Publicado en la primavera de 2002,
Recuperado el 28 de septiembre de 2019.
Premio Nacional de Traducción en 1989 por El avance del saber de Francis Bacon; otra vez Premio Nacional en 1993 por Posesión, de A. S. Byatt; traductora de Henry James, Oscar Wilde, Lady Gregory, Walter de la Mare, Gerald Durrell, William Steig, John Updike, Annie Proulx, etc. y de un centenar de artistas e historiadores del arte…
Una lluviosa mañana de marzo, Carmen Francí se presentó en su casa-biblioteca cargada con un casete, dos cintas –la tercera la aportó la entrevistada–, una máquina de fotos digital, pilas de repuesto –hicieron falta–, papel con notas previas que olvidó oportunamente, lápiz y paraguas –que también estuvo a punto de olvidar– con el propósito de hacer la primera entrevista de su vida.
La nuestra no parece una profesión vocacional y, por lo general, los traductores nos encontramos ejerciendo esta profesión por casualidad. ¿Cómo llegaste a ser traductora?
En mi caso sí fue por vocación.
¿Cuándo eras pequeña decías que querías ser traductora?
No exactamente. Pero mi padre sabía varios idiomas y en mi casa había libros en otras lenguas, cosa que me llamaba mucho la atención. De pequeña iba detrás de él pidiéndole que me enseñara inglés o italiano. Fue idea de mi madre ponerme a estudiar inglés muy pronto, incluso antes de empezar el bachillerato, y el título de la Escuela Oficial de Idiomas, el que sigue existiendo, lo saqué a los trece años.
Después, primero quise estudiar una carrera de ciencias, pero cambié de opinión y empecé Filosofía Pura y a la vez Historia del Arte, que es en lo que me licencié. Como la salida de las carreras de letras solía ser la enseñanza, y a mí eso me daba pavor, pensé que me gustaría dedicarme a traducir. Mis primeras traducciones son de cuando tenía veintiún años y no había terminado aún la carrera. Es lo único que hecho.
¿No has tenido otra profesión más estable?
No, no he trabajado en ninguna otra cosa, si se exceptúan dos etapas, una larga y otra cortísima, en tareas de asesoría editorial, sin estar en plantilla. Colaboré durante cuatro años en Alianza, poniendo en marcha la colección de arte Alianza Forma.
De manera que soy traductora vocacional y llevo treinta años dedicándome exclusivamente a la traducción. Supongo que soy un caso raro, porque muchos traductores simultanean este trabajo con otro.
No, no creo que sea tan raro. Y cada vez menos, porque los licenciados en facultades de traducción pretenden dedicarse a traducir.
Cuando yo empecé en 1971 no existían estudios de traducción, ni siquiera a nivel de posgrado, y no tenías ni idea de por dónde empezar ni a quién dirigirte. Yo empecé porque un amigo me ofreció traducir unas obras de teatro. Y luego, eso sí, enseguida, vi un anuncio en el periódico y estuve trabajando para una agencia durante dos años. Aquello fue horroroso, pero siempre he dicho que fue una escuela fantástica para curtirse. Te salían los temas más dispares. Con lo cual no he hecho nunca, ni entonces ni después, ningún estudio específico sobre traducción. Soy vocacional y autodidacta.
Recuerdo que me presenté en Alianza en busca de trabajo cuando llevaba poco más de un par de años traduciendo, y Jaime Salinas, que entonces era todavía el director literario de Alianza y poco después pasaría a dirigir Alfaguara, me dijo: “¿Y tú quieres dedicarte a la traducción? Piensa que es dificilísimo mantenerse de eso”. Yo era joven entonces y no me importó aquel jarro de agua fría, pero Salinas tenía razón.
¿Has traducido siempre del inglés?
Sí, salvo alguna cosa de francés o italiano, pero no es lo mío. En el inglés es donde me siento segura.
Cuándo traduces un clásico, por ejemplo El avance del saber de Francis Bacon, que es de 1605, ¿cómo abordas la traducción? ¿Intentas reproducirlo en un lenguaje similar al que podría haber tenido en una traducción de la época?
Hay una inmersión que es necesaria para el traductor, pero también es una búsqueda de lo imposible. De ninguna manera te puedes limitar a los recursos de expresión de una época en la que no has vivido. Es una pretensión que nunca se cumple, pero es interesante intentarlo. Para esa traducción me armé del único diccionario histórico que existía entonces, la Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, y procuré no utilizar palabras que hubieran llegado al español de mediados del XVIII para acá. Yo no podía convertirme en una española del siglo XVII ni se trataba de eso. Nunca se trata de eso. De lo que se trata es de encontrar algo intermedio. Es un poco la misma operación que la búsqueda de un registro adecuado, igual que cuando traduces, por ejemplo, literatura infantil. Tienes que buscar un marco coherente con unas determinadas limitaciones y moverte dentro. Y, al mismo tiempo, tampoco puedes hacer un producto totalmente artificial y ajeno a como se habla y se escribe ahora. Pero hay todo un terreno intermedio donde se puede trabajar. En cualquier caso, yo sigo pensando que hay que bañarse periódicamente en los clásicos aunque no se trabaje en textos antiguos.
