Con motivo de la concesión del premio Ángel Crespo a José María Micó, reproducimos el artículo publicado en VASOS COMUNICANTES 39, primavera de 2008.
Las de Pero Grullo suelen ser verdades como puños, y la tarea de la traducción se puede definir con una formulación elemental: «Traducir literatura es traducir literatura». Tal aseveración es más compleja de lo que parece y esconde en realidad el germen de una operación ambiciosa y trascendental que muchos escritores y traductores antes que yo (y en esta misma revista, sin ir más lejos) han glosado y defendido convenientemente: «Traducir literatura es crear literatura». Pero se trata de un ideal que también esconde la trampa de la desilusión, porque a veces no pasa de ser una actividad vocacional con difícil acomodo en las leyes y en los caprichos del mercado cultural o editorial. En cualquier caso, mis primeras experiencias de traductor fueron vocacionales y casi secretas: un soneto de Shakespeare, por devoción; un poema de Housman, por desafío; dos sonetos de Auden, por encargo; seis motetes de Montale, por capricho, y una novela de Josep Piera, por amistad.
Fue mi admiración de lector por Ludovico Ariosto, combinada con razones de carácter filológico, la que me llevó a traducir las siete extraordinarias Sátiras que el autor del Orlando compuso entre 1517 y 1525 y que, a pesar de que influyeron mucho en los poetas españoles del llamado Siglo de Oro, no se habían traducido nunca a nuestra lengua (Barcelona, Península, 1999). Después decidí traducir la poesía de Ausiàs March (Páginas del Cancionero, Valencia, Pre-Textos, 2004), pero el azar que me ha traído a estas Jornadas y a estas páginas tiene que ver, obviamente, con el Orlando furioso[1].
No será necesario recordar una vez más la indiscutible verdad sobre los libros traducidos que Cervantes pone en boca de uno de los amigos de don Quijote («jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento», I, 6), pero tal vez resulte aleccionadora la lectura de otro pasaje menos frecuentado —salvo por los traductores— en que el propio Caballero de la Triste Figura conversa en la imprenta barcelonesa con un traductor del italiano (II, 62):
—¡Cuerpo de tal —dijo don Quijote—, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piace, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga più, dice más, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.
—Sí declaro, por cierto —dijo el autor—, porque esas son sus propias correspondencias.
—Osaré yo jurar —dijo don Quijote—, que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. […] Y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen.
Don Quijote se hace eco de un prejuicio humanístico contra la traducción de poesía en lengua vulgar, pues deja expresamente fuera, como dignas de todo elogio, las versiones «de las reinas de las lenguas, griega y latina». Ese prejuicio perdura hoy bajo diversas formas que a veces rozan el ridículo, como cuando, para preciarnos de eruditos o por no parecer ignorantes, citamos obras literarias extranjeras en su lengua original, que tal vez no dominamos y que posiblemente hemos leído en el castellano del traductor de turno. Por tanto, empezaré por confesar públicamente mi pecado de traducción de «lenguas fáciles», y concretamente del catalán y el italiano, dos de las lenguas más próximas geográfica e históricamente a la española. Esta labor, que parece estar en las antípodas de la investigación filológica monolingüe, forma parte a mi ver del mismo horizonte, del mismo paisaje y del mismo designio, porque toda traducción poética comparte el propósito más noble de la filología, que es el de entender y dar a entender los textos, y la ambición más alta de la creación, con la peculiaridad o la ventaja de ser una ambición secreta y servil, consagrada a la reconstrucción, es decir, a la recreación de una virtualidad literaria ajena. Si, como escribió Octavio Paz, «aprender a hablar es aprender a traducir», los textos literarios sólo pueden cobrar su sentido pleno cuando son reiterada e incansablemente traducidos a través de las generaciones.
