a una serie de acciones transformadoras, que van mucho más allá de los meros efectos textuales, entre las que destaco:

  • Cuestionar los géneros, la jerarquía de saberes y las disciplinas establecidas.
  • Intensificar la colaboración entre autores y traductores.
  • Proporcionar un aparato técnico en el sentido que le daba Ortega y Gasset cuando hablaba de una traducción fea; un aparato de notas y reflexiones que haga posible que aquellos lectores que lo desean puedan acceder, a través de las traducciones que consumen, a la autoría.

A modo de ejemplo, en Benjamin y la traducción hay un análisis del libro de Behrouz Boochani, No Friend But the Mountains (2019), aparecido originalmente en la versión inglesa de Omid Tofighian, es decir, nacido en traducción. El libro que he presentado hoy aquí es otro ejemplo relevante de este tipo de intervención más experimental, que, desde la colaboración entre sus dos autores y un traductor, cuestiona y rompe con las categorías tradicionales del saber y los géneros y formas establecidos.

Para terminar solo me queda decir que, si en tiempos de Benjamin la traducción reflexiva podía ser considerada en términos revolucionarios o incluso como una traición explícita a los privilegios de clase del traductor, en nuestro presente su carácter es necesariamente muy distinto, pues es la única forma de traducción en la que resulta clave una competencia o relación humana, mientras que la traducción automática y la inteligencia artificial, que derivan de lo humano pero lo reducen mediante los datos y los algoritmos a rutinas o convenciones establecidas, son cada vez más eficientes para realizar traducciones asimilatorias. Puede ser que en el momento actual la manera más efectiva de preservar el papel de los humanos en la traducción sea precisamente esta necesaria política que busca extender la reflexividad sobre los medios y los procesos de traducción a toda la población.

 

[1] Walter Benjamin, «El autor como productor», en Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III, trad. J. Aguirre, Madrid: Taurus, 1975, p. 130.

[2] Ibid., p. 132.

 

Esperança Bielsa es doctora en Sociología por la Universidad de Glasgow y profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus investigaciones se centran el campo de la sociología de la cultura, la sociología de la traducción, la globalización y el cosmopolitismo, entre otros temas. Es autora, coautora o coordinadora de más de media docena libros, sobre todo en inglés; sus últimas obras publicadas son A Translational Sociology (Routledge, 2023) y Benjamin y la traducción, escrito en colaboración con Antonio Aguilera y con traducciones de varios textos de Benjamin realizadas por Fruela Fernández (Ediciones del Subsuelo, 2024). En 2015, su artículo «Cosmopolitanism as Translation» ganó el premio SAGE a la Innovación y Excelencia concedido por la Asociación Británica de Sociología.