¿Aunque traduzcas a autores contemporáneos?
Sí. Porque la matriz está allí. La matriz de un determinado uso de las posibilidades del lenguaje está allí. El léxico ha crecido y sigue creciendo, pero la construcción de la frase, valores como la claridad, la variedad, la riqueza, están allí. Y también está allí la escuela de la concisión. Hablando una vez ante estudiantes de traducción, les recomendaba, y seguiría recomendándoselo a cualquiera, que leyeran mucha poesía, antigua y moderna, y también poesía popular. Ahí es únicamente donde se aprenden la concisión y la precisión. Cuanto más revisas traducción, más la reduces. Esa es una de las paradojas que a mí me gustaba comentar en tiempos: cobramos por línea o por palabra y resulta que cuanto mejor lo hacemos, menos cobramos. Cada vez que mejoras un texto, el texto se acorta. Se trata de decir las cosas sin circunloquios, sabiéndose valer de los recursos del lenguaje: la palabra justa, la sintaxis precisa y clara. Y eso se aprende en los clásicos y muy singularmente en la poesía de cualquier época, porque sobre eso trabajan los poetas. Y la poesía popular tiene el añadido de la chispa, de la gracia.
¿Crees que tienes un estilo propio? O, como diría Manuel Rivas, ¿haces un karaoke perfecto?
No se debería tener un estilo propio, pero es inevitable, porque hay expresiones que nos gustan y otras que no, verbos de los que huimos y otros que usamos, tendemos a una manera particular de plantear la frase; pero deberíamos limitarlo en lo posible. El traductor debe ser muy esclavo del original. Para eso ayuda el traducir mucho y el traducir cosas de distintos registros, de distinto tono. A mí me ha ayudado siempre simultanear la traducción literaria con la no literaria. Y eso que son cosas tan distintas como ir en burro o en coche de carreras: tienes que forzarte muchísimo para salir de unos esquemas y meterte en otros. Pero eso te agiliza.
Es curioso que en los intérpretes de música la limitación sea una virtud: un buen intérprete de Bach tendrá a gala no dedicarse a Beethoven. Los traductores no podemos permitirnos elegir un estilo que sólo encaje con algunos autores: sería una limitación, una carencia imperdonable.
Eso es muy interesante. El pianista que toca muy bien a Beethoven no suele tocar bien a Chopin, ¿por qué? Porque a unas personas les interesa lo que hay en Chopin y a otras lo que hay en Beethoven.
Pero insisto en un tema que me interesa: el traductor no es un trabajador de la literatura sino de la lengua. Tienes que estar enamorado del fenómeno lenguaje. Eso no es tan sencillo. Hay escritores de obra propia que nunca han sido conscientes del lenguaje, nunca han dado el paso atrás para reflexionar sobre lo fascinante que es esto que necesito y que al mismo tiempo es ajeno a mí. Claro, si eres un apasionado del lenguaje, la traducción es un trabajo apasionante de por sí, independientemente de que se trate de una novela excelsa o de un articulillo, porque la materia prima que manejas es esa maravilla que es la lengua española. Tenemos la suerte de tener una de las grandes lenguas del mundo en cuanto a posibilidades, riqueza, flexibilidad. Al fin y a la postre, lo que habrá ganado un traductor al cabo de una vida dedicada a la traducción puede ser, efectivamente, cierta profundización, que puede ser vitalmente importante, en los recursos de su propia lengua. No puedes prescindir del acervo histórico de la lengua, no puedes ser un mono de imitación de los veinte escritores que están en el candelero. Me interesa, por ejemplo, el momento en que parece que una expresión está a punto de desaparecer. Es una responsabilidad nuestra, como escritores, que no pase eso. Lo que suele ocurrir con el traductor es que no se atreve. En ese punto tenemos que ser permanentemente combativos. El traductor no debe ir siempre licuando, planchando las cosas; debe intentar utilizar una frase castiza si le parece que encaja.
Entonces, ¿te definirías como traductora todo terreno?
Sí, me presento como traductora todo terreno. Y me presento así ante traductores literarios y ante traductores técnicos o científicos. Por varias razones. En primer lugar, porque para mí un traductor es un trabajador de la lengua, no es un trabajador de la literatura. Y, además, cuantas veces he reflexionado –en grupo o en solitario– sobre en qué consiste la operación de traducir, nunca he encontrado diferencias esenciales entre la traducción literaria y la traducción técnica. Fundamentalmente creo que son lo mismo. Y luego entran ahí las inquietudes personales: soy un espíritu curioso y, en ese aspecto, estoy contenta con nuestra profesión –en otros no– porque verdaderamente te da ocasión de tratar con materias muy diversas, tienes que documentarte. En esto también mi trayectoria ha sido algo distinta de la de muchos colegas que se han dedicado específicamente a la literatura. Yo nunca me he esforzado mucho por hacer sólo literatura; es más, he rechazado muchas novelas porque creo que hay que traducir con ilusión, con entusiasmo; y si la novela no me gustaba, prefería hacer otra cosa.