En este punto es necesario establecer una distinción entre dos conceptos manejados por la teoría de la traducción y que el lector puede ver tratados en el importante estudio de Umberto Eco, Dire quasi la stessa cosa; me refiero a los conceptos de reversibilidad y de equivalencia funcional. La reversibilidad, tal vez factible en textos no literarios y próximos en el tiempo, es prácticamente inalcanzable en textos poéticos, sobre todo si pertenecen a épocas remotas. Imaginemos a Camões devuelto al portugués a partir de la traducción latina que de algunos de sus sonetos hizo Vicente Mariner, o a Marcial re-latinizado a partir de una décima de Quevedo. El resultado sería absurdo, y aunque tal vez conservase una parte esencial de la información semántica, las pérdidas poéticas serían irreparables. Sin embargo, Quevedo tradujo a Marcial en redondillas, quintillas y décimas porque esa era la mejor manera, y tal vez la única, de naturalizarlo como poesía epigramática para sus contemporáneos. ¿Habría hecho mejor calcando artificiosamente la métrica cuantitativa de su modelo? Al mismo Quevedo se ha atribuido alguna vez, creo que por error, una traducción parcial del Cant espiritual de Ausiàs March en la que, evitando la transposición en endecasílabos, se opta también por la redondilla, decisión muy efectiva para aproximarla al tono de la poesía religiosa barroca:
Con el fin de que la gran literatura del pasado siga siendo literatura para nosotros, debemos aspirar a la máxima reversibilidad posible del sentido literal y a la máxima equivalencia funcional de los elementos estilísticos, metafóricos, retóricos, versificatorios y aun culturales, porque el texto de los clásicos goza del privilegio de la perennidad, pero cada época necesita sus traducciones.
La primera traducción del Orlando furioso, y también la más afortunada editorialmente, fue la de Jerónimo de Urrea (1549). El «capitán» Urrea, aludido para mal en el Quijote, eliminó buena parte del canto tercero (el de exaltación de la familia d’Este), desvirtuó episodios importantes (entre ellos el del viaje de Astolfo a la luna) al suprimir por motivos religiosos varias octavas con alusiones al arcángel san Miguel o a san Juan Evangelista, dulcificó las críticas ocasionales a los españoles y, sobre todo, añadió no pocas octavas (especialmente en el canto XXXV) para incorporar a su versión un elogio de diversos próceres de los que Ariosto no tuvo noticia. Hoy esa conducta nos sorprende, pero era bastante común y respondía al deseo interesado de traducir de manera efectiva el elemento panegírico que contenía el original. Además, tanto la atenuación de las implicaciones religiosas como la hispanización de los temas y de los personajes se dieron en otras traducciones del Furioso, como en la versión, también en octavas, de Hernando de Alcocer (1550) y en la prosificación de Diego Vázquez de Contreras (1585), elogiada por Alonso de Ercilla precisamente porque el traductor había acertado a quitar «las cosas licenciosas y las impertinentes para nuestra nación».
No se conocen traducciones de los siglos XVII y XVIII, pero a lo largo del XIX aparecieron varias, tanto en verso (de Augusto de Burgos y de Vicente de Medina y Hernández) como en prosa (de Manuel Aranda y Sanjuán y de Francisco J. de Orellana). La última traducción versificada, publicada en 1883, fue la del incansable Juan de la Pezuela, conde de Cheste, quien suprimió el largo y divertido episodio de Astolfo y Giocondo (es decir, casi todo el canto XXVIII), mientras que la pudicia o el nacionalismo le inspiraron otras muchas censuras menos llamativas y más estratégicas.
De eso hace más de ciento veinte años, y hoy todas esas traducciones, en verso o en prosa, tienen un indudable interés histórico y filológico, pero no literario, y ni siquiera nos aseguran la comprensión literal y completa del texto de Ariosto. Además de las censuras o modificaciones arbitrarias que las hacen inútiles para un lector de hoy, los dos traductores más destacados, Jerónimo de Urrea y Juan de la Pezuela, fueron víctimas de lo que podríamos llamar la superstición de la forma. La conservación o el calco escrupuloso de las rimas en disposición idéntica a la original (es decir, la octava con rimas consonantes ABABABCC) no es garantía alguna de fidelidad, y aun puede suceder lo contrario, pues suele obligar a decir cosas que el autor nunca dijo. Pondré un par de ejemplos tomados literalmente al azar, con la única prevención de que procedan de episodios importantes.
En la isla de Alcina, Ruggiero se topa con unos personajes monstruosos que son la representación alegórica de los pecados (Orlando furioso, VI, 62).
Chi senza freno in s’un destrier galoppa,
chi lento va con l’asino o col bue,
altri salisce ad un centauro in groppa,
struzzoli molti han sotto, aquile e grue;
ponsi altri a bocca il corno, altri la coppa;
chi femina è, chi maschio, e chi amendue;
chi porta uncino e chi scala di corda,
chi pal di ferro e chi una lima sorda.
Por mor de la rima, Urrea convierte la lentitud del asno y el buey (v. 2) en «corredor, suelto venado»; el conde de Cheste transmuta los tres tipos de aves del verso 4 (avestruces, águilas y grullas) «en gimios y en raposas»; después conserva algo del paralelismo del v. 5, pero a costa de decir absurdamente «éste un cuerno, botella aquél destapa», y los monstruos del pareado, provistos en Ariosto de garfios y escalas de cuerda, van en Pezuela «vibrando un asador, de un perro encima».