Claro que en treinta años de profesión caben etapas muy distintas. Al principio hice sólo libros, libros comerciales para editoriales; ahora, en cambio, casi no hago ninguno.
¿Por qué?
Trabajo para un par de organismos internacionales. Y poco a poco, sin yo buscarlo, quizá por mi formación previa y la etapa de Alianza Forma, poco a poco me fui especializando en arte, y en los últimos años he hecho muchos catálogos de exposiciones. En otra época de mi vida traduje bastante economía. He trabajado casi siempre en el campo de las humanidades, pero no estrictamente en lo literario. También hubo un momento en el que me habría apetecido dedicar gran parte de mi vida laboral a traducir a Henry James, pero por razones económicas lo fui dejando. Ahora, con noventa libros y casi quinientos trabajos de menor extensión, resulta que mi producción es muy variada; y, desde luego, la literatura no es lo principal.
¿Por decisión propia?
Y por la situación laboral del traductor literario.
Es decir, como los editores no te han ofrecido tarifas que te permitieran vivir de esto, los lectores te hemos perdido como traductora.
Exactamente. Es lógico que acabes dedicándote a otro tipo de traducciones, a no ser que te plantees como meta de tu vida profesional el tener una larga lista de autores, pero eso a mí no me ha preocupado nunca. Además, tampoco me habría gustado; en este momento no me sentiría capaz de traducir cuatro novelas al año. A menos que fueran cuatro novelas maravillosas, apasionantes y con un nivel de reto profesional alto. Y entonces no te da para vivir. Hace poco me ofrecieron un clásico que reunía esas condiciones y que me habría dado trabajo para dos años. No lo pude aceptar.
Pero si la tarifa hubiera sido adecuada, lo habrías aceptado.
Claro, pero habría tenido que ser diez veces lo que me ofrecían.
¿Diez veces? Sería interesante calcularlo.
Dejémoslo en cinco o seis. Para un traductor que compagina la traducción con otro trabajo puede ser más fácil aceptar estas tarifas. El problema es cuando pretendes vivir de esto. Quizá el problema lo tengamos pocos.
Claro, pero lógicamente son los más profesionales y tal vez sean los mejores.
Será porque los editores se equivocan, porque nadie concibe un proceso de producción de una mercancía que dependa de un amateur en una de sus partes. Podríamos decir que nadie pretende vivir de escribir sonetos, pero es que tampoco nadie basa su negocio en la comercialización de sonetos. Pero si hay señores que basan su negocio en la comercialización de traducciones, ¿por qué no podemos vivir de traducir? Ahí hay una contradicción flagrante. Yo no puedo basar mi negocio en la fabricación de un producto en una de cuyas etapas se requiere la afición como sustituto de la remuneración. Una traducción es un insumo como cualquier otro. En ningún proceso de producción hay un insumo que sea «la afición».
Yo he conocido colegas que decían que no podían permitirse el lujo de hacer más de una revisión. Yo no soy capaz de trabajar así. No puedo. Un libro necesita una revisión o tres o cuatro. Y, además, la tarea de documentación que exige cualquier traducción es algo que no se puede calcular de antemano, y tampoco en ese aspecto se puede escatimar tiempo. Yo he traducido novelas que han exigido gran cantidad de horas de documentación, de búsqueda de libros, de consultas a gente… Y eso para una novela. Si empiezas a pensar que por 1.500 pesetas la página vas a dedicarle sólo media hora… Habrá quien pueda trabajar así; yo no. Yo soy de los que no entregan a tiempo (los editores han sido muy pacientes conmigo), porque me parece que este trabajo requiere una autocrítica feroz hasta llegar a eso que dicen los directores de cine: «para mí está bien». Pero para llegar a ese «para mí está bien» puede hacer falta mucho tiempo. Lo mismo que en el cine para dar por buena una escena puede ser necesario rodar tres días o quizá baste una sola toma. Es absolutamente necesario no vivir con el agobio de que tienes que entregar a fin de mes una cantidad de trabajo, no sólo porque te lo exija el editor, sino porque tu economía se hunde. Yo así no puedo trabajar.
A mí me gusta traducir independientemente del carácter del texto. Me gusta la tarea en sí, me gusta resolver problemas. La traducción es un puro resolver problemas: que éstos sean los de una conferencia sobre Goya o un cuento para niños no es lo esencial. Lo esencial es ese forcejeo con la lengua, con la escritura. Si poco a poco te van surgiendo oportunidades de hacer un trabajo mejor pagado, es lógico que lo tomes. He conocido traductores excelentes que se han perdido del todo para la traducción literaria o de libros, gente magnífica que se fue, por ejemplo, a la Comisión de Bruselas. Será lamentable, pero es justo que sea así. No hay ninguna otra profesión seria en la que se ofrezca la misma remuneración a un veterano reconocido que a un principiante. Las editoriales no manejan una escala de tarifas según la dificultad del texto y la capacidad del traductor. Te halagan diciéndote que recurren a ti porque sólo tú puedes hacer un texto endiablado, y a cambio te ofrecen lo que a todo el mundo. Es absurdo.
Tampoco es sólo el dinero. Yo siempre me tenido un trato muy cordial con los clientes institucionales, e incluso he hecho entre ellos muy buenos amigos. De los editores en general, con contadas excepciones, no puedo dejar de decir que su desprecio es francamente terrible. No se entiende. La editorial para la que gané el Premio Nacional de Traducción por la novela de Byatt jamás me volvió a llamar, ni siquiera para ofrecerme obras posteriores de la misma autora. ¿Qué más puede hacer un traductor por su editor?
¿Lees traducciones de aquellos idiomas que conoces?
Pocas.
¿Por principio? ¿Porque te resulta insoportable?
Porque es preferible ir siempre a las fuentes.
Sin duda, pero es paradójico que algunos traductores no quieran leer jamás traducciones: es como el médico que jamás quiere confiar su salud a otros médicos, como si existiera una tremenda desconfianza hacia los compañeros de profesión.
No, no soy estricta en eso. Pero si se trata de literatura, prefiero no hacerlo.
¿Crees que ahora se traduce mejor o peor?
No lo sé. Se traduce muchísimo más que antes, y por puro volumen es lógico que se traduzca peor. No sólo todo lo relativo al cine y la televisión, sino también en el campo del libro. Las editoriales traducen muchísimo y equivocadamente: se traduce muy poca investigación, pensamiento, clásicos, y en cambio gran cantidad de basurilla narrativa, que es con lo que tienen que pechar los traductores. Se traduce demasiado y demasiado deprisa, como también se escribe demasiado y demasiado deprisa. Uno de los problemas con los que nos encontramos últimamente –hace veinte años no era así– en el ensayo o artículos científicos es que los originales son horrorosos porque están hechos a todo correr. Un profesor de economía, un crítico de arte, hace siete cosas a la vez y no tiene tiempo de revisar y pulir. Antes ni se te pasaba por la cabeza que no pudieras fiarte de lo que había escrito el autor. El autor siempre tenía la razón. Ahora continuamente hay que estar comprobando datos. Raro es el trabajo que puedes entregar sin una serie de notas resaltando errores. Eso significa que el traductor ha ido convirtiéndose en estos años en traductor más revisor.
Sobre todo si trabajas con versiones que todavía no son definitivas. Algunas veces los editores quieren lanzar la traducción de una novela al mismo tiempo que el original por cuestiones de marketing y te hacen trabajar con versiones a medio hacer.
¿También sucede con las novelas? Increíble.
Entonces, ahora revisas totalmente el original, compruebas ortografías y fechas.
Hasta donde sea necesario. Si yo no lo tengo claro, ¿cómo lo va a tener el lector? Hay una parte de nuestro trabajo que es casi mecánica, pero hay un punto de la revisión en que tienes que enterarte a fondo, saber si eso es así. Los traductores científicos tienen que seguir la argumentación del artículo y ver si las estadísticas cuadran o no cuadran, o entender la reacción química que traducen. El primero que debe entenderlo todo es el traductor.
Hablemos del método de trabajo que sigues: ¿calculas el tiempo que dedicas a cada página?
Ah, no tengo ni idea. Hace años tuve un contador de los que utilizan los pilotos para llevar la cuenta de sus horas de vuelo y lo ponía cuando empezaba a trabajar. Tras el primer libro que acabé perfectamente cronometrado por ese sistema, me deprimió de tal modo ver a cómo me salía la hora que no lo quise volver a emplear.
En cuanto al método, no me gusta hacer una lectura previa antes de lanzarme a traducir. Comprendo que sería estupendo para ver cuáles son las pegas, qué libros necesitas, etc. A mí no me gusta. Me gusta lanzarme. Y, además, me parece que así también mi experiencia es más semejante a la del lector. Yo tengo que ir enterándome sobre la marcha. De ahí sale un borrador. Ese primer borrador pasa por una revisión en la que no queda títere con cabeza. Mis revisiones son tremendas porque mis borradores son flojos. En la segunda revisión sigo cotejando con el original. Finalmente, hago por lo menos una tercera revisión rápida, para tenerlo todo en la cabeza, sin el original. En esa última descubres muchas inelegancias de lenguaje, incoherencias y repeticiones que se te habían pasado por trabajar demasiado despacio.