En otro pasaje del Orlando, un viejo ermitaño quiere aprovecharse de Angélica, a la que ha dormido con una pócima (VIII, 49-50):
Egli l’abbraccia et a piacer la tocca
et ella dorme e non può fare ischermo.
Or le bacia il bel petto, ora la bocca;
non è chi ’l veggia in quel loco aspro et ermo.
Ma ne l’incontro il suo destrier trabocca;
ch’al disio non risponde il corpo infermo:
era mal atto, perché avea troppi anni;
e potrà peggio, quanto più l’affanni.
Tutte le vie, tutti li modi tenta,
ma quel pigro rozzon non però salta.
Indarno il fren gli scuote, e lo tormenta;
e non può far che tenga la testa alta.
Al fin presso alla donna s’addormenta;
e nuova altra sciagura anco l’assalta:
non comincia Fortuna mai per poco,
quando un mortal si piglia a scherno e a gioco.
Ariosto ensarta maliciosamente una serie de alusiones sexuales basadas en el contraste entre el destrier («corcel») y el rozzon («rocín, jamelgo»): el ermitaño quiere y no puede, porque el cuerpo no le responde («non può far che tenga la testa alta»). Urrea dice las dos veces rocín e intenta compensar en las rimas, aun a costa de convertir «quel loco aspro et ermo» en un «vallejo» y el «per poco» en un «por poquito», el humor que se le escapa por la otra vía. La metáfora zoológica desaparece por completo de la traducción del Conde de Cheste, para quien el ermitaño «en vano se revuelve y se atormenta».
Imagine el lector cuál puede ser el saldo de estas leves y aleves infidelidades en una obra de casi cuarenta mil versos. Ariosto ya no era Ariosto, y urgía recuperar en castellano y, con ello, devolver a la literatura española uno de los textos más influyentes de la literatura universal, que fue inspiración y ejemplo para maestros como Cervantes, Góngora o Lope de Vega. Más allá de la increíble riqueza y variedad de los episodios, convenía preservar también la legibilidad de la narración, la musicalidad del verso y la agilidad de la ironía, tres de las grandes virtudes del Orlando furioso que, por una razón u otra —alguna vez por impericia de los traductores, pero sobre todo por la misma evolución de la lengua y por las transformaciones de la sociedad literaria—, se habían difuminando o desvanecido. Como mínima muestra de mis opciones de traducción, doy aquí la versión de las recién citadas octavas de Angélica y el ermitaño:
Él la abraza y la toca, y ella duerme
sin poder hacer nada. Como nadie
lo ve en aquel lugar desierto y yermo,
la besa ora en el pecho, ora en la boca.
Mas su corcel tropieza en el intento,
porque el cuerpo gastado no responde:
no le permite obrar su edad anciana,
y menos puede cuanto más se afana.
Lo intenta de mil modos, pero el pobre
jamelgo ya no está para dar saltos.
Tensa la rienda, le sacude el freno,
mas no consigue que alce la cabeza.
Al fin junto a la dama se adormece,
y aún ha de sucederle otra desgracia,
que la Fortuna, cuando prende a alguien,
no lo quiere soltar sin ensañarse.
Después de muchas reflexiones y probaturas, opté por una traducción en estrofas de ocho endecasílabos: sueltos los seis primeros, y en rima asonante o consonante los dos últimos, para que el pareado de cierre —además de otras asonancias ocasionales en los pasajes más elaborados y aliterativos— garantizase la función cohesiva y estructurante de la octava, de gran importancia en el compromiso lírico-narrativo del romanzo ariostesco. A juzgar por lo que hicieron Urrea, Alcocer y Vázquez de Contreras, en el siglo XVI sólo eran concebibles las dos soluciones extremas: o la octava con rimas ABABABCC o la prosificación, pero hoy podemos buscar otras fórmulas que, evitando las tergiversaciones de las rimas forzadas, preserven la condición poética del original. Creo que la misma fórmula aplicada al Orlando valdría para la Gerusalemme liberata de Torquato Tasso, que anda entre nosotros bastante desvalida y que algún día habrá que traducir como merece.
Sea como fuere, no me cabe duda de que, con el pasar de las generaciones,
Forse altro tradurrà con miglior plettro.
[1] Recojo aquí, con novedades, modificaciones y matices, algunos párrafos de los lugares en que he tratado con más extensión de este asunto: la nota introductoria a mi traducción del Orlando Furioso (Madrid, Fundación Biblioteca de Literatura Universal – Espasa-Calpe, 2005) y el monográfico que coordiné para la revista Ínsula sobre La traducción poética en España (septiembre de 2006).