Sí, a mí también me gusta ese método, pero tiene un grave defecto: es fácil que en el primer borrador se cuelen errores que luego debes localizar y corregir. Dicho de otro modo: exige más tiempo y energía corregir que hacer bien las cosas a la primera avanzando muy despacio.
Sí, claro. A mí la lógica me dice lo mismo, lo que pasa es que mi impulso es tirar para adelante. Cuando voy despejando esas cosas es en la revisión, no en el borrador inicial.
Revisando traducciones, tanto mías como ajenas, me he dado cuenta de que hay muchos errores absurdos, derivados de lecturas apresuradas, que podríamos calificar de «lapsus binarios», en los que el traductor confunde arriba con abajo, izquierda con derecha, el norte con el sur, la afirmación con la negación…
Eso puede ser tremendo. Te decía antes que hemos llegado a ser, a la vez que traductores, revisores. Eso respecto al texto original. Pero también se nos ha cargado otra tarea que antes era propia de otro profesional, por el paso de las imprentas de la composición tradicional a lo que es ahora la fotocomposición. Siempre se ha sabido que los impresores eran gente de una cultura extraordinaria, e incluso había escritores muy descuidados que tenían la tranquilidad de que en la imprenta les corregían los gazapos. Ahora ya no hay nada de eso; cada vez más, lo que entregas es lo que sale.
En cierto modo es un alivio, porque cuando viene el corrector y de un plumazo cambia aquello que has pasado horas investigando…
Claro, claro, eso es horroroso, te subes por las paredes. Desde ver que te introducen faltas de ortografía hasta errores de bulto. Alegremente y sin consultar, a mí me acaban de «mejorar» un texto donde se citaba por su título en flamenco un cuadro de Rubens que representa a su segunda mujer, y, gracias al alegre «corrector», el nombre del cuadro en flamenco ha pasado a ser el nombre de la señora. O sea, que creíamos que se llamaba Hélène Fourment, pero según el experto de turno ahora se llama Het Pelske, que quiere decir «la pelliza». Y eso se me atribuye a mí como firmante de la traducción, y a quien ha cometido esa y otras tropelías ni se le nombra. No tiene ninguna gracia.
El problema es serio, y no consiste en que el traductor no deba admitir que se le corrija, sino que no hay gente buena corrigiendo y se altera la traducción sin consultar, con lo cual se te atribuye un texto que no es tuyo y del que nadie se hace responsable. Yo lo que querría es que, cuando entrego algo, lo lea una persona que sepa más que yo, que sea capaz de hacer una lectura crítica y vea los errores que yo haya podido cometer. Y que me llame y me lo diga. Yo estaría mucho más tranquila y agradecidísima. Pero por razones de economía en el proceso editorial eso no se hace. Por lo general, en las editoriales esa función corre a cargo de personas muy poco preparadas. Y si te consultan porque algo les resulta raro, tienes que empezar por explicarles el abecé. En el caso extremo, y a mí me ha sucedido, puedes y debes exigir que la traducción no salga firmada por ti. Pero para eso hay que verla antes de que se imprima.
En cambio, en lo que se refiere a los contratos, la situación ha mejorado desde que empezaste.
Sí, ha mejorado, aunque no se han cumplido las expectativas de aquel momento bueno de la primera aplicación de la nueva Ley de Propiedad Intelectual, en el que pareció que las cosas podían mejorar sustancialmente. Las editoriales ya se encargaron de rebajar nuestras esperanzas. Me refiero a la fórmula de cobro de derechos desde el primer ejemplar, por la cual luchamos muchos en su día, y que a algunos nos acabó poniendo en la lista negra.
¿Llegaste a pelearte con algunos editores?
No hace falta; prescinden de ti. Si se dice que la remuneración va a ser proporcional a la explotación de tu trabajo pero sólo a partir de los 20.000 ejemplares que se necesitan para saldar el anticipo, ya sabes que no vas a ver nunca una peseta más.
Pero la traducción de, por ejemplo, Mi familia y otros animales de Durrell sí te estará dando algún dinero.
Algo. Pero no por el contrato inicial, sino por otro posterior que reclamé al amparo de la Ley de Propiedad Intelectual. El único sistema justo sería eliminar el concepto de anticipo y cobrar un porcentaje, por pequeño que sea, desde el primer ejemplar. No puede ser que la remuneración del traductor dependa de que el libro resulte ser un best-seller.
Bien, pero a lo mejor la calidad de la traducción influye en las ventas del libro.
Ese debería ser un punto importantísimo en nuestra capacidad de negociación con los editores, la medida en que al éxito de ventas contribuye una mejor traducción. Desdichadamente, tal como funciona el mercado, no es así. Los libros se venden por modas, por razones coyunturales. ¿Y el lector por qué aguanta un producto malo? ¿Por qué el editor no se ve castigado por sacar un producto malo? No lo sé.
Recuerdo una época en la que Esther Benítez luchó, y algunos la secundamos, por introducir algún modo la crítica de traducciones en las páginas de crítica literaria. Vana ilusión.
Sin embargo, es terrible que de las cien mil palabras que puede tener un libro, un crítico encuentre una que no le gusta o que está mal y, a partir de ahí, reviente una traducción. Este tipo de crítica no es nada útil.
Claro, y muchos nos hemos encontrado con críticas de ese estilo, que se basan en un detalle y desde luego jamás han ido a consultar el original.
Volviendo a la remuneración, es obvio que las condiciones que ofertan los editores están en función del cálculo económico del sector editorial, y esto a su vez, está directamente determinado por la precariedad del negocio. Los editores están en una permanente huida hacia delante, sacando muchos títulos con unas tiradas cada vez más cortas. Se publica demasiado y todo novelas. La traducción se ha ido abaratando en términos reales. Eso también lo dejé de mirar, como el cálculo de horas. Sobre la primera mitad de mi carrera tengo hecho un pequeño estudio del descenso de las tarifas en términos reales, no nominales. En unos quince años habían descendido un treinta por ciento. Ahora ya no sé.
¿Crees que llegarán a hacer traducciones con esos programas informáticos y buscar algún corrector que las adecente? No sería difícil para esos best-sellers sencillos de estructuras muy simples.
¿Para qué? Si tienes un ejército industrial de reserva de personas que trabajan a 1.000 pesetas el folio, no hace falta la máquina.
Tú formaste parte del núcleo que creó ACE Traductores, asociación creada para defender los derechos de los traductores.
Sí, por supuesto. Es evidente que si los editores te llaman estás obligado a ser combativo, a abrir brecha para que detrás de ti pasen los demás. Como en cualquier sector laboral. En este sentido, la labor de Esther Benítez nunca será apreciada lo bastante. Mi impresión es que parte de ese impulso se ha desvanecido.
También creo que la escisión entre traductores literarios que trabajan para editoriales comerciales y traductores que trabajan para otro tipo de clientes es artificial, máxime si tienes en cuenta que muchos simultanean ambas actividades. Y creo que en este punto nos está perjudicando, porque no se reivindican claramente unas condiciones laborales suficientes para todo tipo de traductor.
Pero esas traducciones anónimas para organismos internacionales, por ejemplo, no entran dentro del terreno protegido por la Ley de Propiedad Intelectual.
Pues mira tú qué gracia que precisamente los amparados por la Ley de Propiedad Intelectual sean los peor tratados.
Eso sí, tienen cierta gloria.
¿Qué gloria es ésa y con qué te la comes?
¿No crees que el hecho de que haya tantas mujeres traduciendo es un síntoma claro de su escasa consideración social? Da la sensación de que cuando una profesión se feminiza es señal de que los hombres están huyendo en busca de sectores más lucrativos. Pasó con la enseñanza y está empezando a pasar con la medicina hospitalaria. Claro que en la traducción siempre ha habido muchas mujeres, eso no es nuevo.
En términos generales estoy de acuerdo contigo: un efecto de la pretendida emancipación de la mujer es que los barrenderos ahora sean siempre barrenderas.
De todos modos, en el caso de la traducción intervienen otras cosas que vienen de más atrás. A mí una de las cosas que siempre me ha gustado de esta profesión es que es limpia. Noble. Si te la tomas en serio, serás mejor o peor, pero intentarás dar lo mejor de ti mismo para un fin que básicamente es limpio y bueno. Y eso es importante, porque hay muchas ocupaciones que no van por ahí. Y desde el principio me gustó que no hubiera diferencia de remuneración entre hombres y mujeres. También puedes pararte a considerar que las mujeres, por determinada manera de ser innata o adquirida, no vamos a entrar a discutirlo, están bien dotadas para esta profesión. Es una profesión muy dura, necesariamente humilde. Hay que ser humilde y obediente para traducir, independientemente de que luego seas una persona soberbia, pero cuando traduces tienes que ser humilde y obediente. Es una labor amorosa, porque tienes que ejercitar todo aquello que podría servir para engrandecerte como autor original y ponerlo al servicio de alguien que no conoces. Quizá la mujer pueda ser más paciente y generosa y delicada, todas esas cualidades que ciertamente deberían tener los hombres.
Con todo, la presencia de las mujeres en el mundo de la traducción es anterior a su llegada masiva al mundo laboral por cuestiones materiales como la flexibilidad de horarios, dado el reparto de papeles tradicional y todavía vigente. Curiosamente, es una profesión que se ha anticipado, para bien y para mal, a lo que se nos dice que será el trabajo del futuro.
¿Compartes esa idea tan extendida de que ahora se escribe y se habla peor que nunca?
Bueno, a mí no me han gustado nunca los puristas.
Es que los traductores estamos obligados a ser puristas.
Sí, pero me refiero a esos artículos que te encuentras en la prensa, cuando una persona sale tronando contra el uso de algún término. Por lo general se fijan en cosas accesorias, no importantes.
En el caso de la traducción, como en el caso de la escritura en general, creo que la labor se hace con el ejemplo, por eso creo que tenemos entre manos una tarea muy bonita. Tú procura expresarte bien, utilizar un léxico amplio, no caer en incorrecciones espantosas: me parece más interesante eso que ir señalando que esto o aquello está mal. Se salva la lengua utilizándola, no fustigando. Porque el lenguaje lo hacemos todos continuamente. Ese es el error de la referencia constante al diccionario o cualquier otro instrumento normativo.
Claro, pero el traductor tiene el terreno mucho más limitado que un autor, que inventa lo que quiere cuando le parece necesario. Puede utilizar giros que rocen la incorrección, que nadie use o que nadie entienda.
Si el autor inventa, el traductor también. Es natural que el traductor tienda a ser timorato, pero no tiene por qué. El traductor no debe ser siempre el usuario de la lengua más conservador. Además, históricamente ha sido al revés. La traducción ha sido fundamental en la formación de las lenguas europeas modernas precisamente por la aportación de calcos.
Muchos innecesarios.
No, no. Para los puristas todos serán innecesarios. En todo momento hay que usar el freno, pero también el acelerador. Quevedo reprochaba a Góngora el uso de “joven” y “presentir”. Todavía en 1916 la Pardo Bazán consideraba extranjerismos censurables cosas como “corsé”, “chófer” y “homenajear”, que hoy no llaman la atención a nadie. Las lenguas no habrían pasado de un nivel muy rudimentario si no hubieran calcado. Claro está que hay que ver si el calco chirría, si ofende al genio de la lengua o no.
El otro día, en un foro electrónico de traductores científicos, participé en una discusión sobre la palabra “constructo”. Hace ya veinte años que construct, en inglés, se emplea en campos como la psicología o la teoría del conocimiento. Comprendo que suene desusado porque lo es, pero si no tenemos ningún inconveniente en decir “producción” y “producto”, ¿por qué no “construcción” y “constructo”? En este momento es un calco, pero dentro de unos años ya nadie se acordará de que lo fue porque encaja en el genio de la lengua. Dicho sea de paso, a Quevedo también le parecía mal “construir”, y es evidente que él mismo inventó muchísimas palabras que no cuajaron, por desdicha.
Los puristas tienden a adoptar posiciones numantinas: el léxico está aquí y ya tenemos para todo. Pero no es así, hay que tener las puertas abiertas.
Siempre me ha interesado mucho el estado de la lengua. Y ahí me parece que nuestra labor es tremendamente importante y una de las cosas que, a la larga, te pueden gratificar. El estado de la lengua es el que es: entre su abandono en los estudios, lo poco que se lee, la invasión de toda clase de material muy mal hecho, la televisión, las películas… A mí siempre me ha interesado ese componente en el trabajo del traductor, el intento de hacerlo lo mejor posible desde ese punto de vista. Es importante que haya gente escribiendo bien no sólo novelas, sino libros de historia o ensayos de sociología. Me importa, aunque tenga escaso reflejo externo.
Entonces, ¿cómo ves el panorama de la traducción?
Desde el punto de vista de la persona que lleva muchos años en esto, en la traducción convencionalmente llamada literaria y en la no literaria, creo que es importante en este momento abrir las perspectivas, extender la óptica. Creo que haría mal el colectivo de traductores literarios en aislarse dentro del castillo de la literatura, porque me parece que en la vida de la lengua están pasando cosas de manera acelerada y es interesante estar presentes en esto que está pasando. Por un lado, el aluvión del lenguaje descuidado que tiene que ver directamente con la presencia mucho mayor de los medios audiovisuales, y, por otro lado, esa cierta vuelta a la literalidad que se ha producido con Internet. Me parece vital. Cuando ya se nos había enseñado que la letra era cosa del pasado y ahora todo era virtual y visual, hete aquí que la principal novedad en el campo de la comunicación humana, por muchas imágenes que tenga, está basada en la palabra. Internet es como un segundo Gutenberg. La prueba está en lo mal que te mueves por Internet si no conoces lenguas, si no sabes escribir con la ortografía correcta, etc. El libro no desaparecerá, pero su producción lleva un camino de contracción evidente.
En los países de habla inglesa, pero también en los de habla española, hubo un momento dorado del libro, en los años sesenta, en que por cuarenta y cinco pesetas de la época te podías comprar una edición cuidada de El origen de las especies. Eso ya no lo volveremos a ver. Pero hasta cierto punto mucho de lo que ha significado el libro puede y debe ser Internet. Ahí es donde podrá encontrarse el fondo editorial que ya no está en las librerías. Se nos abren varias posibilidades. Una es la mayor interrelación entre traductores, a la vez que el traductor tiene a su alcance muchísimo más material de consulta. Por otro lado, es la primera vez que vamos a poder crear –y todos deberíamos esforzarnos en ello– algo mejor que todas las bibliotecas de Alejandría. A mí eso me interesa cada vez más: hay que colaborar en poner cosas en línea. Eso significará que todo lo que nunca ha estado en nuestra biblioteca pueda estarlo.
Efectivamente. El otro día me bajé el Kempis en inglés y en castellano. Lo necesitaba para traducir unas citas y lo tuve en diez minutos.
Claro, claro. Se nos abre un mundo de manejo de textos y de lenguaje. También creo que debería ser, y en mi pequeña experiencia lo está empezando a ser, una vía de encuentro entre traductores de materia literaria y no literaria, que tienen mucho que decirse. El traductor literario, por ejemplo, puede aprender mucho del científico o técnico en el aspecto de hasta dónde llega el purismo, hasta dónde nos atrevemos a crear léxico; el traductor científico y técnico debe aprender del literario el gusto por la lengua. En este aspecto, creo que la lista de ACEtt no debería ser una lista sólo para asociados, sino dar cabida a traductores de todo tipo. Eso sí, con un moderador para evitar que degenere en patio de porteras.
Existe el foro en la página web, abierto a todos los que quieran participar.
Así debe ser. Yo creo en el mestizaje, en la interrelación, en el intercambio. De la misma manera que creo que el traductor debe bañarse en los clásicos, también creo que debe tener algo de lexicógrafo. No tienes más que ver hasta que punto las instituciones son caducas, fósiles. Nuestra santa Real Academia no ha dado nunca entrada a un traductor.
Bueno, está García Yebra.
No por sus trabajos de «practicón».
Sí, pero la idea extendida es que el traductor «practicón» es un muerto de hambre y un escritor frustrado. ¿Frustrado? Si nos pasamos el día escribiendo… En fin, la idea es que es una actividad intelectual de segundo orden.
La lengua está en los hablantes antes que en los escribientes. El fenómeno es la lengua, no la literatura. La riqueza, la importancia de la lengua está en esto que hacemos ahora: hablar. No es patrimonio de los escritores, ni mucho menos de determinados escritores. Es un patrimonio común que debemos cuidar todos.
Me parece importante que los traductores se vinculen con la gente que se dedica a la lexicografía, con la gente que se dedica al estudio y la extensión de la lengua, no necesariamente a la literatura.
Pues parece que la tendencia es la contraria, e incluso se intenta crear un colegio de traductores.
Eso es una estupidez. Ya se planteó hace muchísimos años y se comprendió que era una estupidez. Eso es poner puertas al campo. Traducir puede y debe hacerlo quien quiera. Nadie podrá prohibir a un profesional de una cosa traducir un libro de su especialidad. ¿Un profesor de música no va a poder traducir un tratado de composición musical, si domina la materia, la lengua de partida y el léxico? Todo corporativismo es dañino, pero es que ni siquiera se entiende cuando lo que hay no es un trabajo bien pagado, sino unas tarifas miserables. Y si lo que se pretende es que un título universitario garantice el empleo, como un minifuncionariado, es absurdo.
Además, la idea del colegio profesional implica que el colegiado someta su actuación a la aprobación del colegio, como el arquitecto somete sus planos. ¿Quién va a visar las traducciones? No tiene sentido.
De todo lo dicho deduzco que vivir de la traducción es difícil incluso para un traductor consagrado.
Sí. La precariedad la tienes siempre. Ningún cliente garantiza la menor continuidad. Siempre habrá que trabajar a destajo, aceptar lo que nos ofrezcan hoy por si no nos ofrecen nada mañana, andar agobiado. Es muy duro. No es una profesión para recomendar a los jóvenes de la familia.
Pero con eso no queda dicho todo. Yo llevo treinta años en esto y tengo cierta impresión de haber sudado siempre la gota gorda, pero no de haber penado. Lo principal no es vivir de, sino vivir para. Vivir para servir a unos autores que no conoces y a unos lectores que no conoces puede resultar tan ingrato como tantas otras ocupaciones, pero no son muchas las que te ofrecen la posibilidad de emplearte a fondo cada día, y en ese aspecto somos trabajadores privilegiados. Que no se enteren los editores, por favor.
¿Qué te gustaría hacer o traducir en el futuro?
Varias cosas nada rentables: un léxico inglés-español de términos de arte; acabar los Ensayos de Bacon, que tengo por ahí a medias; ciertas prosas inglesas del XVII y el XVIII; ciertos poetas estadounidenses del XX. Y humor, que nos hace mucha falta.